sábado, 24 de septiembre de 2016

Leer es un riesgo


 

25/09/2016(Infolibre)  




Resultado de imagen de imágenes de libros y lectura  La primera lección que debe enseñarle un profesor de literatura a sus alumnos es que los libros son algo más que un temario académico. Los escritores no hacen su trabajo para que alguien se examine sobre ellos. Un profesor de anatomía o de cálculo de estructuras no se ve en la obligación de recordar que su disciplina tiene repercusiones en la realidad más allá de las aulas. En la sociedad que vivimos, la literatura, como la filosofía o la historia, corren el peligro de quedar reducidas a un trámite académico (paso previo para su desaparición definitiva de los planes de estudio).

Si nos tomamos en serio las humanidades, el riesgo de la lectura supone algo más que la posibilidad de un suspenso. Los libros no ambicionan desembocar en una cartilla de notas o en un currículum, pero sí en una identidad, una conciencia y una educación sentimental. Los libros decisivos forman o deforman, hacen o deshacen y se quedan para siempre con nosotros. La burocracia académica que busca crear un ejército de profesionales, mano de obra barata para acomodarla en el mercado, considera innecesarios los estudios humanísticos. Y los profesores de humanidades se convierten en los mejores aliados de la mediocridad cultural, más peligrosa que el analfabetismo, cuando olvidan que sus disciplinas y sus libros son algo más que una asignatura.

Se acaba de traducir en España el último libro del ensayista italiano Alfonso Berardinelli, Leer es un riesgo (Círculo de Tiza, 2016). Su mirada personal, educada en la estirpe de Elsa Morante, Pasolini, Simone Weil, Orwel, Eliot o Gramsci, se toma en serio y en profundidad la enemistad con la burocracia académica de la lectura. Reivindicar la lectura como un ejercicio de conciencia y libertad individual es más importante que esforzarse en confundir el conocimiento humanista con una metodología científica parecida a las leyes de la física y de la química. Las teorías literarias que han querido explicar los libros con el rigor de una ciencia exacta, olvidándose del tejido flexible de la mano que escribe o de los ojos que leen, han borrado lo que en rigor puede aportar la literatura a su sociedad: la libertad, el peso histórico de la experiencia personal y la responsabilidad comprometida de la mirada individual. Los literatos que caen en la superstición científica ayudan a que los científicos y los técnicos se olviden de la parte de poesía que tienen sus disciplinas, es decir, de su compromiso colectivo con la dignidad humana.

Alfonso Berardinelli nos invita a detenernos en palabras como soledad, progreso, verdad y manía.

La soledad es un riesgo cuando uno quiere ejercer su propia conciencia sin abandonarse a las modas y a las corrientes de opinión. En la época de la neovanguardia, el crítico se negó a compartir la idea de que la calidad literaria dependía de la oscuridad, cuando “inventar y transgredir equivalía a sabotear la lectura y arrasar la lengua común”. Ahora se niega a aceptar el populismo poético que confunde el arte con el lenguaje publicitario y la superficialidad adolescente. Ilegible es también aquello que resulta inútil haber entendido perfectamente.

La concepción lineal del tiempo convirtió la producción vertiginosa y el progreso en banderas de la felicidad moderna. Lo nuevo ocupó el espacio de lo bueno. Pero después de haber vivido La Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial, las cámaras de gas y la bomba atómica, tenemos derecho a tomarnos en serio el riesgo de la melancolía y a vigilar con inquietud un espíritu productivo que amenaza con la liquidación del planeta de los humanos. Es difícil no sentir miedo por las posibilidades de control, homologación, rumorología y tachadura de la libertad que han abierto las nuevas tecnologías bajo su himno de futuro y esperanza.

Escribir la palabra verdad con minúsculas es un riesgo también para los que prefieren acomodarse a cualquier tipo de dogma. La lectura que propone Berardinelli invita a pensar con el espíritu de la verdad, pero no a sentirse en posesión de la verdad. Cualquier verdad con voluntad de dominio representa un peligro para la libertad.

En estos ejercicios de pensamiento cumplen su función incluso las obsesiones y las manías. La exageración de alguien que mira con sus ojos la realidad, sin el apoyo de los lugares comunes, abre perspectivas y genera discusiones fértiles. En su queja contra la homologación capitalista en las sociedades de consumo, Pasolini llegó a proponer como remedio abolir la televisión y la enseñanza media obligatoria. Sin duda hay en esa propuesta un juego intelectual con las obsesiones personales y con la exageración. Pero ese juego ayuda a meditar sobre los sistemas educativos, sobre las formas de control en los Estados modernos, y nos sitúa en un viejo debate, central todavía en nuestra realidad: ¿cómo se articula la libertad democrática en una sociedad de masas? Quien está convencido del poder manipulador de las grandes cadenas de televisión, controladas por las élites económicas, no puede mirar con inocencia a la gente que se comporta de forma mayoritaria como un producto televisivo. Pasolini nos obliga a asumir una doble tarea: no perder la voluntad democrática, no cerrar los ojos ante los códigos reales de una democracia.

Leer a Alfonso Berardinelli es un riesgo. Invita a pensar por uno mismo y a responsabilizarse de los sentimientos propios, costumbres incómodas en los tiempos que corren. Pero hay riesgos que merece la pena asumir.

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Qué reconfortante es leer estas cosas, amigo Luis Gª Montero. Y cómo se agradece  que las manos de la poesía cuiden el huerto y el jardín de las ideas y de las palabras, de la vida en sí. 
Ahora mismo escuchando a Mozart y saboreando cada renglón de tu artículo, con sosiego dominical y un cielo entreverado de otoño y nubes desperdigadas al sol, siento en el alma, en la mente y en la voluntad de vivir el compromiso con todos y todas, con el Planeta en presente y en futuro. Quienes llevamos toda nuestra vida afrontando el riesgo de leer  sabemos por experiencia lo que e esos "peligros" lectores significan (a los tres años y preguntando el nombre de cada letra que veía aprendí a juntarlas y a leer por la calle todos los letreros que pillaba, hasta que una mañana asusté a mis padres leyendo de un tirón un titular del periódico que ellos hojeaban y se pasaban mano a mano, desayunando. Nunca olvidaré que el diario se llamaba Lanza, ¿qué mejor título para un diario de Ciudad Real, territorio cervantino al 100%?),resulta que a los adeptos y adeptas leer nos cambia la vida muchas veces y sin pedirnos permiso, como debe ser cuando manda la intuición del hemisferio derecho sobre la mano izquierda y sobre las fijaciones perfeccionistas y rígidas del hemisferio izquierdo sobre la mano derecha. Somos una caja de sorpresas cuando nos dejamos invadir consciente y deliberadamente por el oleaje o la caricia de la palabra.

La lectura es una verdadera bomba de relojería en manos de la educación y tiene, básicamente, dos riesgos: o dinamita prejuicios, barreras y borregueces, nos libera de ataduras inútiles y nos permite la lucidez o dinamita el alma y su canal de comunicación que es la conciencia, y con ella, la inteligencia, dejando disponible solo el "talento", una habilidad recopiladora de información deformadora y voluminosa, que sin inteligencia ni conciencia se convierte en un automatismo vacío de sentido, aunque sirva como objeto de autobombo y pedantería o de almacén de recursos para trepar con más agilidad por las tapias de "un buen porvenir".
 La lectura solo "técnica" y mecánica, para estar la día y tener tema de conversación tertuliana, de auto exhibicionismo vanidoso, es un semillero de estupidez maquillada a base de corta y pega, es  anticultura en sí misma. La cultura no es un almacenaje de anécdotas "cultas" y experiencias ajenas ni una fatua exhibición de talento, sino el sereno y paciente cultivo de lo más humano, de lo mejor que tenemos entre todas y cada uno de nosotras, un cultivo imprescindible para desarrollar nuestra capacidad de experimentar y ahondar en lo que nadie nos puede contar por muy bien que lo exprese: en el campo desconocido de nosotros mismas; la cultura que es ya en sí educación y viceversa, es la cucharilla que remueve el azúcar en el fondo de ese íntimo café diario lleno de energía que desconocemos,  son las dos manos que amasan el pan que nutre la vida consciente y la capacidad para alimentar la inteligencia y el alma colectivas.

Educación y cultivo del ser acaban por llevarnos a la fuente inicial de Asclepios y Sócrates, de Kant, Spinoza y Hegel, de Marx y los Evangelios, del Tao y LaoTsé, de Aristóteles, Platón, Rumi, Ibn Arabi, Habermas, Goethe, Dante,Buda, Schiller, el Bagavah Gita, Shakespeare,Cervantes o el Cantar de los Cantares, todo un camino infinito que desemboca en la simplicidad del conócete a ti misma, a ti mismo. Gnozi seautón y todo lo que significa y mueve. No como engolfamiento egocéntrico, sino como un bien individual que nos descubre inseparables del Nosotros. Solo conscientes de y activos en ese tejido común tenemos sentido y esencia además de una limitada e insípida existencia, que es la vida cuando solo vegetamos en el triste agujero del propio ombligo especulador y egocéntrico. Miserable.

Educación y cultura son el biocultivo del Amor. Teresa de Ávila, como los sufis lo explican muy bien cuando afirman más o menos la misma realidad, que no es cosa religiosa sino evolutiva: el espíritu se vive y se comprende mejor con las letras, con la poesía, con la música y con la danza, y no son solo disciplinas que se aprenden, sino la sustancia, el contenido, el tacto, el sabor y el más hermoso perfume de la vida, que no se descubre como tal mientras esencia y existencia no se perciben como unidad en el Amor. No solo en el eros y sus delirantes y magnéticas alucinaciones, sino también y sobre todo, en la praxis del ágape, en el banquete, en el compartir. En el equilibrio del don de sí donde el ego abdica de su limitación marrullera y se hace adulto, por fin, en el Nosotros. En lo infinito de un Todos en Todo, que es la liberación y esa felicidad que no es necesariamente euforia sino plenitud tranquila y alegre aún donde no hay alegría.

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