Pero a pesar de todo
por Luis Gracía Montero
Eso ocurre al final de la calle. Hacia la mitad está el árbol grande, la casa del difunto y el bar de José. Los vecinos se han acercado a dar el pésame a la viuda de Matías y a sus dos hijas. El barrio conserva un latido de pueblo que aparece en los momentos más inesperados. Se ha reunido un grupo de gente que habla en tono bajo con la tristeza, la solemnidad y los abrigos serios de los velatorios. La muerte hace revivir muchas cosas, inquietudes y obligaciones que destiñen sobre la conversación un rito de saludos, preguntas y respuestas. La memoria recupera detalles olvidados.
Matías cerró el taller hace año y medio. Mala suerte que haya tenido tan poco tiempo para disfrutar de su jubilación. Todavía estaba frotándose las manos y haciendo planes en la barra del bar cuando se cruzó por medio la enfermedad. Que si un viaje con mi mujer, que si ya he trabajado bastante, que si las dos hijas están colocadas, que hoy no hago nada y mañana tampoco, que me apañaré mal que bien con la pensión y los ahorros, que vamos a tomarnos otro vino…, y de pronto llega un dolor y acaba con los viajes, los ahorros y la vida. Buen hombre, Matías. Los vecinos estaban acostumbrados a él –con lo difícil que es acostumbrarse a la gente en las grandes ciudades- y lo apreciaban. Hablan ahora en la puerta de la casa para responder como pueden a la noticia de su muerte.
El hombre que rebusca en el contenedor se siente incómodo. No esperaba que lo fuesen a vigilar tantos ojos y examina con vergüenza las bolsas de basura. En esta calle no sobra casi nada, las cosas no están para derrochar, pero siempre puede aparecer algún bote caducado, ropa vieja, desechos que llegan a permitir la fe en una segunda oportunidad. Hay tanta gente buscando un milagro en la basura que la marea alcanza incluso las orillas de los suburbios. Los mendigos son una inclemencia más, otro ruido en los ojos.
José pone copas de coñac, cafés, cervezas, y aporta sus recuerdos cuando deja la barra y sale a fumar con los vecinos. Hace más de treinta años que conoció a Matías, así que siente su muerte como la de un amigo íntimo. Han cerrado muchas veces el bar, han discutido de fútbol, se han acostumbrado juntos al acento de los rumanos, han participado en las conversaciones propias del crecimiento económico, el bienestar y la crisis, han compartido sentencias sobre Felipe González y José María Aznar, sobre Zapatero y Rajoy. Pobre, Matías, dice, sin tiempo para disfrutar. ¡Con los planes que tenía!, se lamenta con todo el que llega.
En la esquina del bloque de pisos, cerca de la pequeña plaza, está la sucursal de Caja Madrid. A los vecinos no les gusta entrar por la noche para sacar dinero. Asusta ver a los dos mendigos cubiertos de mantas y tirados en el suelo. No es que vayan a robar, pero están ahí, como muertos vivientes que se refugian del frío o como cadáveres penosos que oyen el ruido del cajero y observan los billetes que salen por la ranura. El ruido de los coches, del vertedero, de la muerte, de los contenedores, de los mendigos, pasa por los ojos del estudiante que mira hacia la calle desde su habitación. No puede concentrarse en el libro, pero tampoco quiere echarle la culpa a la muerte de Matías o al desamparo del mundo en este anochecer de diciembre. También tiene sus problemas. Sin beca, no sabe si su padre estará en condiciones de mantenerlo hasta final del curso. Aunque el alquiler de un piso compartido con otros dos estudiantes sea barato en esta zona de Madrid, la realidad no da para más.
Pero en medio de la grisura invernal que se transforma en noche, la luna llena se levanta de pronto por encima de los tejados y de la carretera de circunvalación. Es hermosa, redonda, feliz, como el dibujo de un niño en una cartulina. Más que un ruido, parece una canción. A pesar de todo, intenta convencerse el estudiante, siempre hay algo más al otro lado de la desolación.
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