sábado, 11 de octubre de 2014

El Titanic de Borbonia

El Rey invita a 1.500 personas al Palacio Real el 12 de octubre

Natalia Junquera Madrid 
Colectivos Gais, ONG y jóvenes talentos han sido convocados por primera vez a la recepción que se celebra tras el desfile militar

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Eran felices y comían perdices de palacio en palacio y de fiesta en fiesta, mientras el resto de pobladores paganinis miraba alrededor, ya en plan catanónico, acostumbrados a casi todo lo más cutre del devenir, que era más un demarchar, cómo se cambiaban de traje o de peinados, de barba o de cara despejada, con un desparpajo profesional de oficio, o se operaban las escaseces e insignificancias corporales a cargo del presupuesto público que les atribuían sus cargos nunca aclarados ni con capacidad para justificar el despilfarro de mantenerles. Eran como el letrero  del banco recién pintado.
Les colocaron en el parque del absurdo a eso de media mañana y allí se quedaron, camuflados y ya hasta fundidos y endurecidos con el barniz y el aguarrás  de la pintura marrón tabaco. Y eso que ya habían pasado 39 añazos del evento y bastantes repasos y capas de pintura, pero a ellos plín. Les bastaba con que el letrero siguiese en pie.
Cambiaron de caras y de bultos, de alturas y centímetros, de volúmenes, de edades también y se pasó de una comparsa profesional a una amateur, sin que ello afectase para nada al ecosistema porque las circunstancias y la supervivencia lo impusieron así. Nada más. Seguían siendo ellos. Los mismos del principio. La adaptación ecológica al medioambiente nutricio era lo más importante. Daba igual que se les ignorase dejando vacías las calles cada vez que se anunciaba su presencia veloz en el eterno Rolls Royce del poder y las prebendas consuetudinarias; daba igual que se regalasen a la plebe autista bocadillos de Lhardy o pagar horas extra a los parados para que aplaudiesen en plan claque. También daba igual  que se les increpase y abuchease cada vez que se les divisaba tocando suelo plebeyo, delicadamente, con paso de menina velazqueña y manteniendo distancias profilácticas por protocolo, por si lo del virus de temporada, especialmente. Pero ellos incólumes. Inasequibles al desaliento e insensibles a los vericuetos espaciotemporales. Para eso habían sido programados en la granja de rarezas dinásticas en riesgo de extinción.
De nada servía que las fuerzas del orden impúdico se esforzasen en arrancar   a golpes y multas las camisetas de colores subversivos  a los viandantes en los días fastuosos de las proclamaciones oficiales. De nada servían las retahílas verborreicas leídas como actos de contrición. Ni la tierna lindura diseñada de las miniyoes herederas del parque escaparatista, con su encantadora estampa de esquejes en real invernadero, que a veces hasta parecían niñas. Ni la historia de amor entre Cenicienta y el Príncipe Azul, azul...azulísimo había conseguido conmover el ánimo de los viandantes, que paseaban su indefenrecia absoluta por las aceras, plazas y jardines, hasta reales y todo, sin que se les moviese ni una chispita de curiosidad. Ni violencia, ni animadversión, ni rencor histórico, ni ganas de hacer ninguna barrabasada contra la compañía teatral que resultase especialmente molesta o enojosa. No es que no les gustase la obra o el guión ni el reparto ni la dirección escénica ni la atrezzatura o el decorado, o la interpretación de los personajes por actores y actrices tan preparados y sueltos en las habilidades de la farándula. Era algo más simple. Más espontáneo y más natural. Tampoco era porque en el entreacto se pusieran las botas con la recaudación, incluso vendiendo más entradas de las que disponía el aforo y luego no devolvieran el dinero cobrado sin mala intención, por supuesto.
No es que la gente les hubiese  querido alguna vez y luego hubiese dejado de quererles, no era eso, no, tampoco es que hubiese controversia entre quienes  les quisieran o les odiaran, entre los que les viesen necesarios o nefastos para algo. La verdad es que nadie sentía  nada especial ni en contra ni a favor, ni fu ni fa. Estaban apáticos. Como en otro plano. No sé. Ausentes, como que la cosa no iba con ellos desde hacía siglos. Al parecer y según los especialistas en enfermedades raras del Carlos III, ya desmantelados por innecesarios, con conocimiento previo de la rareza inscrita en el banco eternamente recién pintado, no era nada grave ni preocupante. Los pobladores paganinis habían desarrollado el síndrome de Jean Valjean. Simplemente, habían comprendido que, por mayoría absoluta, sólo les echaban de más.

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