Por encima de nuestras posibilidades
por Luis García Montero
Con frecuencia se nos dice que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Yo estoy de acuerdo, pero siempre que le demos una vuelta a la frase y la coloquemos en su justo lugar: la salud democrática. Si nos referimos a las inversiones públicas y al gasto familiar de la mayoría de los españoles, resulta inadmisible el estribillo del abuso. La comparación con los países europeos de parecida capacidad económica demuestra que estamos por debajo de la media en el gasto público y en los salarios. Quien nos acusa de derrochadores habla en falso para culpar de la crisis a sus víctimas.
Pero si hablamos de la salud democrática es verdadera nuestra temeridad. Las democracias no son eternas, ni viven como estatuas petrificadas. Su tejido se somete también a la mortalidad y a las fragilidades históricas. Por eso hacen falta chequeos, revisiones permanentes y estrategias de control. También hace falta una templanza de hábitos. La democracia española, teniendo en cuenta su poca consolidación y su falta de arraigo, fuma y bebe por encima de sus posibilidades, abandonada a los excesos corruptos de su precariedad institucional. Vive en riesgos de infarto.
Desde el punto de vista económico, el único derroche del Estado español ha sido su falta de seriedad en los impuestos. Las grandes fortunas y las empresas más potentes son tratadas en el reino con guante blanco. Las arcas públicas dejan de cobrar millones de euros, como si fuésemos un país que pudiera permitirse el lujo de renunciar a una contabilidad más cuidadosa en sus ingresos. La ingeniería fiscal y la sumisión a las élites marcan nuestra realidad. Los españoles de clase media y baja damos unas propinas millonarias a los magnates de las finanzas cada vez que servimos el café familiar de los impuestos. Cosas de España, los camareros son los que dan aquí propina a los clientes más comilones.
La prepotencia de los poderes financieros tiene también efectos políticos muy imprudentes. Los partidos mayoritarios, aunque con distinta devoción, han trabajado para los bancos y las empresas del IBEX 35. La democracia española vive por encima de sus posibilidades cuando se pone en manos de los grandes constructores o de las entidades financieras. Es difícil pedir a los gobiernos unas medidas pensadas en beneficio de sus ciudadanos cuando los partidos en el Gobierno dependen del dinero negro de las comisiones o del dinero avaricioso de los bancos.
Y la ingeniería fiscal se siente bien acompañada por una ingeniería electoral que fue concebida en los años finales de la dictadura para evitar que se les escapase el parlamento de las manos a los herederos sociales del franquismo. La generación de mayorías falsas –el control absoluto del Parlamento con sólo el 30% por ciento del censo electoral- ha generado mucha distancia entre la España oficial y la España real. Y cuando no hubo mayorías absolutas, los partidos en el Gobierno se vieron en la necesidad de pactar con nacionalistas vascos y catalanes de carácter muy conservador. Las negociaciones, además, no se basaron nunca en una visión de Estado, sino en un regateo ridículo de ahora te doy un aeropuerto o ahora me quitas una regalía. Someter los sentimientos de todo el país a una situación de ofensa perpetua, me das o me quitas, supone vivir por encima de las posibilidades de cualquier democracia.
Como también resulta una temeridad dejar que la justicia se organice jerárquicamente en grupos corporativos dependientes de los dos partidos mayoritarios bajo en eufemismo de conservadores y progresistas. Los ciudadanos han dejado de creer en la justicia. Bueno, han dejado de creer en casi todo, ayudados por los espectáculos de la Casa Real, metáfora primera y última de la opacidad en la que estamos instalados. Un vergonzoso pacto de silencio en la prensa procuró justificar la monarquía. ¡Un ejemplo de pureza! ¡La Sagrada Familia en versión contemporánea! Los periódicos y las cadenas más serias se han comportado durante años como revistas del corazón al servicio de los señores de la casa. Pero bastó arañar un poco en la realidad para que aflorase todo un espectáculo de adulterios, estafas, comisiones ilegales y estrategias de camuflaje.
No hay democracia que resista mucho tiempo esta falta de orgullo cívico, esta mentira oficializada. La austeridad que necesitamos no es económica, sino política. Hay que recortar los excesos en la corrupción y en la falta de transparencia. Necesitamos romper las murallas y manipulaciones legales que impiden la participación y el control de los ciudadanos. El giro hacia la virtud republicana es hoy indispensable.
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