En España se acaban de celebrar unas elecciones bajo
el síndrome del miedo. Creo que no se trata de una apreciación personal
sino de una opinión compartida, casi unánimemente, por la mayoría de
los analistas y de los medios de comunicación de uno y otro signo. Las
palabras comunismo, populismo, separatismo, radicalismo y otras
semejantes, aderezadas con invocaciones o comparaciones con los
desastres políticos de países, tan distintos y distantes, como
Venezuela, o más cercanos como Grecia (curiosamente Portugal ha quedado
en un segundo plano) y finalmente el Brexit, han revoloteando sobre
todos los mítines y las reiteradas, interminables, agotadoras, tediosas e
incluso frívolas intervenciones televisivas. Todo este magma ha
conseguido consolidarse formando una especie de monolito en el que
aparece grabada la clásica advertencia: ¡Qué viene el lobo!
Es de justicia reconocer que, en este punto, el partido del Gobierno ha
sido el más coherente, trasladando a la opinión pública, con la ayuda
de la mayoría de los medios de comunicación, que su política económica
es la única posible. Sostienen que han conseguido revertir el paro,
subir las pensiones, mejorar la educación y la sanidad y mantener la
sagrada unidad de la Patria. Sus esquemas propagandísticos no podía ser
más simples: nosotros somos la razón, la sensatez, la seguridad y la
estabilidad y fuera de nosotros solo es posible el caos.
Un discurso tan elemental tenía
asegurado de antemano el voto estructural de una mayoría de votantes
españoles, según han venido detectando organismos públicos tan solventes
como el Instituto Nacional de Estadística o el Centro de
Investigaciones Sociológicas (CIS). Cualquiera que hubiese sido su
posición, el Partido Popular tenía asegurados cerca de unos siete
millones de votos.
La
conclusión es rigurosamente científica. Según los datos facilitados por
el Instituto Nacional de Estadística, en un informe que lleva fecha de 2
de Noviembre de 2015, los mayores de 65 años éramos alrededor de
11.500.000, es decir el 33% del censo electoral que alcanzó la cifra de
36.518.100 españoles en las últimas elecciones. De ese bloque de edad,
según datos reiteradamente comprobados sobre el voto escrutado y ya
depositado en anteriores elecciones, el 66% vota al Partido Popular. Es
decir que ya de salida y antes de abrirse los colegios electorales, el
PP tiene asegurado, en estos momentos cerca de 7 millones de votos. Si
tenemos en cuenta que, en las últimas elecciones del 26J, el PP alcanzó
los 7.906.000 votantes, es fácil concluir que solamente un millón está
fuera de esa franja de edad a la que me he referido.
Resulta extraño comprobar cómo la fidelidad de gran parte de los
votantes de edades avanzadas, soportan estoicamente que sus pensiones
sean de las más bajas de Europa, mientras nuestros dirigentes presumen
continuamente de que somos la cuarta economía de la zona euro. Cómo
explicar y justificar este desajuste y que los pensionistas, en su
mayoría, acepten mansamente que el Fondo de Pensiones vaya siendo
progresivamente desmantelado hasta tal punto de que en el 2017 puede
desaparecer.
En estos
momentos, la Unión Europea nos exige un recorte para este año de 8.000
millones de euros, además de amenazarnos con una sanción de unos 3.000
millones, por incumplimiento del déficit. Es perfectamente previsible
que, siguiendo las políticas que nunca se han ocultado por parte del
partido gobernante, los recortes vayan a cargo de la sanidad, la
educación, las pensiones y la asistencia a las personas dependientes. El
propio Gobierno ha reconocido, a toro pasado, que el presupuesto del
Ministerio de Sanidad se ha reducido en 9.000 millones de euros, con la
consiguiente repercusión sobre las dotaciones materiales y personales
del servicio público de la salud.
Es justo reconocer que, en este país, antes de que el Partido Popular
llegase al Gobierno, la corrupción constituía una parte componente de la
idiosincrasia española. Lo demostró Jesús Gil en el Ayuntamiento de
Marbella. Según aumentaban los casos de corrupción su proyección
electoral se disparaba hasta alcanzar prácticamente la totalidad de los
concejales del municipio. Creo que la corrupción es una epidemia
lamentable e indisolublemente unida a la vida de un país cuyos
dirigentes nunca supieron regenerarse y despreciaron los valores éticos y
sociales de otros sistemas educativos y de otros comportamientos
públicos. La Iglesia Católica tan influyente en muchas facetas de la
vida política, social y familiar de la Sociedad española, nunca se
preocupó de proyectar sus enseñanzas, con la suficiente energía, sobre
los valores cristianos que rechazan la corrupción como algo contrario a
los mandamientos de la ley de Dios.
El problema es grave y tardará en erradicarse. Me permito condensar la
lamentable atonía de nuestra sociedad, en una reformulación del
principio de Arquímedes: “ Todo corrupto
sumergido en una urna experimenta un aumento de votos directamente
proporcional al grado de corrupción alcanzada”.
La corrupción está incrustada en la conciencia de muchos españoles que
piensan que si no te aprovechas de tu cargo eres tonto y lo que es más
grave, que si ellos estuviesen en su lugar harían lo mismo.
Si no nos resignamos a caer en el páramo de la corrupción, con el daño
económico que lleva aparejado, podemos llegar a la conclusión de que
sólo el espectro de ciudadanos que sea capaz de disipar los miedos,
eligiendo otras alternativas, nos permitirá enderezar el retorcido y
enrevesado panorama que nos asola. Si miramos al censo electoral,
disponemos de cerca de 29 millones de votantes, con las correcciones
inevitables de lo que los expertos denominan abstención técnica, que
tienen en sus manos la posibilidad ahuyentar temores infundados y
absurdos, si los comparamos con la realidad que compartimos
desigualmente.
Lamentablemente la izquierda encarnada fundamentalmente en el Partido
Socialista Obrero Español, Izquierda Unida y Podemos no ha sabido
encontrar las fórmulas necesarias para que, unos pocos recalcitrantes
del Partido Popular y la mayoría de los abstencionistas críticos,
tratasen de corregir estos defectos proporcionándoles la confianza
necesaria para actuar de manera distinta en el espacio económico y
político que nos deja libre en nuestra pertenencia a la Unión Europea.
He seguido atentamente las campañas de estos partidos y comprobado con
decepción que aún se aferran a los viejos clichés de las etiquetas
ideológicas que, en mi opinión, han pasado a la historia, sin entrar, de
forma clara y sencilla, en la realidad que están soportando muchos
millones de españoles. Reconozco que se han hecho manifestaciones
genéricas, sobre el incremento de las inversiones en salud y educación,
pensiones y dependencia, pero no se ha sabido hacer una pedagogía basada
en realidades concretas y fácilmente asimilables por los electores que
hubieran podido así, disponer de elementos para realizar una valoración
sobre las ventajas e inconvenientes de su voto.
Por poner un ejemplo y volviendo a la cifra de los 8.000 millones de
recortes. Un gobierno de izquierdas, conocedor de la realidad
encorsetada en la que nos movemos, habría tenido a su alcance la
posibilidad de admitir que el compromiso de España con los manipuladores
económicos de la troika comunitaria, había que cumplirlo, por lo menos
en el periodo que queda hasta la elaboración de un nuevo presupuesto.
¿Por qué no se planteó a los ciudadanos que admitiendo la necesidad de
hacer frente a ese recorte de 8.000 millones de euros había dos
alternativas? La que ofrecía el PP que no era otra que la de seguir
fielmente las directrices de la troika, recortando en derechos sociales y
económicos o bien una alternativa verdadera de izquierdas que abordase
el recorte con otras políticas que permitiesen cargar la mayor parte de
la deuda sobre las grandes sociedades y las grandes fortunas lo que nos
permitiría incluso incrementar las inversiones sociales de
supervivencia.
¿Quién
podría tener miedo a esta segunda alternativa? El Gobierno, cuando ya
han rentabilizado el temor, nos dicen con cierto desparpajo, que están
vaciando el fondo de reserva de las pensiones, lo que indirectamente
obliga a los que tengan posibilidades económicas, a refugiarse en un
Plan de Pensiones privado. ¿Por qué atemorizarse ante la realidad de
que, en un futuro próximo, las pensiones ya no pueden ser satisfechas
por las cuotas de la Seguridad Social, debido a la precariedad laboral y
su continua movilidad e inconsistencia? Es justo y necesario que sus
fondos, sean reforzados por nuevos impuestos, por ejemplo, sobre
sucesiones, con los debidos matices y sobre las grandes sociedades de
capital y las más importantes fortunas.
También habría que advertir y reconozco que esto se ha hecho, pero con
muy escasa reiteración y convicción, que las propuestas económicas
alternativas no se pueden lograr de la noche a la mañana. Requieren un
cierto tiempo para implantarse pero, mientras tanto, la protección de
los poderes públicos a los derechos económicos mínimos nunca estaría en
retroceso.
Hubo un tiempo,
cuando estalló la crisis de Wall Street, en el que las grandes fortunas
estadounidenses entraron en pánico y reconocieron, por primera vez, que
su contribución a los gastos públicos era insoportablemente injusta,
comparada con la de sus asalariados. Se comprometieron a corregir la
desigualdad y contribuir solidariamente a paliar la crisis
desencadenada. Pasado un cierto tiempo sin que nadie les tomase la
palabra, dejaron que los sufrimientos cayeran sobre las espaldas de los
más débiles.
Ha llegado el
momento de que alguien tome las riendas para invertir el sentido de la
rueda de la fortuna. El miedo juega a favor de los que instalados en los
estratos privilegiados sostienen que todo debe seguir igual y que no
hay alternativa. El voto, sin miedo, sirve para desalojarles.
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