lunes, 27 de octubre de 2014

El desconcierto

Por: | 24 de octubre de 2014
 
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Entre sorprendidos y aturdidos, parecería como si hubiéramos de decidir si ocuparnos de nosotros mismos y cuidar de nuestros asuntos o entregarnos a diversas causas que tal vez en principio pensaríamos que nos incumben menos. Pronto encontraríamos buenas razones para proceder como ya procedemos. Aunque no se descarta que tampoco faltarían para mostrar hasta qué punto estamos desorientados y un tanto confusos.
Es tal el impacto de lo que nos acucia y tan desafiantes los retos, tan desconcertante lo que se nos anuncia y comunica, que es difícil no debatirse entre la alarma y la indiferencia. En todo caso, la seducción de ampararnos, de ponernos a buen recaudo, de refugiarnos en nuestros entornos, en nuestras ocupaciones, no deja de acrecentar el número de quienes se aíslan en un reducido ámbito de existencia. En espera de tiempos mejores, se trataría de mantenerse al margen de esa agitada pero fría intemperie. De esta manera, el espacio público no sería, para la mayoría, sino la ocasión y el escenario de diversas modalidades de tibia relación, para finalmente retornar a algún ámbito de reposo.
Ahora bien, ni siquiera en muchos casos eso está garantizado. El desconcierto se empeña en acompañarnos hasta los más recónditos lugares. Es tan nuestro y, sin embargo, le pertenecemos más que él a nosotros. No es una simple complicación que cabría saldarse con una adecuada dilucidación o alguna suerte de discernimiento. Es un no saber que ya prácticamente viene a ser una sabiduría. Tiene dosis de realismo, de correspondencia con el estado de cosas. No es tanto incomprensión, cuanto otra forma, en cierto modo lúcida, de comprender.
Así que desconcertados podría significar a la par atentos, conscientes. Hacerse cargo de la situación comportaría formas de desarreglo, de desazón, de dislocación, que constituirían nuestro tiempo presente. Pero ello no sería mera consecuencia de un gesto de descalificación o de rechazo, lo que requeriría haber sido capaces previamente de comprender mejor lo que sucede. Sencillamente, es tal el conjunto de lo que no alcanza a entenderse y, además, resulta tan injustificable, que es difícil sustraerse a la sensación de que o es inexplicable o, lamentablemente, es como parece.

Edith
No es infrecuente que se preconicen tiempos nuevos, nuevas generaciones, órdenes nuevos, que busquen corresponder a otra realidad, a otro mundo, a otra política, a otras relaciones humanas, a otra edad, a otra era. Lo que resulta más llamativo es tanto lo que en última instancia se parecen a lo ya sucedido, cuanto el que a su vez podrían consistir en ignorarlo. En todo caso, esas transformaciones son necesarias, en muchos casos urgentes, y precisamente para afrontar lo que nuestra actualidad tiene de insostenible, de insoportable, para la justicia y para la paciencia. Lo desconcertante es el tono inaugural de ciertos discursos sobre la humanidad, dado que conviene no ignorar sus peripecias previas. Y no solo ellas.
Siempre nos encontramos en la tesitura de no dejar de apreciar lo que hemos recibido, de hacerlo crecer y mejorar, y de desvincularnos de lo que agosta cualquier posibilidad de inversión o de conversión de lo que llamamos realidad. No radica ahí el desconcierto, sino en la voluntad de ignorar. Y hay muchas formas de desentenderse. Para empezar, desconociendo lo que está mal, o se ha hecho o hacemos mal. Ahora bien, precisamos información, formación y posibilidades. Y es difícil sustraerse a esta carencia.
Ello no nos evita la arrogancia de considerar que está claro. A veces lo desconcertante es precisamente la mirada tan supuestamente luminosa de quienes en apariencia no encuentran obstáculos a su visión. Quizá también todos necesitamos la reconfortante duda metódica, no para estancarnos en ella, sino para hacer del desconcierto empeño de otra armonización. Entonces aún es más desconcertante que haya quienes no parecen tener desconcierto alguno.
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No suele ser tan fácil dilucidar si la complejidad del tiempo presente incide más en nuestro desconcierto, que este en la situación general. Podríamos atribuir lo que nos ocurre exclusivamente a causas que no tienen que ver con nuestro modo de proceder. Sin duda nos vemos afectados y el hecho de que cada quien tenga su responsabilidad no impide distinguir el alcance de la misma en cada caso. No es cosa ni de ampararse en una razón global y colectiva, ni de estimar que no hay efecto alguno de nuestra actitud y de nuestra acción. Los desconciertos se conjugan y producen efectos aún más disonantes.
Considerar con Heráclito que cabe una armonía incluso de los contrarios no impide reconocer que, en cierta medida, estos son un requisito para que sea posible, más o menos explícitamente, algún tipo de conflicto. Pero incluso en el fulgor de la contradicción caben formas de concordia y de concordancia. Cada ser humano puede darse muestras de ello, por muy difícil que resulte ser uno mismo. El desconcierto es también muy nuestro.
De todas formas, tampoco faltan quienes al amparo de esta complejidad parecen encontrar buenos augurios y mejores condiciones para sus intereses. Desconcertados, y algo cansados, resultamos fáciles para los que consideran no estarlo y se apresuran a indicarnos lo que más nos conviene. Por ello, es necesario no hacer del desconcierto una posición más o menos asentada, en cuyo caso, para empezar, no sería tal, sino una forma de debilidad. Quienes se encuentran realmente en una situación semejante bien saben el desamparo y el desarreglo que comporta.
Tamaño aturdimiento puede ser social, y entonces una proliferación de discursos cruzados, de soluciones propuestas hallan dificultades, no ya para contraponerse, sino siquiera para encontrarse en un espacio de conversación. No es solo el desconcierto de una proliferación de desconcertados, es el desconcierto del espacio posible de todo armonioso o disonante concierto.
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(Imágenes: Pinturas con ceras de Guim Tió Zarraluki)

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