El PCE niega la memoria de lo mejor de la izquierda y compromete su futuro
Me da grima presenciar cómo un secretario general del PCE falsea la historia de su partido y echa barro sobre su pasado, acusándole de traición. Haría mejor explicando en qué lo ha convertido y por qué hoy gobierna Rajoy. ¿Es por la necesidad de liberarse del peso de una mochila que dificulta la “superación” que le exige Podemos? Caricaturizar el papel jugado por el PCE en la Transición y descalificar el eurocomunismo sirven a José Luis Centella para justificar un postureo “rupturista”
con la propuesta de que las Cortes redacten una novísima Constitución.
En síntesis, acusa a su partido de haber renunciado a la “ruptura democrática”, conformándose con la “ruptura pactada” y de no haber planteado en 1978 la exigencia de la República, de la salida de la OTAN y del fin del capitalismo.
Él mismo se contradice al reconocer que entonces “no había hegemonía” para conseguirlo y que el PCE hubo de aceptar la reforma para no quedarse excluido ni “fuera de juego”. También confiesa que “entrar a debatir si las concesiones fueron mayores de las que tenían que haber realizado (…) es una cuestión difícil de dilucidar”. Por tanto, ¿a qué vienen tan injustificadas críticas?
El actual dirigente comunista abunda en la tesis de un PCE domesticado por los poderes fácticos a la par que asume tanto la fuerza y violencia de los aparatos represivos de la Dictadura, como la tajante negativa del PSOE junto al resto de la oposición democrática a participar en una ruptura frontal. Bien sabe Centella que el PCE sólo convenció a la Junta Democrática
para que abrazara ese objetivo y que se la jugó por conseguir una
legalización que los procedentes del Régimen querían negarle y que el
resto de la oposición quería postergar hasta después de las elecciones.
También reconoce el actual secretario general del PCE que la Constitución del 78 estableció una democracia política homologable a la de los países democráticos de nuestro entorno. Sin embargo, llevado por el análisis de lo que pudo haber sido, manifiesta que la Carta Magna debió implantar una “democracia social”, olvidando que la Constitución define España como un “Estado social y democrático de derecho”.
Aquel PCE no planteó la necesidad de acabar con el capitalismo ni la convocatoria de un referéndum sobre monarquía o república, como afirma Centella con razón. En aquel momento, pedir el paso del capitalismo al socialismo hubiera sido tan esperpéntico como inútil. Sólo el PSOE, junto al MCE y la ORT, ondeó temporal y demagógicamente la bandera republicana, cuando sabíamos que el dilema entonces no era entre Monarquía y República, sino entre dictadura y democracia. El PCE podría haber cometido un error similar al de 1931, cuando salió a la calle gritando “¡Vivan los Sóviets”, mientras la consigna del pueblo era “¡Viva la República!”.
Tampoco encuentro de recibo su crítica al sindicalismo por no organizar huelgas generales hasta 1984. Ni Marcelino Camacho, ni CC.OO. hubieran aceptado consigna alguna del PCE en un sentido apaciguador. No hubo huelgas porque los sindicatos se asociaron a los Pactos de la Moncloa como protagonistas de la Transición. Después, el 23-F y la victoria del PSOE por mayoría absoluta contribuyeron a disuadirlos de lanzar una respuesta de ese calibre.
Pasando a otro registro, Centella
arremete contra el eurocomunismo y afirma que el PCE tenía que haberse
unido a los partidos comunistas griego y portugués, no sólo al francés y
al italiano. Pretende ignorar, tal y como se demostró en la Conferencia de los Partidos Comunistas de Europa (1974), que había un foso insalvable entre esas dos familias: los primeros apoyaban al PCUS y la invasión de Praga mientras los otros tres la habían condenado.
Se equivoca cuando dice que el eurocomunismo sólo pretendía reformar el capitalismo “para hacerlo más social”. Me remito a los escritos de Enrico Berlinguer y de Santiago Carrillo (“Eurocomunismo y Estado”) que insisten en avanzar en la vía democrática hacia el socialismo, a la luz de las experiencias de Dubcek en Checoslovaquia (1968) y de Salvador Allende en Chile (1973).
no veo más que una pose teatral en la actual correlación de fuerzas el exigir una Constitución radicalmente nueva y el rechazo expreso a reformas parciales en el texto del 78
Por otro lado, no veo más que una pose
teatral en la actual correlación de fuerzas el exigir una Constitución
radicalmente nueva y el rechazo expreso a reformas parciales en el texto
del 78. Ninguna fuerza parlamentaria ha planteado una propuesta tan
descabellada en 38 años, incluido el tiempo nada desdeñable en que el
propio Centella fue diputado. Ni siquiera hubo en el
Congreso quien pidiera seriamente un referéndum entre monarquía o
república, ni fórmula imaginativa alguna para acabar de golpe con el
capitalismo.
No responde a la verdad que el PCE renunciara a movilizar al pueblo para que se desmantelaran las bases militares de la OTAN. Desde 1981 se organizaron marchas anti-OTAN hacia Rota y Torrejón,
trasladando el debate al Parlamento. Recuérdese incluso que Izquierda
Unida se creó a partir de la Plataforma contra la entrada de España en
la OTAN, posición que obtuvo casi 7 millones de votos (el 39,85%) en el
referéndum del 86.
Pese a quien pese, el PCE hizo
lo que pudo en la Transición, e hizo lo que debió en las condiciones
cambiantes de aquel período dramático de la historia de España. La crítica es pertinente, la manipulación del pasado, no. Y considero que las críticas o autocríticas habríamos de dirigirlas a los años sucesivos, cuando gobiernos
en democracia han olvidado sistemáticamente los compromisos con la
memoria, la república, el sistema electoral o la democratización de
todos los aparatos del Estado. Aún más, creo que es posible que el PCE y también IU sean responsables de haber convertido la táctica y la relación de fuerzas que imperaba en la transición y hasta el 23F en estrategia
política, dejando en un segundo plano objetivos a los que nunca se ha
renunciado, pero que hemos postergado casi cuatro décadas. Es ahí donde
nos toca también rectificar.
Plantear la revisión de la transición como una receta para esta nueva etapa genera problemas.
No me extraña que con estos mimbres ideológicos e históricos, las
líneas rojas entre la izquierda y entre lo nuevo y lo viejo hayan
derrotado la voluntad de cambio: Puro sectarismo.
Además, compromete el futuro, pues en vez de situarnos ante la
contrarrevolución conservadora que está en marcha, no solo en los
Estados Unidos, nos coloca en un supuesto proceso de transición donde sí
cabe el debate manido entre reforma y ruptura. Idealismo sobre la correlación de fuerzas. Mientras, se eluden la necesidad de colaboración en la izquierda política y social
y el reconocimiento del papel autónomo de sindicatos y movimientos
sociales para evitar un ciclo largo de la derecha y la extrema derecha
-en España y en Europa- que dé al traste con las ya debilitadas
conquistas democráticas y sociales.
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