Las causas sociales olvidadas en la pandemia
"Septiembre era un mes de eventos en España en el otoño de
1918. Se recogían las cosechas, el ejército incorporaba nuevos reclutas y
se celebraban bodas y fiestas religiosas..."
El jinete pálido, de Laura Spinney
España fue también uno de los países europeos más afectados por
la grave pandemia de gripe de 1918, con cerca de 8 millones de personas
infectadas y más de 300.000 muertes. Sin embargo, el nombre de gripe
española no se correspondía ni con su origen ni con una mayor incidencia
en el mundo. En aquel momento lo que ocurrió es que éramos neutrales y
dimos la información sobre la pandemia sin la censura de guerra de los
países beligerantes.
Hoy tampoco España ha sido el origen de la COVID-19, aunque de
nuevo nos hayamos convertido en estos días en el país europeo con mayor
incidencia acumulada y que avanza más rápidamente hacia una segunda ola,
sin casi haber abandonado el liderazgo de la primera.
De nuevo, el incremento de la incidencia ha sido el argumento
para la aplicación de restricciones y el señalamiento, en particular a
España, entre los estados miembros, no todas ellas justificadas, hasta
el punto de provocar una nueva llamada de atención por parte de la
Comisión Europea alertando sobre los reflejos nacionalistas. También ha
sido un nuevo motivo para la polarización política.
En la primera ola de la pandemia ya sufrimos una gran afectación
tanto en términos de número de casos como en tasa de mortalidad.
Entonces fue la complacencia con una pandemia lejana y el exceso de
confianza en nuestro sistema sanitario lo que nos cogió a los europeos, y
en general a los occidentales, con el pie cambiado.
En España, a esto se añadía la debilidad crónica de nuestro
sistema de salud pública y su gobernanza, sobre todo como servicio de
inteligencia del sistema sanitario, abandonada en manos de la inercia
reparadora y tecnológica.
Pero, sobre todo, había quedado en un segundo plano nuestro
modelo social y su influencia en la temprana y rápida transmisión del
virus. Entre otros, se trataba de nuestra gran movilidad y concentración
urbana, la población envejecida y las intensas relaciones sociales y
familiares, como se ha encargado de demostrar, entre otros, el estudio
del instituto Carlos III.
Porque frente a la máxima gubernamental de que el virus era
igual para todos porque se trataba de responder unidos, lo cierto es que
el virus diferencia las clases y los barrios, afectando a los más
deprimidos, como tantas otras pandemias en la historia.
Por eso al principio no pudimos contener la llegada del virus y
nos vimos abocados a una estrategia de mitigación y al confinamiento.
Una estrategia cuarentenal.
Sin embargo, tanto el confinamiento como el estado de alarma
provocaron el rechazo y la resistencia de la oposición, en sus distintas
versiones falsamente libertaria e independentista. En el fondo late aún
una estrategia alternativa: la inmunidad de grupo o de rebaño frente a
los tremendos efectos del encierro sobre la economía. Una oposición
entre salud pública y recuperación económica que lejos de atenuarse hoy
se acentúa.
A pesar de que la realidad lo ha venido desmintiendo y de la
consiguiente ambigüedad en explicitarlo y defenderlo públicamente, esta
resistencia economicista ha sido determinante en abreviar los plazos del
confinamiento y en que varias comunidades primero contestasen y luego
se saltasen las fases previstas para la desescalada.
De hecho, el confinamiento se culmina de forma abrupta con una
rápida y nada progresiva desescalada, más parecida a una desbandada, que
incluso en algunos casos se abrevia aún más en aras de la llegada a la
nueva normalidad.
Todo ello supone pasar del negro, casi total, del confinamiento
al blanco de la nueva normalidad sin respetar las etapas intermedias y
también sin medidas de transición sobre las actividades y sectores con
mayor potencialidad de transmisión. Y todavía hay quienes hoy no se
explican ni los duros efectos económicos de nuestro confinamiento ni
sobre todo la influencia del rápido desconfinamiento y la desordenada
desescalada en nuestras altas cifras actuales de incidencia de la
COVID-19, a diferencia de otros países equiparables en cuanto a los
efectos de la primera ola como Italia o Francia.
De hecho, mientras países de nuestro entorno mantienen todavía
hoy el estado de alarma o de calamidad y con ello más limitadas las
actividades de ocio y turísticas más allá del verano, nosotros hemos
pasado ya a la mal llamada nueva normalidad sin limitaciones y
apoyándonos solamente en las medidas de protección y distanciamiento
personal, junto con unos compromisos, que luego se han demostrado
demasiado frágiles, en torno a la necesaria potenciación de la salud
pública y la atención primaria en el seguimiento y aislamiento de
contactos para así romper la cadena de contagios. Todo ello para no
perder el verano en aras de la recuperación de nuestros pilares
económicos del turismo y la hostelería.
No ha pasado siquiera un mes y medio desde entonces y nos
encontramos ante una situación en que el incremento de los brotes ha
dado paso a la transmisión comunitaria y con ello a que de nuevo
encabecemos la incidencia acumulada en Europa. Es verdad que la
situación no es de la misma gravedad, al afectar por ahora a grupos de
edad menos vulnerables, pero ya es significativa su influencia en el
volumen de los ingresos hospitalarios y, aunque en menor medida, en las
UCI y en los últimos datos de mortalidad.
Lo cierto es que no esperábamos algo así ni tan pronto. Quizá
nos habíamos engañado con la nueva normalidad y consideramos el verano
como un periodo de tregua. Por eso hemos pasado del miedo a la ansiedad
durante el confinamiento y ahora de la inicial sensación de alivio,
incluso de euforia con la desescalada, a la decepción, la incertidumbre y
la alerta ante un riesgo difuso pero muy real. El enemigo está entre
nosotros y no se ha tomado vacaciones.
Y sin darnos tregua, llega el otoño y con él la vuelta al
trabajo y el inicio del curso escolar que antes formaban parte de
nuestra rutina, y hoy, sin embargo, suponen un reto difícil y lleno de
riesgos, al estar íntimamente unidos a la transmisión y la evolución de
la pandemia. Por eso lo prioritario es, en primer lugar, contener y
reducir la actual incidencia de la pandemia, sobre todo en los
territorios con mayor número de brotes y en particular con transmisión
comunitaria, para con ello hacer posible el inicio del curso de manera
presencial y con garantías.
Es por eso que la vida cotidiana se vuelve a tensionar aún más
en el ámbito de la política, pero no solo, también entre los
profesionales de la sanidad y la salud pública y asimismo en el seno de
la propia comunidad escolar.
En la política: entre las comunidades autónomas y el Gobierno
central en una dialéctica entre continuar con una oposición de desgaste o
buscar la colaboración, como ocurre en el reciente acuerdo sobre el
cierre del ocio nocturno y la prohibición de fumar si no se garantiza la
distancia de seguridad. También entre los profesionales, expertos,
funcionarios y responsables de salud pública surgen iniciativas que van
desde las llamadas de atención a los jóvenes a la necesaria evaluación
de lo ya hecho, hasta la propuesta de nuevas medidas complementarias
para contener la pandemia. Así como entre las comunidades, los
sindicatos de enseñanza y las familias, sobre cómo garantizar un nuevo
curso que sea al tiempo presencial y seguro.
Sin embargo, son solo incompatibilidades aparentes que aún
podríamos resolver en base a la cooperación, como supimos en su momento
asumir la prioridad de protegernos del virus con el confinamiento y
tratar la enfermedad, al menos durante una primera parte del estado de
alarma.
Se trata ahora de convivir con el virus en la nueva normalidad
mediante la detección de casos y el seguimiento y aislamiento de
contactos, pero también de asumir la necesidad de reducción de
actividades, lugares y horarios de ocio e incluso de contar con posibles
pasos atrás a las etapas de desescalada y de confinamientos locales,
sin descartar el recurso último del denostado estado de alarma.
También, como ha planteado recientemente un grupo de
profesionales preocupados, de ir también proactivamente a buscar el
virus allá donde se encuentra, analizando los desagües, haciendo test
masivos en zonas de alto contagio, eso sí, dentro de una estrategia
epidemiológica, y de complementar el seguimiento de casos con
aplicaciones informáticas hasta ahora relativamente eficaces.
Abordando también los, hasta ahora casi ocultos, determinantes
sociales para paliar las condiciones desfavorables que aumentan la
transmisión e incrementan la vulnerabilidad en las viviendas y los
barrios sin unas mínimas condiciones, la precariedad laboral en el seno
de las empresas y en particular en determinados sectores, el
hacinamiento en los medios públicos de transporte... y por supuesto las
residencias de ancianos y los centros relacionados con la diversidad
funcional.
Porque esta pandemia del siglo XXI ha puesto en evidencia, más
allá de la debilidad de nuestra salud pública, las contradicciones
sociales, políticas y culturales que laten en el fondo de nuestras
sociedades desarrolladas, también en España. La reacción han sido los
agravios, las acusaciones mutuas o los manidos prejuicios sobre la
improvisación española o la incompetencia política.
Bien estaría que esta vez las identificásemos con un mínimo de sinceridad y que hiciésemos lo posible por resolverlas juntos.
Bien estaría que esta vez las identificásemos con un mínimo de sinceridad y que hiciésemos lo posible por resolverlas juntos.
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