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José Antonio Pérez Tapias
Por desgracia, la práctica del terror forma parte de las realidades humanas, ciertamente por su lado más negativo. Es por ser humanos precisamente por lo que en nuestra especie, y a estas alturas de la historia, podemos dar lugar a una tal deshumanización como la que se muestra en las criminales acciones del terrorismo, con el extremo grado de inhumanidad que pueden alcanzar. Qué más quisiéramos que esos comportamientos que calificamos de bestiales fueran ajenos por completo a lo que la condición humana puede dar de sí. Mas hay que reconocer que eso también constituye ese tipo de hechos a los que debemos enfrentarnos, y tratar de conocer bien en sus causas, si queremos erradicarlos, por los medios que legítimamente tenemos a nuestro alcance en los Estados de derecho, de la vida de una humanidad que ha de transitar por caminos de humanización y no por esos derroteros de la más abyecta deshumanización.También en Europa, desafortunadamente, tenemos que hacer frente a esa dura realidad de un terrorismo que no sólo atenta contra la vida de las personas y quiebra la convivencia democrática de nuestras sociedades, sino que se nos presenta con una fuerza desestabilizadora que impacta en el mismo orden simbólico desde el que pensamos lo humano al situarnos en nuestro mundo. Habrá que reconocer que al racionalismo cultural de nuestra cultura occidental le resulta difícil penetrar en el porqué de un terrorismo que emerge desde la cultura islámica siendo tan brutal que hasta deja atrás otras formas de terrorismo que en el pasado hubo que combatir. Ahora, éste que tan despiadadamente ataca, además de internacionalizado en nuestro mundo global, se presenta con tal capacidad de golpear mortalmente que lleva a que ,por parte de muchos, se hable de una nueva modalidad de la guerra.
Después de la secuencia de atentados masivos que venimos padeciendo en muy diversos lugares –y pensemos que no sólo en ciudades europeas como Madrid, Londres, París, Bruselas…, sino aún más en otros lugares de Turquía, Irak, Siria, Afganistán o Pakistán, dibujando un trágico mapa de ciudades ensangrentadas por las miles de vidas humanas sacrificadas en el altar de la barbarie terrorista- nos encontramos además con los interrogantes que nos suscitan los recientes atentados en Alemania y en Francia. En ambos casos se trata de ataques llevados a cabo por individuos aislados, de los que se dice que sólo en tiempos inmediatos se vieron inmersos en acelerados procesos de radicalización islamista como para acabar identificándose con el fundamentalismo que les empujó al crimen. Como sabemos, en Alemania, un joven de origen afgano, apenas salido de la adolescencia, agredió brutalmente con un hacha a los pasajeros del tren en el que él mismo viajaba. Tras ser abatido a tiros, la policía germana encuentra en su domicilio algunos indicios de su vínculo con el conocido como Estado islámico. Desde éste –el ISIS o DAESH- se reivindica el ataque como propio, destacando el vínculo del joven con tal organización criminal. Todo ello ocurre cuando aún no había acabado el luto por las decenas de víctimas del terrible atentado que días antes tuvo lugar en Niza, coincidiendo con el final de los festejos del día nacional en Francia, cuando miles de personas disfrutaban de los fuegos artificiales en un apacible paseo marítimo sobre el que flotaba en el aire el indeclinable lema de “libertad, igualdad, fraternidad”. También desde la espectral estructura del DAESH, que apunta a su mortífera cuenta todo lo que le conviene, se reclamó el múltiple asesinato como acción terrorista llevada a cabo por uno de los suyos, por más que el autor del ataque llevado a cabo con un camión convertido en segadora de vidas humanas –siguiendo los manuales de instrucciones de la organización terrorista- fuera un individuo que para nada había destacado como ferviente musulmán ni tampoco como aguerrido seguidor previamente comprometido con la yihad al modo como el Estado islámico la entiende.
Ante hechos de tanta gravedad, mas por eso mismo muy inquietantes por sus novedosas características, es de la máxima importancia contribuir entre todos a profundizar en por qué y cómo ocurren. Es verdad que es imprescindible tener siempre presente el telón de fondo sobre el que se inscriben unas pautas de violencia extrema que para ser explicada exige no pasar por alto todo lo que son causas históricas y factores estructurales que pesan sobre el origen y los modos de actuar del DAESH, como antes sobre Al Qaeda u otras organizaciones del llamado terrorismo islámico –denominación desacertada por cuanto induce en el imaginario colectivo la injusta e inadecuada asimilación de terror e islam-. A nadie se le escapa que el terrorismo del DAESH cuenta con un componente reactivo no ajeno, sino todo lo contrario, a hechos recientes como la guerra de Irak o el sangriento conflicto sirio, así como con un trasfondo en el que se dibuja con los peores rasgos la confrontación entre Occidente y el mundo islámico.
El resentimiento acumulado desde pasadas historias coloniales no deja de avivar el fuego del odio, lo cual no justifica nada, pero es indudable factor explicativo que no debe desecharse. Lo nuevo, ahora, es cómo ese odio es el que encuentra también caldo de cultivo en la marginalidad o en la discriminación que sufren –basta que sea subjetivamente así sentida- muchos individuos, no en las tierras de Oriente Medio, sino en los barrios de las ciudades europeas donde se asienta población de origen o de antecesores árabe-musulmanes. Son los individuos reclutados para la causa de lo que se les presenta como una guerra santa –por más que implique la profanación de lo único que debe ser sagrado: la vida y dignidad de todo humano-, de manera que implicándose en ella dotan perversamente de sentido a unas vidas, las suyas, que dejaron de tenerlo. Así, pues, junto a los factores estructurales están estos otros que tienen que ver con las motivaciones que llevan a un individuo a reconfigurar su identidad sumándose a una “comunidad” compacta que les ofrece seguridad existencial por más que sea al terrible precio de prestarse a una violencia demencial. Las fronteras entre lo normal y lo patológico, por cierto, quedan por completo desdibujadas.
Con todo, no ha de perderse de vista lo que suponen, como se puede detectar en esos últimos casos de Alemania y Francia, mecanismos miméticos que sin duda operan con una fuerza y eficacia enormes en los casos que nos ocupan. Conviene recordar, siguiendo al antropólogo y filósofo francés René Girard, que el mimetismo no sólo está a la raíz de nuestros comportamientos, sino en el origen de nuestras instituciones culturales, desarrolladas sobre la base de prácticas rituales muy remotas, pero que subyacen en sus estratos más profundos. Si el mimetismo operante en los antiguos rituales implicaba procesos para “domesticar” la violencia presente en los grupos humanos, cambiando el sentido de incluso asesinatos originarios para llevar su ritualización hacia la contención de las venganzas de sangre, nos encontramos ahora con conductas miméticas que funcionan en sentido contrario: el mimetismo activa una violencia extrema que se ve reforzada por el amparo y cobertura que desde la colectividad vengadora recibe el individuo que ejecuta la acción violenta.
Si el mimetismo está siempre presente en los grupos humanos, incluidas nuestras supuestamente racionalizadas sociedades, siendo de capital importancia en qué dirección opera, hay que tener en cuenta que es muy potente la diabólica atracción del mimetismo en torno a una violencia que retorna bajo signos sacrificiales: una ritualizada matanza de víctimas inocentes y la subjetiva redención de quien siendo criminal vive su destino como martirio redentor –palidece absolutamente que, por ejemplo, no se cumpliera el Ramadán-. No es fácil contrarrestar tal seducción mimética, pero ahí está el reto de fondo de una lucha contra el terrorismo que se enfrenta en definitiva a una problemática cultural con raíces en unas profundidades psíquicas de difícil acceso. Aun así, cabe señalar que si, por un lado, hay que abordar todas las causas que provocan actualmente una crisis mimética en los términos de una tensión entre Occidente y mundo (árabe)islámico que no tendría por qué producirse, por otro debiera abordarse de la mejor manera el conflicto mimético que se produce en el seno mismo de la cultura de impronta islámica. Es ineludible promover el despegue como centro de gravedad suyo de ese Islam abierto, humanista, tolerante, democrático, capaz de actuar como polo de mímesis pacificadora frente a ese otro que, desde el mismo miedo a la libertad que cultivan todos los fanatismos, hunde a sus seguidores en la regresión más criminal y autodestructiva.
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