El gran fracaso de la operación monárquica franquista
Cura geográfica
La cura geográfica que está intentando llevar adelante la monarquía y los partidos que la apoyan, está destinada al fracaso. El abandono del territorio español por parte de Juan Carlos I es la asunción de una culpabilidad no dicha expresamente, pero reconocida de facto. Sobre todo, cuando él mismo señala cómo va a ser recordado por las siguientes generaciones. Se va porque lo han descubierto con las manos en la masa y trata de salvar a la monarquía -no para bien de España sino de su propia familia, familia que conoce ya varios exilios- puesto que ya no cabe pedir perdón otra vez, tal como lo hizo en el pasado.
Su huida de España, sin una sola palabra dirigida a los ciudadanos, muestra a las claras que se pretende hacer de todo esto sólo un problema de familia, entre un padre y un hijo, y no un problema de la institución monárquica, que es lo que verdaderamente es.
Es bastante más complejo hoy que los españoles acepten un nuevo fraude y que sean silenciados en aras de mantener la dichosa “institucionalidad” y evitar la puesta en peligro de la democracia.
La legitimidad del rey Juan Carlos
Se debate estos días sobre las distintas legitimidades del reinado de Juan Carlos: de origen, de ejercicio y de resultados. Tomemos la legitimidad de origen.
España salía de una dictadura que había durado 40 años, el dictador había muerto en la cama y había dispuesto -para acabar con la posibilidad de que se abriera el debate sobre una tercera República- que su sucesor fuera un rey Borbón. El elegido por Franco, en detrimento de su padre Don Juan, Conde Barcelona, fue Juan Carlos, quien siempre le sería fiel y el que nunca condenó a la dictadura en 40 años de reinado. Basta recordar sus palabras de 1969: «Para mí (Franco) es un ejemplo vivo, día a día, por su desempeño patriótico al servicio de España, y además le tengo mucho afecto y admiración».
Los españoles fueron así empujados a aceptar la restauración borbónica sin posibilidades de oponerse: el planteo no admitía variaciones. Eran lentejas y había mucho hambre de libertad y de democracia, aunque esta fuera por la vía de una monarquía parlamentaria. Ya se encargaron bien los responsables de este acuerdo de difundir la idea de que era el único camino posible para acabar con la dictadura, dictadura que no había sido derrotada, sino que iniciaba su propio aggiornamento democrático europeo. España aceptó este plan como el mal menor y como una salida de compromiso para hacer conciliar lo que se dio en llamar “las dos Españas”.
Todo esto muestra que la monarquía basa su legitimidad de origen en el deseo de un dictador y no en la voluntad democráticamente expresada por el pueblo español. Nunca hubo un referéndum específico sobre República o Monarquía. Claro que hablar de democracia y monarquía es de los oxímoron más llamativos que hay en el mundo.
De este modo, la ilegitimidad franquista de la actual monarquía es uno de los grandes problemas que persisten después de más de 40 años de democracia y del cual no se quiere saber nada. Es algo que todo el mundo sabe, aunque se insista en no darle valor y en olvidar. Es un hecho que se reprime de la consciencia y que se vela para seguir adelante. Hoy podemos comprobar cómo esta ilegitimidad reprimida retorna y se manifiesta bajo el modo de un rey corrupto, que intenta apartarse de los focos sin renunciar a los honores de ser considerado su majestad en tanto rey emérito. La monarquía, como parte del proyecto franquista, es uno de los síntomas de España.
Podemos entender entonces el gran esfuerzo que han hecho durante todos estos años los partidos políticos, los media, las corporaciones, los grandes empresarios, la Iglesia, todo el amplio espectro del poder, para hacer ganar a la monarquía una legitimidad de ejercicio que terminara de enterrar la ilegitimidad de origen. Sin embargo, el emérito se ha encargado de destruir este plan, saliendo finalmente a la luz todas las complicidades con dicha ilegitimidad.
La renuncia del hijo
Diversas voces defienden al emérito afirmando que aún no está procesado ni condenado y que, por lo tanto, debe aplicársele la presunción de inocencia. Sin embargo, es el hijo -rey por derecho sucesorio-quien ya condenó al padre al quitarle la asignación dineraria anual hace unos meses y al obligarlo actualmente a abandonar España. Es más, al renunciar a su herencia dio la puntilla final a cualquier crédito que el emérito pudiera tener. Sabido es que el artículo 991 del Código Civil dice que no se puede renunciar a una herencia hasta la muerte del que lega, por lo cual, hasta la muerte del padre no sabremos realmente lo que el rey Felipe va a hacer, aunque la potencia del gesto simbólico de la renuncia está ahí.
Sin embargo, el repudio del padre produce - en una institución ligada exclusivamente a la herencia - el efecto contrario al esperado: en vez de legitimarla la deslegitima aún más. ¿Cómo se puede en una monarquía, donde el ser deviene por herencia, renunciar sólo a la parte dineraria sin cuestionar, en el mismo acto, a la corona que se ha recibido por herencia también? ¿La Corona como institución, como dice el presidente del gobierno, está más allá de las personas cuando es una institución profunda y exclusivamente atada a una familia, es decir, a unas únicas personas? No parece lógico. Corona y herencia están intrínsecamente unidas, la legitimidad le viene de la herencia y de nada más. Por lo tanto, al renunciar a la herencia del padre ha renunciado, aunque no lo sepa, también a su Corona y allí reside sin duda la debilidad en la que encuentra.
Vemos como la historia se repite irremediablemente. El nuevo rey recibe la corona de un rey ilegítimo en origen y corrupto de ejercicio al cual el hijo termina repudiando. ¿Entonces, cuál puede ser la legitimidad del nuevo rey si su autoridad se basaría más en “su auctoritas, en la dignidad y prestigio de la Corona, que en un auténtico poder político -una potestas casi inexistente- otorgado por la Constitución”? Ante esto, inmediatamente, el coro monárquico sale en defensa de la corona a la que sabe en peligro. La misma operación que se hizo para sostener el lugar regio del padre, cada vez que su accionar lo hizo necesario.
La excepcionalidad ante la ley
El rey, su persona, es inviolable e irresponsable tal como lo dice el artículo 56 de la Constitución. Esto lo sitúa en una posición de excepción ante la ley. Nos encontramos con que la misma vale para todos los ciudadanos (“todos iguales ante la ley”) menos para uno, que queda eximido de responder por sus actos, civil y penalmente, pues es “inviolable” y, a su vez, eximido de responder por las decisiones políticas que pudiera tomar pues es “irresponsable” dado que estas necesitan del refrendo del gobierno (el Rey no actúa solo). El rey podría matar a alguien, violar, robar o corromperse y no sería juzgado ni condenado en tanto los actos fueran cometidos durante su reinado.
Esta posición de excepción está sostenida en la idea de que el rey es el garante de la unidad de España y que es el que va a mediar entre las partes en conflicto pues se supone que no puede actuar mal y que no tiene intereses políticos. Es el que garantizaría que los ciudadanos permanezcan unidos y en paz. Todo esto lo inviste de una función paterna que lo coloca por fuera del grupo de los hombres.
La Corona como institución del Estado queda por ley (la Constitución) fuera de la ley y, por ende, queda fuera de la misma todo aquel que ocupe el lugar del soberano. Así, la Corona está y no está dentro de la ley. El rey le da consistencia al conjunto de los ciudadanos, pero situándose por fuera del mismo. La excepcionalidad del soberano, entonces, va íntimamente unida a la función. Se aprecia la paradoja que implica estar gracias a la ley por fuera de la misma.
Por ello, si se quita la excepcionalidad y el rey puede ser juzgado o declarado responsable pasa a ser un ciudadano más, con lo cual perdería sentido la existencia de una monarquía ya que dejaría de cumplir la función de argamasa que se le demanda. A esto nos conduciría retirar dicha excepcionalidad, tal como se pretende luego de la huida del emérito y con el fin de evitar futuros problemas con los sucesivos monarcas. Modificar esta situación por ser incongruente con la idea de democracia, hacer desaparecer la excepcionalidad permanente de la Corona e incluirla dentro del todos iguales ante la ley es terminar con la monarquía y su función simbólica. Por ello, la batalla que se avecina no va a ser menor.
La caída de su función
Si el rey en tanto jefe del Estado es el "símbolo de su unidad y permanencia" no teniendo un poder real - "El rey reina, pero no gobierna" -, Juan Carlos I con su falta de probidad ha defeccionado de ese lugar simbólico y, por lo tanto, ha hecho que la monarquía sea definitivamente puesta en cuestión. Si en vez de usar la excepcionalidad para mediar entre los españoles la usa en beneficio propio como cualquier otro ciudadano, su función desaparece y con ella la institución. Su actos, que no podrán ser juzgados, pero que han sido valorados por la ciudadanía, han abierto la puerta a que se pueda hablar de este síntoma que, entre otros, es en España la monarquía.
Esta "humanización" del emérito, que hace que prevalezca el goce propio sobre la función simbólica encomendada, es coherente con la época en la que vivimos. En esta la potencia de los lugares simbólicos tiende a la impotencia y lo que prima es la lógica del consumo y la acumulación, más allá de cualquier solidaridad. En definitiva, España ha tenido un rey que se corresponde con la época, donde el objetivo está puesto en un goce particular sin freno.
Podemos preguntarnos cuánto de esta excepcionalidad permanente ante la ley llevó al emérito a creerse absolutamente impune. Ser declarado por la Constitución irresponsable de sus actos e inviolable por la justicia -lo mismo que hacen los jueces con los locos- es el mejor modo de anular a un sujeto, de derecho y de hecho, y transformarlo, en este caso, en un icono viviente, mucho más muerto que vivo. Quizá de ahí la vida que ha llevado y que concluye como concluye: huyendo de sí mismo.
¿Sabrá España profundizar su democracia?
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