Antisemita. Nazi. Comunista. Populista. La boca se
les hace un bolo a algunos para descargar esos y otros conceptos sobre
el adversario político. Como si no hubiera un mañana. Asisto a ese
despliegue ojiplática como muchos. Asisto es una metáfora. Sufro, puesto
que en más de una ocasión los descargan contra mi y los que pensamos
como yo. La banalización que supone la utilización de algunos de ellos
podría parecernos pura frivolidad si no fuera, estoy segura, porque
contiene un germen de malicia bien medido en su interior. No he visto
una forma más sutil de coartar la libertad de expresión y de pensamiento
del adversario ni modalidad más cómoda para remachar que sólo existe un
camino ideológico que seguir y que todo el que se aparta de él está
cargado con la textura moral de las peores aberraciones del siglo XX.
Tengo enfrente en una tertulia a un periodista que desprecia los datos
de pobreza de Cáritas porque es dirigida por “un podemita”, los datos
sobre pobreza infantil de Unicef “porque son unos comunistas”, igualito
que la ONU que también está totalmente desprestigiada para él pero no
porque países totalitarios y antidemocráticos tengan tajada que cortar
sino simple y llanamente porque son “comunistas”. Esta estigmatización
del “comunista” ha sido reflotada sin que nos diéramos cuenta
directamente desde el franquismo. Todos sabemos que el comunismo como
ideología y, sobre todo, los partidos comunistas han sufrido en estas
décadas una evolución y que han participado de los regímenes
democráticos europeos de forma pacífica. Berlinguer, Carrillo y Marchais
lo dejaron claro en los años 70. ¿A qué viene ahora la campaña para
estigmatizar a Garzón por ser comunista? ¿qué espantajo nos agitan
ahora?
El viernes, Albert Rivera en un tuit atacó a
Izquierda Unida por un par de carteles críticos con la visita de Obama
en los que se veía una caricatura del lobby judio introduciendo dinero
en el bolsillo del presidente norteamericano. “Es preocupante que
Unidos Podemos practique esta política antisemita y contra los Estados
Unidos”, escribía el líder de Ciudadanos. Antisemita. Ahí es nada. Como
si el término que amparó el peor genocidio de la historia de Europa
contra la raza judía fuera comparable a criticar la política exterior
del Estado de Israel o la receptividad de los norteamericanos a las
subvenciones de sus campañas por parte del lobby, perfectamente legal,
de judíos. Hasta nos informó la embajada de Israel de que no se pueden
hacer caricaturas de judíos. Y sí, se pueden hacer caricaturas de judíos
y se puede criticar al Estado de Israel. Es más, hoy que es el
aniversario de la masacre de niños en Gaza es un buen momento para
hacerlo. Antisemita. Es tan absurdo que te llamen determinadas cosas que
te das cuenta hasta que punto un concepto duro que ha marcado
desgraciadamente el rumbo de todo un siglo en Europa es utilizado como
martillo ideológico para estigmatizar a quien critica libremente las
actuaciones de un Estado.
Por contra, vaciar de su verdadero significado a otros conceptos los
vuelve también un arma ideológica perfecta. Así el populismo se
convierte en un peligroso concepto si se sirve desde la orilla que
defiende una única forma de entender la sociedad, la vista desde las
élites, y la que preconiza una única vía económica y social para seguir
adelante aún abandonando las necesidades de la mayoría de la población.
Ver lo que necesita el pueblo e intentar mejorar su situación te
convierte en populista porque no existen soluciones para ello dentro del
pensamiento único, así que eres un demagogo.
En fin, hemos visto a miembros del partido fundado por Fraga llamar
“fascistas” a oponentes políticos con total desparpajo y convertir en
etarras a todos aquellos que se escapaban de su visión lineal de algunos
problemas.
No es cuestión de meras palabras sino del vaciamiento de los conceptos.
El fin de las ideologías, eso también me lo han espetado, de los
posicionamientos políticos, ya no hay izquierda ni derecha, y de todo
aquello que pueda romper el avance inexorable hacia ese modelo de
sociedad única que ellos ya han diseñado a su antojo. No debemos
subestimar en él la consagración por medio de la Ley Wert de la muerte
de la Historia de la Filosofía para el grueso de los jóvenes de este
país. Enseñar a pensar o enseñar lo que otros pensaron antes es
demasiado costoso y demasiado peligroso. Puede provocar que alguien se
de cuenta de la banalidad malvada de tu discurso.
Es hora de recuperar el pensamiento y de reivindicar los conceptos. De
reedificar las bases de aquellas aberraciones contra las que TODOS
deberíamos estar de acuerdo. Sólo preservándolos en toda su crudeza nos
curábamos del peligro de volver a reeditarlos. Ahora, cada vez más
banalizados, corremos el riesgo que nos vuelvan como un doloroso
boomerang histórico para asolar la vida que hemos logrado construir
juntos.
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