por Luis García Montero
Como una parte significativa de la sociedad está indignada por la corrupción y sus escándalos, se han hecho frecuentes las declaraciones tajantes de algunos responsables políticos. Ja, ja, ja, murmura en mi oído el diablo que llevo dentro y que siempre le da la vuelta a todo. Es diablo por viejo y por diablo.
Jesús Posada, presidente del Congreso de los Diputados, acaba de declarar que “Quien la hace, la paga”. Ja, ja, advierte el diablo, y no porque sepa bien que muchos corruptos no la han pagado, sino porque desconfía del sentido de esa rotundidad. La voz justiciera de don Jesús Posada intenta reducir el problema de la corrupción al ámbito individual. Todo está bien, señores, y el mal se debe a la avaricia individual de unos malvados personajes concretos. Por este camino se castiga a unos pocos, a veces chivos expiatorios, con el fin de que todo siga igual.
Planteadas así las cosas, se salva la responsabilidad de las instituciones y la política española. Pero las instituciones y la política española están enfermas. Corremos el peligro de que sus dolencias se vuelvan crónicas. La corrupción exige algo más que el pago de los que se portaron mal. Hay factores que han trabajado en favor de la corrupción. Si queremos recuperar la autoestima, conviene no olvidar algunos de los más importantes:
1.- La connivencia de las élites económicas y políticas. Este es un mal generalizado, pero en el caso de España adquiere especial gravedad por la debilidad democrática y por el modo en el que se preparó la Transición. Fueron las propias élites del franquismo las que impusieron su idea de democracia para entrar de lleno en el capitalismo avanzado europeo, en contra de los movimientos obreros y estudiantiles que habían luchado por una transformación real de la sociedad.
2.- El vértigo de privatizaciones que se dio a partir de los años 80, propiciando al mismo tiempo los negocios oscuros entre amigos cercanos al poder y el desprestigio sistemático de los ámbitos públicos. La corrupción es un aspecto más de la falta de respeto al bien público, igual que la telebasura o la falta de escrúpulos políticos.
3.- Unas leyes fiscales opacas encaminadas a encubrir los movimientos de fraude o de falta de cotización de las grandes fortunas y las empresas más poderosas. La poca independencia de los inspectores y la legislación aprobada hacen que buena parte del daño al bien público no venga del dinero negro o del delito, sino de un funcionamiento legal establecido en nombre de los privilegios.
4.- La falta de independencia judicial, el sometimiento de la fiscalía y la policía a los interesas partidistas de turno y la forma de elección de los órganos del poder judicial. Las investigaciones están marcadas desde el principio y las sentencias dependen del valor de algunos jueces a la hora de poner en riesgo su carrera. Atreverse con las corrupciones del PP, no ha significado sólo perder la posibilidad de los ascensos. Se ha llegado incluso a la expulsión de los osados.
5.- La aprobación de leyes sobre el suelo que eran una verdadera llamada a la especulación corrupta, sobre todo si se unían a una precaria financiación de las instituciones municipales encargadas de ofrecer muchos servicios básicos a los ciudadanos.
6.- La incapacidad para solucionar, ordenar y hacer transparente la necesaria financiación de los partidos políticos.
7.- La falta de democracia interna de unos partidos burocratizados y tendentes a la profesionalización de la política. Quien la hace no la paga, porque están obligados al silencio o al compadreo quienes no tienen otro trabajo y quieren flotar.
8.- La inconsciencia de una opinión pública que votó a corruptos mientras se movían el dinero y el consumo de forma generosa. Volvemos a la Transición, que no fue sólo la sustitución de una dictadura a una democracia, sino el paso de una sociedad subdesarrollada a un capitalismo avanzado de tono prepotente. Se olvidaron en poco tiempo no ya las responsabilidades criminales de la dictadura, sino la realidad de un país de pobre y de emigrantes. Se nos invitaba a perder la decencia cuando nos convencieron de que triunfar era acumular dinero de un modo rápido. La pulsión triunfalista callejera fue más aleccionadora que la educación obligatoria.
9.- A todo el mundo le gusta ser tratado a cuerpo de Rey. Aunque se intentará durante años dar a la sociedad una imagen idealizada del Rey, las costumbres de Palacio fueron un mal espejo para los servidores públicos, muy conocedores de esto, aquello y lo otro.
La lista podría seguir. Pero basta con estos puntos para pensar que la corrupción en España no es cuestión de unos pocos malvados, sino de un funcionamiento político e institucional lleno de heridas democráticas. Merece la pena intentar transformaciones que miren más allá del ámbito penal.
Y una cosa más: aunque parezca paradójico, sólo asumiendo que hay causas generales para la corrupción, podremos comprender que no todos los políticos son iguales. Hay diferencias muy notables entre los sinvergüenzas, los que se han podido equivocar en algo y los honestos. El camino de los chivos expiatorios es malo porque trata de forma injusta a personas decentes y porque evita un esclarecimiento real de los hechos. Que cada cual asuma su responsabilidad. Aznar, Rajoy, Matas, Álvarez-Cascos, Acebes, Rato, Blesa… no pueden escabullirse en el griterío generalizado que hoy corre por España.
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