La idea se repite cada vez con mayor frecuencia. Al
hacerse públicos atropellos considerables, continuados en el tiempo a
menudo, comprobamos que eran de dominio público y nadie movía un dedo.
La impunidad hecha norma. Lo más proclive a ese silencio cómplice son
los abusos de poder y, entre ellos, los abusos sexuales. El mirar para
otro lado hace un daño irreparable a las víctimas y a la convivencia
social.
Uno de los ejemplos más recientes nos sitúa
en la Universidad de Sevilla. Tres profesoras –de toda solvencia–
denuncian los reiterados ataques que sufren por parte de Santiago
Romero, prestigioso catedrático, el primero de Educación Física en
nuestro país. Los han padecido desde 2006 a 2010, cuatro años. El docente ha terminado condenado a siete años de prisión tras
ser hallado culpable de delitos continuados de abusos sexuales pero
hubo de intervenir hasta el Instituto de la Mujer Andaluz (IAM) para que
las tres profesoras fueran atendidas.
Su relato es sobrecogedor. Salvo dos, sus compañeros las
evitaban, y 10 de ellos llegaron a testificar en su contra en el
juicio. No les creían, dijeron, o no les querían creer. Las secuelas han sido graves. Una de ellas, con el mejor expediente académico de su promoción, ha terminado abandonando la enseñanza.
En el caso del entrenador de atletismo de la Federación española, Miguel Ángel Millán, detenido
en diciembre, se ha reiterado que numerosas personas conocían sus
prácticas pederastas. Y callaban. Las víctimas suelen tardar un tiempo
en armarse de valor y denunciar. A Millán lo llevó a los tribunales un
joven de La Laguna, Tenerife, que había padecido las agresiones durante
cuatro años y desde los 14, según ha denunciado.
El
pianista británico James Rhodes ha sido uno de los pocos capaces de
mostrar con crudo realismo qué se siente cuando alguien de mucho mayor
tamaño se tira sobre la víctima y le penetra a la fuerza, al punto de romperle la espalda como le ocurrió a él.
Precisó hasta varias operaciones para paliar el daño. Y cómo los abusos
le destrozaron la vida, y cómo la música fue la tabla que le ayudó a
salir de alguna manera de la desesperación.
Los
colegios han conocido o conocen de estas agresiones, en múltiples
lugares. Pero las violaciones no son solo sexuales, ni el mutismo de
quienes lo saben se limita a un círculo muy próximo. Los violentos ni
siquiera se molestan ya en perpetrar sus ataques en la oscuridad. Las
palizas del acoso escolar al diferente son grabadas en vídeo y
difundidas. Y se perpetran y se ruedan a la vista de personas que no lo
impiden. El silencio en estos casos es tomar partido: por los
agresores. El rector de la Universidad de Sevilla dijo que había dado
al caso un tratamiento "simétrico". La simetría en estas cuestiones favorece siempre al agresor.
Las imágenes de los refugiados, ahora entre la nieve como antes en el
barro, en tiendas de campaña, en larga fila para comer algo y muriendo
literalmente de frío, es otro de los grandes crímenes de nuestro tiempo
que se desarrolla sin costo punible alguno. Más aún, con el aplauso de
parte de la sociedad que de esta forma alienta a los políticos de
ultraderecha.
Las políticas conservadoras de toda la
vida también se han impregnado de ese espíritu de cruel insolidaridad
para no perder votos. Cualquier apoyo para que continúen por ese camino
es colaboración en sus ultrajes. Y que nadie dude que dejar sin comida,
sin luz o sin casa, sin la debida educación y atención sanitaria a seres
humanos, lo son. Todo aquel que prescinda de esa relación entre el
poder otorgado y sus consecuencias, ahora tan dramáticas, no hace sino
engañarse y ocultarse su participación. Lo mismo que han de saber que
robar –dinero o servicios– y tragar que se robe, conducen al mismo
destino. Enmascararlo añade grados a la cooperación.
A diario, asistimos a tragedias de gran calado y arbitrariedades que se
obvian para no significarse. Ensañamientos sin causa, completamente
injustos, que se aceptan como si fuera una cornisa que cae encima y le
toca al que pasa, una fatalidad. Sabemos de la voluntad de humillar
hasta a niños a los que se considera de otra clase social. Y son
actitudes que queman muy adentro.
Es cierto que no
hay ser humano que pueda ocuparse de todo, y para eso existen cauces que
afronten los atropellos. Lo último es encogerse de hombros. O pedir
perdón con la boca pequeña. Siempre se puede hacer algo. Siquiera no
contribuir a los escarnios de nuestros semejantes.
Spotlight
consiguió el Oscar de 2016 a la mejor película. Narraba un caso real:
la peripecia de una investigación periodística del Boston Globe para
informar sobre brutales casos de pederastia en la Iglesia católica.
Habían sido consentidos durante décadas. Todos los sabían y nadie hizo
nada. Tratar de disuadir cualquier noticia sobre ellos, para ser más
precisos. Es decir, tenían conocimiento de lo que pasaba que es lo mismo
que contaba el músico Rhodes y pueden contar todos los demás. Un
preboste de la ciudad, aun así, le dice al periodista que se empecina en
seguir adelante:
—"¿Y tú dónde vas a ir después de esto?".
Esa es la clave por la que tantas cosas se callan.
Forzados, abandonados, sufriendo, con dolores y daños que puede evitar
la denuncia, la justicia, la solidaridad de nuestros semejantes. Es
estúpido creer que hay islas donde preservarse de esta deriva de
egoísmos y tinieblas. Ni siquiera los tiranos están a salvo. Nadie lo
está. Y es conveniente saberlo en los tiempos que corren y que emprenden
veloz carrera de barbarie.
Nunca se ha gritado más,
diciendo menos. Nunca ha sido tan estruendoso el silencio. El silencio
está siendo devastador. Es lo que se escucha tras los sentimientos y los
cuerpos rotos. En el miedo y la cobardía. Tras el frío y la injusticia.
Tras el altavoz apagado de las conciencias.
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