miércoles, 20 de julio de 2016

El festín de los cínicos


José Antonio Pérez Tapias

La Boca del Logo
20 de Julio de 2016 
 
 
Asomándose al balcón, con copa de vino en una mano y un cigarro puro en la otra, se dirigía al gentío que estaba allí abajo, al que algunos consideraban populacho y al que otros, con pretensiones de finura, llamaban plebe, para espetarles: “Esto es lo que hay”. Ni siquiera acudía en ayuda de más recursos retóricos para añadir: “O lo tomáis o lo dejáis”. No hacía falta. Y además le daba igual. El curso de los hechos era el que era y a la vista estaba que no iba a cambiar. Todo lo contrario.
Volviendo al salón donde festejaban sus triunfos, el jefe de la organización tampoco se molestaba en hablar demasiado con los suyos. Le bastaba ver con mirada complaciente y mueca de satisfecho ganador cómo para los suyos todo era contar anécdotas sobre el camino hacia la victoria. El regodeo colectivo subía a cotas de máximo placer al relatar una vez y otra cómo habían conseguido engañar a los adversarios –en verdad se atenían a esa consideración al modo de pacto tácito para evitar hablar de enemigos–, confundiéndolos entre ellos, interceptando los mensajes que se intercambiaban, en lo que había sido todo un despliegue de ardides bien estudiados para que sólo al final se desvelara la trama. Y el ridículo de los derrotados.
El jefe meditaba para sí entre trago y trago, sacando conclusiones al par que expulsaba el humo con maestría de fumador empedernido. El tiempo, esa clave fundamental, es lo que había que dominar. No hacía falta detenerse en veleidades intelectuales, de esas que le gustaban a un correligionario suyo con querencias piadosas al que gustaba recordar aquello de un santo que decía que si le preguntaban por el tiempo, no sabía lo que era, pero que si no le preguntaban, bien conocía la respuesta. El caso era manejarlo bien, porque quien maneja bien el tiempo y aguanta hasta el momento oportuno logra que su antagonista pierda espacio hasta quedar arrinconado en su propia nadería. No hacía falta ni disimular, pues al final serían los otros los que quedarían en evidencia una vez revelado su torpe simulacro. ¿Para qué tratar de encubrir lo que todo el mundo sabía? La hipocresía es inútil cuando todo es cuestión de mostrar las cartas del más fuerte.
Los festejantes no dejaban de celebrar su éxito, mas el tono de sus brindis, siendo gente de esa clase que estudia en colegios de pago, no impedía que por las ventanas llegaran a sus oídos los dardos envenenados que se lanzaban quienes, abajo, se acusaban mutuamente de ser los causantes de la derrota. El jefe de los de arriba había logrado poner a su fiel escudera en el puesto de una alta magistratura, desde el cual, sin duda, y contando con amigos bien reconocidos mediante ubicación en confortables sillones institucionales, se podrían controlar todos los movimientos de la inevitable asamblea a donde los plebeyos mandan a quienes dicen representarles. De nada sirvió que éstos intentaran, por un lado, pactar un candidato común o, por otro, mantener el suyo desde una posición que no por impotente dejaba de ser arrogante. Cuánta torpeza la de quienes, como pardillos, no pasaron de montar intensa algarabía, mientras profesionales avezados en las técnicas del poder se disponían a zampárselos bajo la atenta contemplación de los que, hasta un momento antes, se consideraban potenciales aliados de quienes se enzarzaban en esa variante de la viaja discusión sobre galgos o podencos que era la polémica entre el querer y el poder –en verdad, entre el no querer y el no poder–.
En medio del contraste que tan fácil era de constatar, cuando por un lado estaban los que se mostraban ufanos de no abandonar el poder y, por otro, los que se lamentaban de ver esfumarse posibilidades de gobierno, quedaba claro que los paganos del festín de unos y de la conciencia desgraciada de otros iban a ser las ciudadanas y ciudadanos de ese pueblo al que de nada le servían ni los cortejos populistas ni los halagos demagógicos. Meneando la cabeza con inocultable gesto de hastiado escepticismo, los viandantes tanto daban rienda suelta al cabreo por los abusos de quienes, aun a pesar de su indignidad, iban a quedar al frente de las instituciones, como no se privaban de echar en cara a quienes se habían propuesto como alternativa el no haber hecho en verdad lo que había que hacer para que eso fuera así efectivamente. El pueblo tiene su olfato y tanto huele la soberbia como detecta la tibieza.
El jefe del bando ganador –otra vez el mismo bando– pensaba, en medio del festín, los pasos a dar para verse pronto de nuevo en un gran banquete para celebrar, no ya la entronización de su fiel servidora, sino la aclamación de él mismo como gran estratega al proporcionar la victoria a los suyos. Nada de pasos en falso, sino pisar firme, sin grandes alharacas, pues el hacer efectivo no tiene más que mostrarse en su férrea determinación para desmontar las soflamas ideológicas de quienes pueden ser despachados como resentidos y afirmar, por el contrario, aunque sea con el lenguaje del más grosero cinismo, que el poder le corresponde a él.
A muchos el espectáculo podía parecerles lamentable –y cierto que lo era–, pero el guión, siendo el peor para unos, iba a seguir desplegándose como el mejor posible para otros. No había ni que ocultar los cambalaches bajo la apariencia de complicadas negociaciones. Después de todo, lo obsceno venía bien a una representación a la que no le faltaba el objetivo de amnistiar corrupciones ni la meta de justificar lo más antisocial con sus maldiciones. La clave: dejar bien claro quién manda. Y así se haría patente desde tribunas parlamentarias hasta sedes de ejecutivos. Puede parecer bien o puede parecer mal. Para el caso es lo mismo. El ideal cínico –¿ideal?– es engullir toda alternativa. Y el Capital, ese dios en la sombra, siempre se mostrará agradecido.

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