La economía mundial está viviendo una situación nunca antes vista. Un "desastre insólito", en palabras del Fondo Monetario Internacional. El confinamiento hizo estragos mayores de los previstos y la caída de la actividad en el segundo trimestre marca hitos históricos: 32,9% en Estados Unidos y quizá más en algún otro país, como sabremos a medida que se vayan publicando los datos.
La recuperación tras la desescalada no se está produciendo tan vigorosamente como se creía. El distanciamiento social que todavía debe mantenerse y la necesidad de tomar rigurosas medidas de prevención e higiene lastran la productividad e incluso hacen imposible que muchos negocios puedan volver a obtener ingresos suficientes. Los mercados de bienes se desquician y las subidas de precios finales se mezclan con las caídas de otros en origen, dejando, al mismo tiempo, regueros de pérdidas en unos sitios y beneficios monopolistas en otros. Sólo las bolsas y los mercados financieros, completamente ajenos a la realidad económica, mantienen alzas constantes que enriquecen sin parar a los grandes propietarios y fondos de inversión, gracias a que los bancos centrales alimentan la especulación y el incremento innecesario de la deuda, además de dedicar cientos de miles de millones a realizar compras que garanticen artificialmente el alza constante de las cotizaciones.
El Fondo Monetario Internacional, en la onda de la mayoría de los análisis que se han venido realizando, pronosticaba en su informe de abril pasado que las economías se recuperarían fuertemente en 2021 "suponiendo que la pandemia se disipa en el segundo semestre de 2020 y que las medidas de política adoptadas en todo el mundo sirven para evitar quiebras generalizadas de empresas, cuantiosas pérdidas de empleo y tensiones financieras sistémicas". No parece que se estén dando las condiciones para que eso sea lo que vaya a ocurrir.
Es más, todo parece indicar que el segundo brote de la pandemia se adelanta. No sé cuál pueda ser su efecto sanitario pero el económico me parece bastante claro. Todos los pronósticos que se han venido realizando señalaban una caída extraordinaria de la actividad (añadida a la ya producida) si se registraba una segunda ola en el otoño o invierno próximos; y si viene antes, las consecuencias serán mucho peores.
La carencia de las respuestas internacionales coordinadas que requiere un problema de naturaleza global es la primera razón que lleva a contemplar con pesimismo el futuro inmediato. La búsqueda desesperada de vacunas sin poner en marcha un proceso de colaboración mundial que permitiera acelerar la obtención de resultados, evitar el despilfarro de recursos y garantizar la cobertura más amplia posible de la población mundial es una muestra flagrante del fracaso de nuestra civilización. Ni ante una amenaza tan grande como la que parece que tenemos sobre el planeta somos capaces de trabajar en común y buscar soluciones compartidas.
Por otro lado, aunque algunas economías están haciendo un esfuerzo fiscal inmenso para atajar los efectos de la pandemia, la realidad es que la inmensa mayoría de los países del mundo se encontraban en situación bastante comprometida con anterioridad (sobre todo, por la carga de la deuda) y eso les está impidiendo dedicar el dinero suficiente para evitar el daño sanitario y la crisis económica galopante que ha producido la Covid-19. Los gobiernos dedican recursos extraordinarios para garantizar los ingresos de las empresas y los hogares en todo el mundo, pero excepcionalidad no equivale a suficiencia.
Solo entre los países más avanzados del mundo que forman el G20 hay una diferencia de 30 a 1 en el porcentaje del PIB que han dedicado a los estímulos fiscales contra la Covid-19: del 21,1% de Japón al 0,7% de México en junio. Alemania ha dedicado el 38% de su PIB a conceder garantías de préstamos a sus empresas, frente una media del 4% en el G20, y sólo el 10% de los países ha podido realizar inyecciones de capital como ayudas a sus empresas. Si estas diferencias se dan entre los países más grandes, imagínense las que se están dando con otros más pobres y en peor situación y las carencias que se deben estar produciendo en estos últimos.
En relación con la deuda que ata las manos a la inmensa mayoría de los países a la hora de afrontar las consecuencias sanitarias y económicas de la pandemia se han tomado medidas positivas para conceder ayudas y moratorias en el pago de alguna parte de la deuda en algunos países, pero en muy pocos y también en cantidades completamente insuficientes. La única forma que tienen los gobiernos (desde los más ricos a los más pobres) de hacer frente a este desastre es endeudándose y si no se toman medidas globales de reestructuración, quitas y refinanciación inmediatas será imposible evitar una depresión global en los próximos meses y una crisis bancaria y financiera a corto plazo.
La apuesta por la que han optado las grandes economías es la de tratar de salvarse a ellas mismas a toda costa, a las bolsas y a un sistema financiero cada día más insolvente y podrido. Una completa estupidez cuando este planeta y la economía mundial es un sistema complejo, entrelazado y cuyas partes dependen inevitablemente las unas de las otras.
Es imprescindible, pues, que se alcen las voces en todo el mundo para reclamar coordinación, colaboración, solidaridad y medidas globales para un problema global que no deje en la cuneta a docenas de países y a cientos de millones de personas y que establezca como prioridad la salvación de los seres humanos y de las empresas que crean los bienes y servicios que realmente se necesitan para garantizar el sustento de la población mundial.
En España también tenemos razones para estar preocupados con la posibilidad de que se de un segundo brote y, más todavía, si se adelanta. De hecho, estamos sufriendo ya una segunda oleada de consecuencias adversas sin que ni siquiera se haya reconocido que estemos en otra oleada de la pandemia que obligue, de nuevo, al cierre de actividades.
Como muchos habíamos previsto, la desescalada no significó la vuelta a la normalidad de todas las empresas. Un gran porcentaje de ellas no pudo abrir y otras lo han hecho con un ingreso claramente insuficiente e incluso con la amenaza de no poder aguantar por mucho tiempo el bajo ritmo de la actividad. Desconozco los datos concretos de nuestro país, si es que se han obtenido, pero las estimaciones de otros más o menos similares o para grupos bastante amplios, indican que la mortalidad empresarial va a ser muy grande: en diversos estudios se señala que las dos terceras partes de las pequeñas y medianas empresas (las más vulnerables) no tienen liquidez para aguantar más de dos meses sin ingresos, que en término medio estiman reducir su empleo en un 40%, o que entre el 25% y el 36% habrían cerrado definitivamente sólo en los primeros cuatro meses de la pandemia. En España la situación será peor porque somos la tercera economía de la OCDE con mayor peso de las pequeñas empresas justo en los sectores más afectados por la crisis de la Covid-19 (los datos aquí).
La amenaza de rebrote se produce en un mal momento para España porque impacta de lleno en plena temporada turística. Se pueden tener todos los debates que se quiera sobre las luces y sombras del papel de turismo en nuestra economía y sobre su mejor futuro, pero lo cierto es que la caída de ingresos que se avecina va a suponer una catástrofe no sólo para las empresas y el empleo del sector sino para el conjunto de la economía española.
Es un mal momento y además este posible rebrote nos llega cuando estamos en peores condiciones que en febrero, porque la primera ola de la pandemia nos ha provocado, además de la crisis económica, otra reputacional importante y que condiciona en buena medida el impacto final de las políticas económicas y nuestra capacidad de obtener recursos.
Nuestros sistemas estadísticos están dejando mucho que desear, estamos apareciendo como un país poco serio y que carece de la información inmediata y rigurosa que es imprescindible para gobernar con éxito este tipo de situaciones. Algo que en modo alguno puede achacarse por completo a un gobierno que lleva tan poco tiempo como el actual.
A la mala reputación de nuestra gobernanza y al marasmo estadístico en concreto contribuye, quizá en la mayor medida, la caótica gestión de la crisis que están haciendo los gobiernos autonómicos, aunque toda la responsabilidad quizá no sea exclusivamente suya. En Alemania, un Estado federal en principio más descentralizado que el nuestro, también ha habido tensiones entre el gobierno central y los Lander, pero se ha mantenido la coordinación y Angela Merkel ha impuesto el contacto, la coordinación y el orden de marcha permanentemente. En nuestro caso, no creo que se pueda separar el progresivo empeoramiento de la situación del final del "mando único" y del recobrado protagonismo de las diferentes autonomías. Valga como solo ejemplo que, en medio de una pandemia que están causando tantos muertos y tanta ruina sin entender de fronteras, los presidentes de Cataluña y País Vasco hayan anunciado que no acudirán a la reunión convocada por el presidente del Gobierno en agosto: una felonía que indica el desgobierno en medio del que nos encontramos, aunque no sea achacable sólo a esos presidentes autonómicos, pues el presidente Pedro Sánchez debería haber hecho habitual y no esporádico ese tipo de reuniones durante la pandemia.
No menos daño hace a nuestra reputación el clima de permanente y agresivo conflicto político, tan diferente de los consensos básicos o más o menos amplios que se dan en los países que mejor están respondiendo a la crisis. Están dando lugar a que tengamos que terminar saliendo de nuevo a las calles para decirle a una clase política incapaz de llegar a acuerdos que así no representa a la gente corriente y que, en consecuencia, renuncien a sus cargos y se vayan todos a la calle.
Finalmente, si finalmente se produce un segundo rebrote llegaría a nuestro país en muy malas condiciones porque lo cierto es que los paquetes de ayudas que se han dado a las empresas y a los hogares han sido insuficientes. Según los últimos datos que publican el Fondo Monetario Internacional y otros organismos internacionales (aquí y aquí), representan un 13,7% de nuestro PIB (3,7% de estímulo fiscal + 0,8% de aplazamientos diversos + 9,2% de garantías y otras ayudas), frente al 48,7% en Italia (3,4% + 13,2% + 32,1%); 47,8% del PIB en Alemania (13,3% + 7,3% + 27,2%); 27,3% en Francia (4,4% + 8,7% + 14,2%); o 19,1% de Portugal (2,5% + 11,1% + 5,5%).
Dado el impacto que sabemos que está teniendo la Covid-19 en nuestra economía es evidente que necesitamos más recursos a corto plazo, es decir, más garantías para que las empresas puedan aguantar si tienen asegurada su actividad cuando acabe la pandemia, para reinventarse si sus condiciones han cambiado, o para que puedan consolidarse nuevos proyectos de inversión en las condiciones adversas en las que estamos. También para que el propio Estado pueda servir de motor de la innovación y del cambio liderando la I+D+i y proporcionando o financiando el capital social que el privado y la sociedad en su conjunto necesitan para salir adelante; para que pueda mantener los servicios públicos esenciales y para evitar el drama de miles de familias que siguen sin percibir ningún tipo de ingreso desde hace semanas.
Un estudio reciente de la consultora McKinsey señalaba que las economías que mejor están haciendo frente a esta crisis, más que las liberales, son las que disponían de políticas social más potentes, de mercados laborales más regulados y de instituciones más fuertes y ágiles (aquí). Nosotros llevamos demasiado tiempo circulando en dirección contraria y eso ahora nos ata las manos. Si no aprovechamos esta crisis para dar un salto hacia adelante y para cambiar de rumbo, colocándonos en la vía por donde avanzan los países que hacen mejor las cosas, lo vamos a pagar muy caro.
Lamentablemente, no parece que hayamos aprendido la lección de las luces y sombras que tuvo el primer impacto de la Covid-19 en nuestra economía y tenemos, al menos, cuatro tareas pendientes.
La primera, lograr el imprescindible acuerdo nacional para poder tomar las medidas de choque necesarias. La segunda, mejorar de la transparencia, la información y la comunicación porque sin ellas no hay liderazgo posible en las condiciones tan adversas en las que nos encontramos. La tercera, conseguir como sea la imprescindible coordinación entre autoridades e instituciones. Y, finalmente, tomar medidas -por muy arriesgadas que sean- para disponer de los recursos adicionales que son imprescindibles para salir sin demasiados rotos de esta crisis.
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