sábado, 3 de septiembre de 2016

La literatura caníbal


Publicada 02/09/2016 (Infolibre)

Si afirmo en este artículo que el autor de Señales de humo. Manual de literatura para caníbales I (Tusquets, 2016) es un intelectual, corro el riesgo de que mi amigo Rafael Reig se enfade conmigo. No importa que en sus palabras se note la presencia bien consolidada de historiadores, filólogos y filósofos, desde Petrarca a Foucault. La palabra intelectual no está bien vista en el mundo de esta literatura caníbal.

Por eso voy a empezar diciendo que el autor de Señales de humo es un lector apasionado. En el principio de todo está el lector, una figura que tiene después la posibilidad de desdoblarse en otras figuras como las de alumno, profesor, crítico literario o escritor. Pero el mundo de los libros queda hueco si bajo las creaciones, los temarios, las aulas y los folios en blanco no late la energía de un lector.

Así que, en el fondo, Señales de humo es un homenaje conflictivo a la literatura, o mejor, un homenaje a la literatura que no niega sus conflictos, a la literatura que se entiende a sí misma como espacio de conflictos. La historia de Martín Belinchón, que vive viajes en el tiempo y convierte sus delirios en un medio de transporte a lo largo de la historia de la literatura, supone la novela del lector o de la experiencia de la lectura. Para que se produzca el hecho literario es imprescindible que los libros se habiten, se vivan como cosa propia. Y eso es lo que hace Martín con las jarchas, el Libro de Buen Amor, La Celestina o el Quijote.

Quevedo vivió en permanente conversación con los difuntos. Nosotros, como lectores, también: “La lectura se convierte así en una experiencia, un acto que modifica a quien lee y en igual medida modifica lo escrito, como en el caso de la imitatio. Los libros nos cambian y nuestra lectura cambia los libros, por más que en este triste siglo pocos consigan prolongar esta relación apasionada con los libros más allá de la primera juventud, cuando, como hacían mis estudiantes de Manoteras, uno lee como si le fuera la vida en ello”. Esta es la razón que sostiene la mirada personal que Rafael Reig ejerce en su manual para caníbales.

El lector Martín Belinchón es a la vez el estudiante que escucha a Fernando Lázaro Carreter o a Francisco Rico, el profesor que da clase en un instituto de Manoteras y la voz narrativa de Señales de humo. Estas señales nos conducen a vivir por dentro el amor y el vino de los juglares, los justificados cuernos de Lázaro de Tormes o la vitalidad accidentada y emocionante de Lope de Vega. Habitar las vidas de otros, además de un ámbito de conocimiento exterior, no deja de ser un modo de indagar en nosotros mismos. De ahí el significado dialéctico de las relaciones entre el autor y el lector. Martín cita a Flaubert: “Cada notario lleva consigo las ruinas de un poeta”. Y acto seguido nos recuerda el sentido último de la lectura como ejercicio de conocimiento personal: “¿Quién no transporta dentro de sí mismo las ruinas de otro hombre? El que se encuentra en secreto con su amante, el que le niega el préstamo a un amigo, el que traiciona a quien le ayudó, el que no es capaz de renunciar a ver el partido por la tele para escuchar a su hijo; todos vamos cargados con los tristes restos de otro derribado por nuestra mano: el marido ejemplar, el amigo fiel, el compañero leal, el padre cariñoso. Todos tuvimos sueños y seguimos viviendo, cargados con los trozos, los añicos, las virutas, los pecios del que se fue a pique, hundido dentro de nosotros, en el fondo del abismo”.

Leer supone habitar libros, heredar experiencias, devorar historias y reconocer al otro que va junto a nosotros. Las opiniones de Martín Belinchón están justificadas porque son parte de sus derechos de lector, pero pueden ser muy discutibles para otros lectores. Dibujada una guerra entre poetas juglares y poetas italianizantes, entre el pueblo y la élite, Petrarca y Garcilaso son tratados con una crueldad maniática. Petrarca no es más que un poeta que oculta dentro de sí las ruinas de un notario y Garcilaso es su interesado heredero. Está fuera de lugar que nos pongamos a discutir con Martín Belinchón sobre el concepto de subjetividad que se formó en el humanismo para compararlo ideológicamente con el sentido de la servidumbre medieval, con la razón ilustrada o con el narcisismo consumista del individuo neoliberal. Podemos hasta consentirle que transforme el vasallaje feudal del Cid en una historia de amor. Cada letraherido tiene sus manías y Martín Belinchón puede utilizar las obsesiones que quiera al dibujar las trincheras entre el pueblo y el poder. Cada lector reescribe la historia de la literatura. Belinchón traza puentes conmovedores para caminar desde Villon y Lope de Vega a César Vallejo.

Más que discutir estos detalles con Martín, prefiero pedirle permiso a Rafael Reig para encasquetarle el calificativo de intelectual. En una sociedad tan mediática como ésta en la que vivimos, conviene a veces dar la cara por algunas palabras desacreditadas. Cuando la zafiedad de la telebasura consigue que la gente opine con los instintos bajos, participando de corrientes de opinión mediáticas y sin ser ni siquiera dueña de sus propias palabras, quizás esté bien ponerse en la piel de la persona que dice lo que piensa después de pensar mucho en lo que va a decir. Ya sé que tiene sus riesgos, porque la palabra intelectual se ha convertido con frecuencia en la manera de definir a los cortesanos que se limitan a repetir con desfachatez en tertulias y periódicos aquello que conviene santificar. Pero, en cualquier caso, todo tiene sus riesgos. El propio Martín Belinchón tiene que aclarar algunas cosas al defender la forma en la que entiende la literatura del pueblo: “La cultura pop, que no es lo mismo que popular, sino lo contrario, dirigida al pueblo y fabricada por los poderosos, se ha vuelto en cambio ligera, refrescante y seductora”. Es cierto, el populismo actual está manipulado por las cadenas de televisión y se ha convertido en una de las formas de control más útiles para el poder. Su tarea principal es borrar la experiencia de la explotación.

Pues si Martín Belinchón tiene que rescatar de la actualidad populista el concepto de lo popular, yo me arriesgo a rescatar de la ceremonia académica la palabra intelectual para calificar a personas como Rafael Reig, autores capaces de escribir para caníbales después de haber leído a Rodrigo Cota, Carlos Marx, Rolland Barthes o Martín González de Cellorigo. Merece la pena dejarse acompañar por una conciencia crítica. Frente al populismo y la pedantería, las disidencias de Señales de humo están llenas de humor, sabiduría, capacidad narrativa e inteligencia. Rafael Reig es un intelectual.

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