domingo, 15 de enero de 2017

A ver si nos entendemos


Publicada 15/01/2017 a las 06:00 Actualizada 14/01/2017 a las 19:17    

Escuchar a los demás sirve con frecuencia para asumir las propias contradicciones y para matizar las ideas y los sentimientos. No he perdido la capacidad de indignación, pero hace tiempo que sólo la siento con naturalidad ante el espectáculo de la mentira. No resisto la hipocresía como forma de vida, ni una configuración ideológica fundada en el permanente falseamiento de la realidad.

No me faltan motivos para la indignación, desde luego. Es una parte del pan diario de la vida española. Vemos a gente que habla una y otra vez de la unidad de España y luego actúa de forma calculada para acentuar la ofensa. Se trata de promover un independentismo muy aprovechado a la hora de amurallar las políticas conservadoras y evitar la configuración de una alternativa. Indigna que los partidarios de mantener un Estado común generen situaciones que, por intereses coyunturales, nos condenan la a separación.

Vemos a gente que defiende el amor cristiano y no duda en justificar el trato deshumanizado a los inmigrantes. Convierte las fronteras en un entierro perpetuo. Hemos visto a un ministro beato llamar calumniadores a los que protestaron cuando las fuerzas de seguridad, en vez de salvar vidas, condenaron a muerte a 15 personas al disparar balas de fogueo para que no alcanzasen la playa del Tarajal en Ceuta. Y hemos visto cómo se llenaba la boca con palabras –patria, bandera, ejército y defensa– un ministro que por su estupidez avariciosa perdió a muchos soldados y humilló después a sus cadáveres y a sus familias.

Hemos visto muchas cosas. El cabeza visible de la corrupción se presentó como el encargado de combatir la corrupción y de dar transparencia a las instituciones. Los que defendían la familia y la natalidad aprobaron leyes para favorecer la precariedad hasta el punto de dificultar mucho la vida familiar y el deseo de tener hijos. Y los que se presentaban como expertos económicos no trabajaron para hacer un poco menos pobre a la mayoría, sino para hacer cada vez más rica a una minoría.

Todo eso se ve a diario, aunque con frecuencia pasa desapercibido, porque la ideología dominante, la que se ha convertido en el sentido común de la vida, expone la injusticia y el sálvese quien pueda como la realidad, la única posible: así son las cosas.

Ante ese espectáculo es difícil resignarse y uno cae en la indignación. Pero el deseo de no resignarme, de pensar que las cosas podrían ser de otra manera, me invita también a no caer en la indignación con los que quieren o deberían querer cambiar las cosas. Los escucho, valoro sus opiniones e intento comprenderme a mí mismo.

Oigo el discurso de Javier Fernández, presidente de la gestora del PSOE. Dice que defendió la abstención por lealtad a España. Aclara que cuando hay que elegir entre España y la lealtad a la ideología de un partido, se debe poner por encima la lealtad a España. Y no me indigno, pero me canso. Y no me siento traidor a España cuando opino que la prioridad máxima es oponerme a la realidad ideológica que representa Rajoy y que, en ese camino, un paso decisivo es evitar que Rajoy continúe en el Gobierno. No podemos sublimar en una esencia los conflictos sociales. España no es una unidad de destinos en lo universal, sino una sociedad con explotadores y explotados, ricos, gente acomodada, pobres y personas condenadas a la exclusión social. Contraponer la lealtad española a la ideología socialista es asumir el sentido común de la derecha y renunciar a las razones de la política. Si hay una esencia por encima de todos, ¿para qué discutir?

No me indigno, pero voy camino de los 60 años y me gustaría que alguna vez hubiese en España un gobierno dispuesto a pensar en los intereses públicos y no en los negocios privados. Me gustaría ver en España un ministro de Sanidad que pensase en la dignidad de los enfermos y no en los intereses de las farmacéuticas. Me gustaría ver un ministro de Educación que llegase a un acuerdo para formar ciudadanos y no mano de obra barata y domesticada; un ministro de Cultura que no pensase en el entretenimiento y el ocio del rebaño, sino en la formación de las imaginaciones y las conciencias críticas. Me gustaría ver ministerios que trabajasen por la dignidad laboral y por la igualdad económica y la igualdad de género.

Cansado de guerras en el interior de la izquierda, reservo mi indignación para la derecha. Y miro el toro desde la barrera; como un espectador preocupado (pero desde la barrera). Camino de los 60 años, uno comprende que la responsabilidad está ahora en los más jóvenes. Pero estoy cansado y quiero ver otra cosa. Me cansan los que confunden la lealtad a España con la política de derechas y los que se enorgullecen con ser muy rojos, muy rojos, y no se preocupan de plantear la posibilidad real de un gobierno alternativo, un Estado que cambie las cosas, con ministros y ministras capaces de defender los intereses del espacio común de las personas.

A los jóvenes hay que reconocerles la oportunidad generacional de dirigir la sociedad española. Y los jóvenes deberían pedir a sus mayores que cuenten todo lo que han visto. Porque hemos visto tantas, tantas cosas.

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