Isaac Rosa
En mi infancia, el abogado laboralista era una
categoría familiar, casi un parentesco: yo oía hablar de ellos como si
fuesen tíos o primos que siempre andaban en boca de mis padres,
sindicalistas de UGT en aquellos años setenta. Pasé mi niñez rodeado de
abogados laboralistas, miembros de despachos primero, integrados en los
sindicatos después. Con los años los recuerdo como una figura mítica. Y
lo eran.
El asesinato de Atocha les añadió una
grandeza y un temblor especiales, sí, pero ya antes de esa matanza las
abogadas y abogados laboralistas eran admirados y queridos por la clase
obrera, en los centros de trabajo de toda España, en los barrios
humildes donde hicieron un trabajo fundamental no solo por la libertad y
los derechos, también para mejorar la vida de la gente.
Si los pistoleros fascistas y sus protectores del
aparato policial franquista querían conmocionar a la sociedad, no podían
elegir mejor objetivo aquel enero de 1977: los abogados laboralistas
eran tan odiados por el franquismo como queridos por millones de mujeres
y hombres. Los asesinaron para aterrorizar a la población,
desestabilizar la Transición y provocar una espiral violenta, como estos
días se recuerda, sí. Pero los asesinaron por su actividad laboralista,
por lo que representaban. Una venganza fascista sobre un colectivo cuyo
papel no ha sido suficientemente reconocido.
En los
años sesenta los sindicatos estaban prohibidos en España, y la actividad
clandestina duramente perseguida. Solo existía el “sindicato vertical”,
invento franquista para desactivar la conflictividad obrera, y que no
dejaba de ser una pantomima que dejaba a la intemperie a los
trabajadores.
En aquella España represora, que
presumía de desarrollismo y apertura a Europa, y donde sindicalistas
clandestinos intentaban ganar espacios de lucha, aparecieron los
abogados laboralistas abriendo una brecha donde menos se la esperaba el
régimen: en el edificio jurídico, meticulosamente purgado tras la Guerra
Civil y construido con el mismo granito eterno del Valle de los Caídos.
Una nueva generación de abogados –en muchos casos procedentes de clase
media-alta y familias vencedoras- se aplicó en combatir la dictadura
usando sus mismas armas, su legalidad.
En la
conflictiva España del tardofranquismo y la Transición, el papel de los
despachos laboralistas fue importantísima. Sin diferenciar su trabajo de
su militancia, asesoraban a trabajadores en huelga, defendían a
represaliados, ejercían la defensa de líderes sindicales encarcelados
–como Marcelino Camacho, de quien estos días recordamos 99 años de su
nacimiento-; pero también luchaban por democratizar los colegios de
abogados, denunciaban en el extranjero las violaciones de derechos
humanos, y estiraban las posibilidades jurídicas del ordenamiento
franquista para garantizar los derechos de los detenidos. Más allá de lo
laboral, su trabajo dejó huella también en los barrios, en las luchas
vecinales, asesorando a las asociaciones y ayudando a los vecinos frente
a los abusos urbanísticos.
Ser abogado laboralista
en el franquismo no era fácil: suponía poner tu vida en peligro. No eran
extrañas las amenazas ultras, la persecución policial o las agresiones.
El asesinato de Atocha de 1977 vino a recordar a todo el colectivo lo
vulnerable que era, lo mucho que ponía en juego por su activismo
antifranquista.
Con la democracia, la defensa de la
clase trabajadora quedó cada vez más en manos de los sindicatos, donde
se integraron muchos de aquellos primeros abogados. Hoy que recordamos a
los cinco asesinados y los cuatro heridos en Atocha, vaya mi recuerdo
también para ellos y para toda aquella gente admirable. Somos muchos los
que todavía nos emocionamos al decir "abogado laboralista". Les debemos
mucho de las libertades y derechos que hoy disfrutamos. Y la mejor
forma de recordarlos, y de homenajear a nuestros asesinados, es seguir
defendiendo esas mismas libertades y derechos, de nuevo amenazadas.
Gracias.
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Gracias a ti, Isaac Rosa, y a toda la prensa de conciencia que no calla ante la verdad crudísima de la historia, ni deja pasar la ocasión de iluminar con la ética el túnel de la inercia cuando la realidad corre el riesgo de quedarse en un eco del olvido, ya desesperado y exhausto. Gracias a ellos y a ellas, las que trabajaron sin descanso por todas nosotros, de parte de quienes aún recordamos en primera persona aquellos días espeluznantes en blanco y negro o en el sepia macilento y descolorido de un tiempo que permanece, igual que las fotos, atado y malhadamente atado, como chapuza indecente entre retales de una memoria histórica tan maltratada como las mujeres y los niñas. Como la Naturaleza, los animales, el hábitat, los DDHH y la dignidad individual y colectiva. España, paradigma maltratador, tan adicto votante a la testosterona como a la barra-birra del bar, al fúmbol, a loh toroh y a las bravatas que se comen el mundo desde el sofá y luego dejan en modo manos libres a marianos, aznares, zaplanas, ritas, felipes, susanas, pedros dubitativos o reyes malandrines pagándose furcias campechanas y hetairas de lujo con fondos reservados sacados de los impuestos, como las autopistas sin coches y los aeropuertos sin aviones, lo que sea, total, todos ellos y pocas ellas son sus espejos meapilas patrioteros y expertos en replay por los siglos de los siglos...Si no hubiese ese feeling patológico jamás hubiésemos llegado a esto.
Menos mal que, aunque en una minoría cada vez más mayoritaria, hay otra España en paralelo que no mira para otro lado, ni necesita verse reflejada en el lumpen caciquil y corrupto para reconocer su identidad, ni se calla ni se queda enganchada a "lo de siempre". Gracias.
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