Sentido de la oportunidad y responsabilidad política
Publicada el 07/08/2020 a las 06:00
Infolibre
El sentido de la oportunidad, obviamente, no es lo mismo que el oportunismo.
Y no hace falta decirlo muy alto: entre las condiciones que ha de
reunir quien se dedica a la gestión de la cosa pública, este sentido de
la oportunidad, que significa entre otras cosas saber medir los tiempos y
saber priorizar los objetivos, es lo que distingue a un estadista,
incluso a un político responsable, de un aficionado y no digamos de un
aventurero. Un reciente y muy agudo artículo de mi compañero en el Senado, el profesor Manuel Cruz, lo ha explicado bien claro.
Todo esto viene a cuento de la tremolina a la que asistimos en prensa, radio y televisión sobre el alcance que debe tener la censura a los actos de los que hemos ido descubriendo indicios más que serios (aunque sospechar, vaya que se sospechaba) en los que venía incurriendo desde hace tiempo Juan Carlos de Borbón. Y, por supuesto, añado de inmediato que, desde el punto de vista jurídico, la presunción de inocencia le debe proteger en todo momento, como a cualquiera, hasta que, llegado el caso y si se sustancian procedimientos judiciales (algo que me parece hoy por hoy poco previsible y añado que lo lamento) recaiga una decisión firme. La inusitada, inaceptable extensión del concepto de inviolabilidad, tal y como la vienen sosteniendo los letrados del Congreso, se erige hoy como una formidable barrera, a mi juicio, contra toda lógica jurídica elemental que la muestra, además, como una interpretación incompatible con la más elemental lógica democrática, como han puesto en evidencia, por ejemplo, dos recientes y magnificos artículos del profesor Carbonell (en el blog Al revés y al derecho, de infoLibre) y del profesor Arbós. Otra cosa es la responsabilidad ética y la política, respecto a las cuales hay sobradas evidencias de que el rasero que maneja el personaje está muy por debajo de lo que cabría no sólo esperar, sino exigirle.
Sin duda, ha de distinguirse la crítica a los actos de una persona, Juan Carlos de Borbón, de la crítica a la institución, la monarquía. Añadiré de inmediato que eso no significa que la institución –la monarquía– sea sagrada y exenta de crítica. En democracia, la libertad de expresión, manda. Nada ni nadie están exentos de crítica. Las Constituciones no son tablas de la ley que debamos aceptar como dogmas inmutables. El consenso de hace cincuenta años, por mucho que aceptemos el brocardo "vox populi, vox Dei", no es la voz de Dios frente a la que sólo quepa decir "amén". Entre otras cosas porque la voz del pueblo puede cambiar y de hecho cambia.
Otra cosa, a su vez, es que sea exigible al político, como recordaba al comienzo de estas líneas, un mínimo de sentido de la oportunidad y del bien común. No parece que, en medio de la situación de crisis más grave que haya vivido Europa y desde luego nuestro país desde hace un siglo, sea lo más oportuno abrir nada menos que un proceso de revisión constitucional como el que afecta al modo de Estado (monarquía o república) que, como deberían recordar sus promotores, de acuerdo con el artículo 168 del título X de la Constitución (la verdad, uno duda de que lo tengan en cuenta o lo hayan leído bien), supondría nada menos que embarcarse en este momento en dos convocatorias electorales con mayorías muy cualificadas de las Cámaras y eso, en su caso, si se consigue la aprobación de la reforma. Y esto no es un razonamiento del tipo “no están maduras… ni lo estarán”. Me parece que emplear ahora todos los esfuerzos que requeriría esa propuesta, se opone a lo que aconseja una elemental prudencia, salvo que seamos partidarios de senderos luminosos y de sus profetas, como parece serlo el president Torra, quien, a mi juicio, y con el debido respeto a quien ostenta la dignidad de la Presidencia de la Generalitat de Catalunya, continuamente se atribuye (quizá por sus convicciones católiconacionales) la condición de intérprete supremo y casi profeta de todo el pueblo de Catalunya y, de paso, de la democracia y aun de la verdad; sin el menor sentido político de la oportunidad y de la responsabilidad, por cierto.
Soy republicano confeso (no de nacimiento: diré que no he tenido esa ventaja genética y en mi caso esa convicción es producto de años de dudas, de estudio y también de observación de la experiencia) y lo seré, creo, hasta mi muerte. He criticado reiterada y públicamente a la monarquía restaurada en la persona de Juan Carlos de Borbón y sobre todo al propio monarca, por el afán de impunidad que progresivamente ha ido mostrando un rey al que contra toda evidencia llamamos emérito (pues, a todas luces, no merece ese calificativo). Por ejemplo, en su momento argumenté públicamente que el procesamiento de Urdangarín era una solución vicaria frente a la que correspondía, pues, a mi juicio, el verdadero responsable del entramado de corrupción que involucraba a la casa real y a su familia –comisionista alemana mediante– parecía el propio Juan Carlos I, que alentaba un entorno de privilegios, comisiones y negocios. Considero que su comportamiento, desde hace muchos años, está manifiestamente al margen del mínimo tolerable. Que está imbuido de la íntima convicción de que su inviolabilidad es patente de corso para una impunidad que le protege contra todos los desmanes que pueda cometer y contra la confusión continua entre lo público y lo privado. Una tentación que es mucho más frecuente en monarquías que en repúblicas, sobre todo cuando se sigue pensando en el monarca en términos de una legitimidad que se confunde con el origen dinástico, y no con la única fuente de legitimidad en democracia, que es la voluntad del soberano: y en democracia el soberano es el pueblo, que expresa su voluntad a través de la Constitución refrendada por él.
Dicho de otro modo: en una monarquía constitucional, el rey no es otra cosa que un alto funcionario al servicio de la salud del pueblo, la de los ciudadanos (y en ello, cierto, no se distingue mucho del presidente de una república no presidencialista como la alemana, salvo en que el cargo es vitalicio y se transmite por nacimiento, que no son pequeñas diferencias). Esto es algo que hace mucho tiempo parece haber olvidado D. Juan Carlos de Borbón, si es que alguna vez lo entendió. El servilismo de cuantos le jalearon, desde la clase política, los medios de comunicación y los centros financieros de poder, al sostener que el rey había "concedido" la democracia al pueblo español (ignorando que esa es en sí una locución envenenada, además de un sofisma), ayudó no poco a crear esa injustificada pretensión.
Pero, insisto, la tarea de los gobernantes y de quienes tienen alguna responsabilidad política (modestamente, me incluyo como senador) es la de medir los tiempos y actuar con prudencia, siempre en aras de la salud del pueblo, de los ciudadanos. Por todo eso, creo que tiene razón quien, como el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y como ha expresado la vicepresidenta Calvo, tiene claro que ese precepto máximo enunciado por Cicerón (salus populi suprema lex esto), esto es, el primer imperativo que debe guiar las decisiones políticas es la salud de los ciudadanos, su salud en el sentido vital, pero también su salvación frente a las amenazas de caer en la miseria, en la pérdida del trabajo, de la vivienda, de la capacidad económica para atender gastos elementales. Y eso, ahora y aquí, exige no aventurarse en este momento en revisar el consenso constitucional sobre la forma de Estado, mediante una reforma constitucional –insisto, legítima– de tal envergadura, que comportaría añadir un considerable período de incertidumbre en el peor contexto posible.
Ya me gustaría que dispusiéramos de una situación de mínima bonanza económica y estabilidad, en nuestro país, en Europa, en el mundo y que las prioridades fueran entre otras, una de las que considero propias de la lógica democrática, esto es, la adecuación de la forma de Estado a lo que piense la mayoría de los ciudadanos que, estoy convencido, a muy corto plazo será la república. Pero desgraciadamente, y más debido a la forma absolutamente imprevista en que nos ha sorprendido la crisis, la situación hoy no es esa. Un gobernante responsable no puede tener ahora otra prioridad. Puede y debe censurar lo que le parezca reprobable, por supuesto. Faltaría más. Pero un gobernante responsable no puede permitirse aquí y ahora dejar de poner el mejor de sus esfuerzos y concentrar los esfuerzos de todos, de todos, en lo que es más que urgente, imprescindible: en conseguir que, mediante una negociación lo más transparente posible entre todos los actores implicados (que somos todos, no sólo los partidos políticos y los representantes de las diferentes administraciones públicas, sino todos los ciudadanos, todos los actores de la sociedad civil), se llegue a alcanzar acuerdos que aseguren que podamos atender con medidas efectivas, adecuadas, proporcionadas, las necesidades de nuestros ciudadanos frente a la crisis sanitaria, económica y social que ya tenemos encima y que en los próximos meses se va a agudizar, desgraciadamente.
Un político responsable, ahora y aquí, no debiera tener otra prioridad que nos distrajera de ésta, aunque sea legítima, aunque responda a su propia ideología y programa. La estatura política se evidenciará, a mi juicio, en la responsabilidad que comporta asegurar esa finalidad, lo que incluye no excitar a la opinión pública a exigir objetivos que distraigan del único objetivo aceptable y legítimo, conforme al mandato en el que insisto machaconamente. Una vez más, republicanos de convicción, repitan conmigo el principio que Cicerón dejó escrito en su tratado sobre la república: salus populi suprema lex esto. No es demasiado difícil dirimir lo que ello exige aquí y ahora.
Todo esto viene a cuento de la tremolina a la que asistimos en prensa, radio y televisión sobre el alcance que debe tener la censura a los actos de los que hemos ido descubriendo indicios más que serios (aunque sospechar, vaya que se sospechaba) en los que venía incurriendo desde hace tiempo Juan Carlos de Borbón. Y, por supuesto, añado de inmediato que, desde el punto de vista jurídico, la presunción de inocencia le debe proteger en todo momento, como a cualquiera, hasta que, llegado el caso y si se sustancian procedimientos judiciales (algo que me parece hoy por hoy poco previsible y añado que lo lamento) recaiga una decisión firme. La inusitada, inaceptable extensión del concepto de inviolabilidad, tal y como la vienen sosteniendo los letrados del Congreso, se erige hoy como una formidable barrera, a mi juicio, contra toda lógica jurídica elemental que la muestra, además, como una interpretación incompatible con la más elemental lógica democrática, como han puesto en evidencia, por ejemplo, dos recientes y magnificos artículos del profesor Carbonell (en el blog Al revés y al derecho, de infoLibre) y del profesor Arbós. Otra cosa es la responsabilidad ética y la política, respecto a las cuales hay sobradas evidencias de que el rasero que maneja el personaje está muy por debajo de lo que cabría no sólo esperar, sino exigirle.
Sin duda, ha de distinguirse la crítica a los actos de una persona, Juan Carlos de Borbón, de la crítica a la institución, la monarquía. Añadiré de inmediato que eso no significa que la institución –la monarquía– sea sagrada y exenta de crítica. En democracia, la libertad de expresión, manda. Nada ni nadie están exentos de crítica. Las Constituciones no son tablas de la ley que debamos aceptar como dogmas inmutables. El consenso de hace cincuenta años, por mucho que aceptemos el brocardo "vox populi, vox Dei", no es la voz de Dios frente a la que sólo quepa decir "amén". Entre otras cosas porque la voz del pueblo puede cambiar y de hecho cambia.
Otra cosa, a su vez, es que sea exigible al político, como recordaba al comienzo de estas líneas, un mínimo de sentido de la oportunidad y del bien común. No parece que, en medio de la situación de crisis más grave que haya vivido Europa y desde luego nuestro país desde hace un siglo, sea lo más oportuno abrir nada menos que un proceso de revisión constitucional como el que afecta al modo de Estado (monarquía o república) que, como deberían recordar sus promotores, de acuerdo con el artículo 168 del título X de la Constitución (la verdad, uno duda de que lo tengan en cuenta o lo hayan leído bien), supondría nada menos que embarcarse en este momento en dos convocatorias electorales con mayorías muy cualificadas de las Cámaras y eso, en su caso, si se consigue la aprobación de la reforma. Y esto no es un razonamiento del tipo “no están maduras… ni lo estarán”. Me parece que emplear ahora todos los esfuerzos que requeriría esa propuesta, se opone a lo que aconseja una elemental prudencia, salvo que seamos partidarios de senderos luminosos y de sus profetas, como parece serlo el president Torra, quien, a mi juicio, y con el debido respeto a quien ostenta la dignidad de la Presidencia de la Generalitat de Catalunya, continuamente se atribuye (quizá por sus convicciones católiconacionales) la condición de intérprete supremo y casi profeta de todo el pueblo de Catalunya y, de paso, de la democracia y aun de la verdad; sin el menor sentido político de la oportunidad y de la responsabilidad, por cierto.
Soy republicano confeso (no de nacimiento: diré que no he tenido esa ventaja genética y en mi caso esa convicción es producto de años de dudas, de estudio y también de observación de la experiencia) y lo seré, creo, hasta mi muerte. He criticado reiterada y públicamente a la monarquía restaurada en la persona de Juan Carlos de Borbón y sobre todo al propio monarca, por el afán de impunidad que progresivamente ha ido mostrando un rey al que contra toda evidencia llamamos emérito (pues, a todas luces, no merece ese calificativo). Por ejemplo, en su momento argumenté públicamente que el procesamiento de Urdangarín era una solución vicaria frente a la que correspondía, pues, a mi juicio, el verdadero responsable del entramado de corrupción que involucraba a la casa real y a su familia –comisionista alemana mediante– parecía el propio Juan Carlos I, que alentaba un entorno de privilegios, comisiones y negocios. Considero que su comportamiento, desde hace muchos años, está manifiestamente al margen del mínimo tolerable. Que está imbuido de la íntima convicción de que su inviolabilidad es patente de corso para una impunidad que le protege contra todos los desmanes que pueda cometer y contra la confusión continua entre lo público y lo privado. Una tentación que es mucho más frecuente en monarquías que en repúblicas, sobre todo cuando se sigue pensando en el monarca en términos de una legitimidad que se confunde con el origen dinástico, y no con la única fuente de legitimidad en democracia, que es la voluntad del soberano: y en democracia el soberano es el pueblo, que expresa su voluntad a través de la Constitución refrendada por él.
Dicho de otro modo: en una monarquía constitucional, el rey no es otra cosa que un alto funcionario al servicio de la salud del pueblo, la de los ciudadanos (y en ello, cierto, no se distingue mucho del presidente de una república no presidencialista como la alemana, salvo en que el cargo es vitalicio y se transmite por nacimiento, que no son pequeñas diferencias). Esto es algo que hace mucho tiempo parece haber olvidado D. Juan Carlos de Borbón, si es que alguna vez lo entendió. El servilismo de cuantos le jalearon, desde la clase política, los medios de comunicación y los centros financieros de poder, al sostener que el rey había "concedido" la democracia al pueblo español (ignorando que esa es en sí una locución envenenada, además de un sofisma), ayudó no poco a crear esa injustificada pretensión.
Pero, insisto, la tarea de los gobernantes y de quienes tienen alguna responsabilidad política (modestamente, me incluyo como senador) es la de medir los tiempos y actuar con prudencia, siempre en aras de la salud del pueblo, de los ciudadanos. Por todo eso, creo que tiene razón quien, como el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y como ha expresado la vicepresidenta Calvo, tiene claro que ese precepto máximo enunciado por Cicerón (salus populi suprema lex esto), esto es, el primer imperativo que debe guiar las decisiones políticas es la salud de los ciudadanos, su salud en el sentido vital, pero también su salvación frente a las amenazas de caer en la miseria, en la pérdida del trabajo, de la vivienda, de la capacidad económica para atender gastos elementales. Y eso, ahora y aquí, exige no aventurarse en este momento en revisar el consenso constitucional sobre la forma de Estado, mediante una reforma constitucional –insisto, legítima– de tal envergadura, que comportaría añadir un considerable período de incertidumbre en el peor contexto posible.
Ya me gustaría que dispusiéramos de una situación de mínima bonanza económica y estabilidad, en nuestro país, en Europa, en el mundo y que las prioridades fueran entre otras, una de las que considero propias de la lógica democrática, esto es, la adecuación de la forma de Estado a lo que piense la mayoría de los ciudadanos que, estoy convencido, a muy corto plazo será la república. Pero desgraciadamente, y más debido a la forma absolutamente imprevista en que nos ha sorprendido la crisis, la situación hoy no es esa. Un gobernante responsable no puede tener ahora otra prioridad. Puede y debe censurar lo que le parezca reprobable, por supuesto. Faltaría más. Pero un gobernante responsable no puede permitirse aquí y ahora dejar de poner el mejor de sus esfuerzos y concentrar los esfuerzos de todos, de todos, en lo que es más que urgente, imprescindible: en conseguir que, mediante una negociación lo más transparente posible entre todos los actores implicados (que somos todos, no sólo los partidos políticos y los representantes de las diferentes administraciones públicas, sino todos los ciudadanos, todos los actores de la sociedad civil), se llegue a alcanzar acuerdos que aseguren que podamos atender con medidas efectivas, adecuadas, proporcionadas, las necesidades de nuestros ciudadanos frente a la crisis sanitaria, económica y social que ya tenemos encima y que en los próximos meses se va a agudizar, desgraciadamente.
Un político responsable, ahora y aquí, no debiera tener otra prioridad que nos distrajera de ésta, aunque sea legítima, aunque responda a su propia ideología y programa. La estatura política se evidenciará, a mi juicio, en la responsabilidad que comporta asegurar esa finalidad, lo que incluye no excitar a la opinión pública a exigir objetivos que distraigan del único objetivo aceptable y legítimo, conforme al mandato en el que insisto machaconamente. Una vez más, republicanos de convicción, repitan conmigo el principio que Cicerón dejó escrito en su tratado sobre la república: salus populi suprema lex esto. No es demasiado difícil dirimir lo que ello exige aquí y ahora.
__________________
Javier de Lucas es catedrático
de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de
Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por
Valencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario