José Antonio Pérez Tapias
PEDRIPOL
Fue Jan Patočka quien, reflexionando a fondo tras la Gran Guerra, acuñó una expresión con la que dio título a algunos escritos suyos sobre la realidad europea y que hoy vuelve a presentársenos como fórmula que puede encerrar la clave que necesitamos si nos dejamos interpelar por ella: “Europa después de Europa”. Con estas palabras, el filósofo checo quería llevar a la conciencia de los europeos cómo había cambiado radicalmente la situación de su entorno tras la brutal guerra que de manera imprevista –por más que explicable a posteriori-- arrancó en 1914, obligando a los habitantes del Viejo Continente a salir de golpe del sueño en el que ingenuamente vivían: belle époque… Si algunos autores, como Stefan Zweig, dejaron constancia de lo que suponía la vida que quedó atrás, y otros se dedicaron a diagnosticar de la manera más tenebrosa el tiempo que se les echaba encima, como Oswald Spengler con su Decadencia de Occidente, Patočka levantó acta más tarde de lo que murió con la I Guerra Mundial. No sólo acabó la Europa de las “potencias centrales” –aunque quisieran, por no haberse enterado, seguir repartiéndose el mundo después del Tratado de Versalles--, sino que la idea de sí y con relación al mundo incubada en la cultura europea quedó irremisiblemente dañada.
Patočka articuló su discurso sobre Europa compartiendo el diagnóstico de su maestro Husserl en La crisis de las ciencias europeas, tratando justamente de extraer todas sus consecuencias. Éste, reflexionando sobre la deriva de la cultura europea al hilo de los acontecimientos, constataba cómo, a pesar del éxito de la ciencia y la tecnología, se derrumbaba la fe en la que el mundo podía “encontrar su sentido, la fe en el sentido de la historia, en el sentido de la humanidad, en su libertad, o lo que es igual, en la capacidad y posibilidad del hombre de conferir a su existencia humana, individual y general, un sentido racional”. Es decir –y aunque en ese diagnóstico esté presente una mirada muy eurocéntrica--, lo que se venía encima era un avance del nihilismo que parecía dar la razón no sólo a Dostoievski, sino también a Nietzsche, por más que no fuera en el sentido en que el autor de Así habló Zaratustra podía esperar.
Un potente desarrollo científico-técnico, impulsado además por el capitalismo que de él se beneficia, no sólo no libra de un nihilismo cultural muy acentuado, sino que al producirse el maridaje de esos dos vectores su entrecruzamiento puede dar lugar a la búsqueda de soluciones por vías que precisamente conducen a donde no las hay. El surgimiento de los fascismos en la Europa de entreguerras, y la virulenta ascensión del nazismo en Alemania, lo corroboran. Por esos derroteros se confirmaron los peores presagios que podía albergar respecto a sí misma la Europa del siglo XX. La presuntamente civilizada Europa extrajo de sí una realidad de barbarie como nunca antes se había mostrado en la historia de la humanidad.
Afortunadamente, Europa no se agotó en la barbarie que desde su seno tan criminalmente se desplegó. Pudo recomponerse, retomar el desarrollo económico y, sobre todo, reemprender el camino civilizatorio de la convivencia democrática. No sólo el pasado impuso una fuerte cura de humildad, sino que el presente evidenciaba que las cosas no eran como antes: Europa vivía en el hueco entre los bloques que quedaron enfrentados tras la II Guerra Mundial, lo cual obligaba a tomar conciencia de dónde estaban los centros de decisión de un mundo bipolar. No obstante, entre los EEUU y la URSS se pudo ir ensanchando el espacio en el que Europa empezó a reencontrarse políticamente consigo misma, en especial a través de los recorridos que acabarían desembocando en la Unión Europea.
El prometedor proyecto europeísta, sin embargo, volvió a ponerse en marcha con grandes dosis de voluntarismo, pero a la vez entre fuertes condicionamientos económicos. Y con una mentalidad que no dejaba atrás un eurocentrismo que, aun a pesar de que el mundo había cambiado radicalmente con los procesos de descolonización de la segunda mitad del siglo XX, no mitigaba el complejo de superioridad que seguía mostrando Europa como encarnación de Occidente en su relación con los otros. Es verdad que filósofos como Gadamer mostraban sensibilidad hacia las otras culturas al hablar de la herencia europea y su proyección futura, pero no dejaba de estar presente una mirada etnocéntrica que, por otra parte, no permitía que los europeos se vieran con la real medida que tenían en un mundo multipolar y mucho más complejo que en el pasado.
Ha sido bajo la presión del proceso de globalización que en las últimas décadas ha cobrado especial vigor, unificando el mundo sobre todo como gran mercado –del que ya Calderón tampoco se privó de hablar--, que Europa se ha visto compelida a reaccionar ante una realidad que le sobrepasa con creces. La Europa que se veía a sí misma dispuesta a exportar su modelo social –por el lado de lo mejor que podía hacer-- es la que está tragando con la asiatización de las relaciones laborales y la consiguiente pérdida de derechos por la competencia irrefrenable de las economías orientales, con China a la cabeza. Los ajustes en la reconfiguración del “desorden” mundial –subrayado por Todorov en contraposición al subtítulo con el que Huntington acompañó su choque de civilizaciones-- han hecho que la UE, haciendo frente a ellos desde la ortodoxia neoliberal, haya mostrado todas sus debilidades, empezando por el déficit democrático que convencidos europeístas venían denunciando desde décadas atrás. De una Europa convertida en un gran engranaje burocrático, donde la toma de decisiones queda en manos de una élite en verdad incontrolable, ya anticipó el filósofo Habermas que se metía “en un callejón sin salida”.
Justo en ese punto está Europa, bloqueada, viendo cómo en diversos Estados se le alejan grandes sectores de población seducidos por las voces demagógicas de nacionalismos de vía estrecha, los cuales encuentran dónde enganchar al darse las circunstancias en las que las políticas marcadamente antisociales llevadas a cabo han dejado a la intemperie a millones de ciudadanas y ciudadanos que se inclinan por retornar a soberanías nacionales, por otra parte ya inviables al modo en que se desempeñaron en el pasado. Si, además, esa vuelta sobre los pasos dados reviste nostalgias de potencias imperiales, sin tomar nota de lo que es un presente radicalmente distinto de los tiempos pretéritos, la vía que se emprenda –el Reino Unido se dispone a ello con su Brexit sin saber muy bien cómo-- puede ser hacia el fondo del callejón sin salida.
Debemos recoger el mensaje de Patočka: “Europa después de Europa”. Pero hemos de saber que es muy exigente, pues obliga a profundizar en la democracia, a dejar atrás el “gobierno de los banqueros”, a rediseñar el proyecto europeo en clave de esa articulación entre objetivos de libertad y metas de igualdad en que consiste la justicia, para desde ahí reubicar a Europa en el mundo activando sus potenciales de emancipación y sus compromisos de solidaridad. Para recomenzar, Europa después de Europa no puede rehacerse buscando chivos expiatorios para librarse de sus propios males. Una Europa no sólo poscolonial, sino anticolonialista en un mundo globalizado sólo puede mostrar unas nuevas credenciales si aborda con criterios de respeto a la dignidad humana, y no de trato inhumano, la cuestión migratoria. Desde ahí hay que empezar a replantear en los hechos el universalismo dialógico e intercultural al que Europa debe contribuir si quiere ser fiel a sí misma, además de leal a la humanidad que somos.
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