sábado, 6 de octubre de 2012

DE LA INUTILIDAD DE LOS TRUCOS


Nuestro ego es experto en montar estratagemas para prevalecer por encima de todo. Su victoria consiste en camuflarse y disfrazarse con las mejores galas, con el mejor aspecto de nuestras presuntas virtudes. 
El simplismo elemental de creer que el ego sólo es capaz de manifestarse en el terreno más animal de nuestro abanico de posibles conductas, es un error de percepción y un desconocimiento de nosotros mismos. No nos damos cuenta de que ese ego evoluciona con nosotros. Es la base que nos permite habitar la materia, producirla y fundirnos con ella. No es bueno ni malo, es una herramienta de trabajo nada más, pero una herramienta de riesgo importante; está tan entretegida  en el vehículo de nuestros tres cuerpos (mental, emocional y físico) que cuanto más aprendemos, cuanto más avanzamos y nos "perfeccionamos", se hace más sutil y enrevesado. Más escurridizo e indetectable. Y por eso, mejor se camufla y se enreda en los vericuetos más inextricables de la conciencia elemental, la zona intermedia donde se mezclan las ondas del sistema límbico con las del córtex cerebral. En ese punto nos vende la cabra y nos convence de que somos la repera. Es el golpe "maestro" de la soberbia del necio disfrazada de elevación, de "menos mal que YO no soy como todos esos mediocres e ignorantes, de los que me distingo por mis cualidades únicas y mi excelencia más que evidente. ¿Quién como YO? Nadie, por supuesto." Y entonces, desde la atalaya del orgullo más insensato se echa una mirada de desaprobación a todos los  que no entran en el cómputo de nuestra grandeur. Es el fallo de las élites. De las religiones, que ya lo expresan hasta en su forma de vestirse y uniformarse, raparse o dejarse barba, para no ser uno más con el resto de la familia humana. Como si hubiese que ir pregonando las distancias que no existen en la realidad; la enfermedad, la fragilidad, la vulnerabilidad, los fracasos, los defectos indelebles y la muerte, se encargarán tarde o temprano de demostrarnos el "nivelazo" que imaginábamos poseer. 

En nuestra ignorancia estamos convencidos de que si adquirimos cierto tipo de "poderes", vamos a triunfar siempre sobre la candidez de los más despistados. Y el ego nos asegura, disfrazado de genio cortical pero al mismo tiempo animado por el impulso reptiliano de la amígdala límbica, que somos invencibles y muy superiores a los pobres idiotas que nos rodean y de los que sólo pretendemos servirnos para nuestros planes ocultos. Nos equivocamos de medio a medio si creemos en esa posibilidad. La luz eterna de la vida divina tiene otros planes resumidos en el Amor infinito que se refleja y gobierna la inteligencia emocional. Y es ante esa fuerza consciente y bellísima de la inocencia superior cuando la plenitud, la felicidad y la paz se expanden desde dentro de nosotros como un manantial inagotable de vida en espiral ascendente; algo que nunca puede ocurrir desde  la inconsciente  animalidad primigenia que se suele considerar "inocencia" cuando es sólo  la piedra sin pulir del ego puro y duro.  

¿Cómo distinguir la realidad y la veracidad de un cambio auténtico, del juego caleidoscópico del autoengaño? Sólo basta tener en cuenta si el cambio de percepción que experimentamos internamente va acompañado en el exterior por un cambio de vida, de costumbres y hábitos de conducta, de ambiente y de compañías. Y no porque se desprecie a nadie porque es malo, imperfecto o inadecuado, sino porque son esas circunstancias y compañías las que se van y desaparecen voluntariamente del entorno. Les aburre, les resulta raro incomprensible y carece de interés para ellos la forma en que vive quien ha renacido a otro plano más despierto y alto. Digamos que quien elige vivir en el sótano porque le dan vértigo las alturas y tiene fotofobia, no sube nunca a visitar a los que han elegido el ático como vivienda. Lo normal es que se encuentren y coincidan en la planta  baja y en la calle. Y es ahí donde se puede convivir. Nunca en la intimidad, porque no hay coincidencia. 

Al renacido le gusta la luz y disfruta con ella. Lo "otro" prefiere las penumbras, la ambigüedad y las oscuridades, porque la claridad deja en evidencia las mentiras habituales que mantienen el montaje vital y sólo tolera la luz aquel que no teme afrontar su débil y precaria condición, porque desea descubrirla y cambiarla por algo más saludable.
Así como el ego se refugia en la simulación del equívoco para que la conciencia superior no le descubra sus enredos, el renacido es lo que parece y parece lo que es. Y esa condición resulta carente de atractivo para un ambiente donde todo se reduce a un carnaval constante, donde la máscara es imprescindible para bailar la polka fugitiva del sí mismo, a la luz de los candelabros.  Jamás a pleno sol.  Y el juego de sombras chinescas es el truco preferido de la inmadurez psicoafectiva; el refugio favorito del ego.

El despierto conoce de primera mano que la verdad no es un dogma de fe, ni una teoría que se relata o se predica, sino una experiencia fundante de la sensibilidad interna. Un descubrimiento. Una modificación cualitativa de nuestra esencia que nos arranca, poco a poco y a impactos intermitentes de iluminación, del viejo continente de lo heredado, de lo mecánico, de lo automático, de lo falso, que desde que nacimos fue el pesebre, la cuna rudimentaria del establo en que reposábamos entre la mula y el buey de los instintos, y unos padres que no entienden demasiado bien el significado de una vida que nace a través de ellos para ir más allá de ellos y de lo conocido por ellos y su entorno.
Cada nuevo ser nace con ese propósito, pero la mecánica y los automatismos de la supervivencia nublan la ruta y hay que emplear la vida temporal para recuperarla por medio de la conciencia que crece y se amplía con el desarrollo del vehículo tricéntrico que forman los tres cuerpos. 
No nos hace cambiar el empeño por "mejorar" que viene del ego. Porque el propio ego nos seguirá gobernando en ese empecinamiento testarudo y obsesivo. Y hasta puede que llegue a desequilibrarnos y a aislarnos del resto de los seres a los que hemos venido a querer, a servir  y ayudar, como ellos lo harán con nosotros si les damos la oportunidad y no nos dedicamos a despreciarles ni a considerarles inferiores. Mientras concibamos la vida con esas divisiones y distancias de falsa élite, no habremos entendido nada del sentido que tiene nuestra existencia. 

Por más que se finja estar por encima de todo, en el fondo sólo existe miedo a perder la prioridad y el falso brillo del propio egocentrismo, diluídos en un insignificante caldo de humanidad anónima a la que el ego considera inferior, sin darse cuenta de que resulta tan absurdo como ridículo, que galletas y panes amasados con la misma harina, cocidos en el mismo horno y destinados a la misma finalidad, que es alimentar, se crean mejores y más selectos entre ellos. Sólo despertando de verdad o sea siendo dóciles a los cambios cualitativos de nuestra esencia y dejando que el cielo nos modele en sus manos de artista amoroso, se descubre que todos somos la harina, el trigo, el horno, el pan, las galletas, el molinero, el panadero y los comensales. Y la propia digestión metabólica.

Y cuando eso se hace evidente, nada ni nadie puede interferir en esa felicidad ni arrebatar esa paz; nada puede oscurecer lo que brilla con luz eterna y comprensión natural y espontánea de cualquier "misterio", que para la mirada inocente es evidencia. El agua que nace de dentro, quita la sed para siempre y salta hasta el infinito. 

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