Hay algo extraordinario en la charla tantas veces intrascendente, al menos en apariencia. No siempre las grandes comunicaciones tienen lugar en el contexto de entronizadas conversaciones, ni en el de los grandes encuentros, ni siquiera ello garantiza los más importantes hallazgos. Si la retórica es, para Meyer, “la negociación de la distancia entre individuos sobre una cuestión concreta”, tal vez todo cuanto nos decimos se ve afectado por la necesidad de dar con la distancia adecuada, lo que condiciona la viabilidad de sintonizar. Y a veces carecemos de la más mínima amabilidad. Olvidamos que es condición de posibilidad de la palabra ajustada, incluso para marcar distancias.
En ocasiones, las más relevantes reuniones se ven afectadas por la incapacidad de sostener una charla distendida, sintomáticamente denominada desenfadada, que genere confianza, y dé humanidad a la relación que ha de mantenerse. Tendemos a estimar que se trata simplemente de liberarse de todo cuidado o consideración, como muestra de proximidad, lo que no necesariamente es señal de algo positivo. Más bien, la cercanía se produce, para empezar, siendo capaz de velar por no dejar de ser quien se es y, en cierta medida, como se es. Y de propiciar que los demás lo sean. Y eso incluye no limitarse a lo que ya somos. De lo contrario, lo que se pone de manifiesto es sencillamente la incompetencia para estar a la altura de lo que requiere la situación. No somos la persona adecuada. Aunque no faltan quienes suelen estimar que eso más bien le ocurre a su interlocutor.
No hay que estar tan seguro de que cuando no hablamos de nada, nada se diga. En cualquier caso, en la cadencia morosa o precipitada de una charla, de una u otra manera, nos expresamos. Todo es gesto elocuente. Por supuesto, también el silencio, y la mirada, y la corporalidad que tanto intervienen. De ahí que quepa decir que hay manifestación, y que hasta en la más contenida charla, se produce cierta exposición. No es tan fácil eludirla, ni siquiera muy recomendable. Y no ya solo porque, de no haberla, no hay propiamente palabra, sino porque difícilmente cabe sustraerse a una mayor transparencia que la que se pretende. Al charlar nos decimos mucho más que lo que contamos.
En cierta medida, cuando hablamos de charlar hacemos lo que decimos. Pero para ello es imprescindible que contemos con alguien, que lo tengamos en consideración. La charla no necesita proponerse demasiado, ni esperar más de lo previsible. En cierto modo, no suele ser muy pretenciosa. Y ahí radica la fuerza de sus imprevisibles efectos, en la pujanza de lo inesperado. Poco a poco, quizá con la parsimonia de lo que no busca ser necesariamente rentable, va impregnándolo todo de un tono no pocas veces amigable.
Sin embargo, cuando advertimos que vamos a charlar, precisamente por esas supuestas expectativas, más bien modestas, nos preparamos para aquello que no siempre controlamos, nos situamos ante lo que podría suceder en el simple departir. Tal vez por eso tendemos a dar la charla a los demás, no sea que en caso de entregarnos al charlar nos veamos llamados a compartir la palabra. O desbordados por el juego de lo impensado.
En tiempo de grandilocuencias, mientras esgrimimos la necesidad de ser directos y claros, más bien buscamos el control de la palabra, tememos sus azarosos efectos. Pero no precisamente para evitar con ello descuidarnos, sino para protegernos de su decir, esto es, de lo que en verdad decimos y se dice. No es tan evidente que pretendamos rehuir el afectar a los demás, ni mantenernos en la discreción de lo contenido, sino que parecería que nos inquieta la llegada silenciosa que toda charla comporta. Y ni siquiera cabe presumir de qué o de quien.
Por eso es tan atractivo, e inquietante, intervenir en contextos aparentemente liberados de cualquier formalismo. Tanto en las relaciones personales como profesionales. No deja de ser necesario, aunque sería absolutamente ingenuo considerar que ello es inocuo e inocente. Todo formato tiene sus formalidades. Y las formas son asimismo contenido.
En todo caso, la mejor precaución es la de no hacer del necesario cuidado el principal argumento para un decir cohibido, o para dejar de ser uno mismo. Algo que resultaría, por cierto, bien controvertido y poco atractivo. Sin embargo, no es cuestión de basarlo todo en la, en muchos casos, malentendida naturalidad, o en la prestigiosa espontaneidad, es algo bastante más radical y que consiste en no estimar que la impostura es una protección. Resulta tan delatora como insoportable. Que sea una charla informal no significa que no se trate de una conversación sincera y auténtica. Y no indefectiblemente fácil. No pocas veces, grandes decisiones se fraguan en el contexto, y en el fragor, de sencillas charlas.
Resulta importante reivindicar este tipo de encuentros, precisamente cuando más bien se pretende imponer la perorata o la contienda como modo singular y sincero de expresión. Es necesaria y fecunda la controversia, si no nos afincamos en ella. Ahora bien el conflicto con alguien no necesariamente implica que haya de ser contra él. La distancia puede ser insalvable, pero incluso para establecerla se requiere cordialidad, la de la constatación de lo inviable. Hasta los desacuerdos pueden establecerse y no es desaconsejable hacerlo.
La amable charla no supone la falta de firmeza o de posición. Requiere más bien no permanecer anclado en la propia situación, esgrimiéndola una y otra vez, como si ello diera cuenta de algo distinto de nuestra actitud. Entonces es fácil confundir las convicciones con las obsesiones. Y en tal caso, la amabilidad solo alcanza a ser indiferencia o paternal condescendencia, enmascarada de tolerancia, como si eso fuera amabilidad.
Por ello, en cada amable charla destellan aquellos principios y valores que propician formas de encuentro que constituyen una dinámica social distinta. En esta medida, es un gesto que cuestiona otros modos impositivos de hablar, en los que la cháchara parece soltura y elocuencia. Y, precisamente, por la distinta consideración que supone de los demás, por la diversa comprensión que implica respecto de los otros. Cerca, sencillamente, como trascurre el tiempo de vida, las palabras van haciendo, tejiendo y destejiendo. Y los afectos y las razones se trenzan sin necesitar demasiadas distinciones ni explicaciones.
No hay lugares preestablecidos para una charla. Ella procura su propio espacio y abre la duración. En no pocas ocasiones puede ser determinante para que la palabra haga. Su ausencia lo puebla todo de rifirrafes, dimes y diretes, por muy sentenciosos que pretendan presentarse; de advertencias y amenazas, por muy sutiles que busquen mostrarse; de consejas admonitorias, que se ofrecen como solución, si no como salvación. Así, nuestras formas de conversación son una constatación de la concepción que sostiene nuestra existencia individual y colectiva. Pueden llegar a ser trato amable. Y para pensarlo, nos acompaña Séneca. “Así debes hablar, así debes vivir”.
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