martes, 7 de octubre de 2014

Ética para Estíbaliz

 

      Los caminos del poder y del tener son incontables. Como la contaminación del mundo en que vivimos. Contaminan los residuos del consumismo enloquecido. Pero existe una contaminación más sutil y menos visible. Invasiva  y absolutamente cínica. La contaminación mental y emocional, que establece parámetros patológicos en las conductas humanas y que acaban reivindicándose hasta como patrimonio social e individual de la inhumanidad, que a nosotros nos parece ya humanísima a base de costumbre. Un ejemplo cotidiano: el derecho a fumar o el derecho a gritar a voz en cuello sobre los tímpanos del vecino en los medios de transporte públicos mientras se habla por el móvil. El humo de los que no quieren fumar dentro de sus casas, invade los espacios públicos que se  comparten con los nofumadores o desde sus terrazas y ventanas, invadiendo las viviendas contiguas quitando a sus moradores el derecho a respirar un aire menos sucio. Irritando sus mucosas, intoxicando sus órganos vitales y  apestando sus ropas y sus cuerpos. 
El poder. Y el tener para poder y viceversa. Es el mismo virus de ese capitalismo salvaje que no sabemos detectar en lo que hacemos, y sólo nos alarma e indigna cuando nos quita el trabajo, la casa, o la salud o la escuela o la libertad.
Se pretende una democracia verdadera, una sociedad más sana, más justa. Y los mismos que lo predican llevan en su genética conductual la misma lacra imperialista, invasora y tiránica de un capitalismo arrasador, sin piedad ni miramiento alguno, incapaz de ver más allá de su interés personal o de gremio o de país. O de religión o de partido. Ese capitalismo indecente que excluye, que margina lo que no comparte ni entiende. Que pervive a base de "ganar" al otro su espacio, de arrebatarle su lugar en el mundo. Eso sí, enarbolando derechos y su concepto particular de libertad. Por ejemplo penalizando el uso del velo en las musulmanas que viven en Europa, pero encantados con las tocas de las monjas católicas o imponiendo modelos de gobierno occidentales a los orientales sin una pizca de respeto y considerándolos enemigos si son pobres o  aliados si son millonarios y nos permiten hacer negocios ventajosos  a costa de sus subditos...Si para que triunfe el plan estupendo que  he pensado para salvar el mundo, sin preguntarle por qué no aprende a salvarse por sí mismo de las garras de cualquier enemigo, tengo que hacer bajezas, las haré. Incluso imitaré las estrategias de los tiranos más señalados, con la justificación del buen fin que persigo. Tengo prisa y bulimia de éxito y de aplastar lo que me estorba. Por eso utilizo la publicidad, los media y lo que sea menester. No me planteo si es o no ético lo que hago, si la gente lo entiende de verdad o  no, sólo quiero engancharla por la necesidad que le estoy creando y las emociones que esa urgencia rebobinada constantemente, remueve, intensifica y acelera. Y así creo empresas millonarias que se nutren del chantaje laboral. Vendo a mi padre si hace falta para que el mercado no pierda su vigor. Creando riqueza para mí y miseria para el resto, al fin y al cabo ¿qué es la vida, tal y como yo la veo y me han educado para que así la vea, sino una jungla donde sobrevivir  aniquilando al otro para arrebatarle su espacio y apoderarme de lo que me apetece tener? El poder para tener y el  tener para poder. "Cuando lleguemos al poder cambiaremos la sociedad, las leyes, los documentos". Sí , cambiaremos las formas, pero el fondo será el mismo concepto depredador desde el poder y el aparato del partido. Si estuvieses despierto sabrías que no te hace falta conseguir un poder que no venga de ti para que las cosas cambien en la sociedad.Y si no estás despierto, el poder que persigues te aniquilará junto a los que te jalean ahora para que lo consigas.

                                                    

Necesitas una palanca energética que mueva tu ánimo. Y si es preciso me meto en política, te dices. O en gestionar empresas de éxito o me desgasto por llegar a tener un cargo público o un liderazgo sindical o gremial que me permita ser importante, tener poder e influencia sobre la vida de los demás. Que me admiren, me aplaudan  y me pongan medallas por donde pase. Y eso es mi triunfo y mi seguridad. Por defender esa plataforma de autoproyección soy capaz de lo mejor y de lo peor. De poner en juego los medios más ínfimos para conseguir fines la mar de nobles, pero que en el fondo son proyecciones de mi egocentrismo infantil e insaciable y que una vez conseguidos pierden todo su valor: he pagado el precio de mi integridad, pero no lo noto ni lo sé. Sólo veo que no me sacio con lo que consigo. No distingo ni quiero distinguir entre lo justo y lo perverso, si ambas cosas se juntan en mi imaginario personal a la hora de alcanzar la grandeza que imagino merecer. O sea, me he perdido antes de encontrarme. Por eso me identifico con lo que creo, con lo que me ilusiona y me proporciona euforia expansiva, con lo que me dictan y coincide con mis fijaciones. Con el sucedáneo de mi esencia, de mi "ontos", de mi ser. Sucedo, paso, pero no soy. No existo en realidad. Soy una contingencia pasajera en el tiempo. Y mañana no seré. Por eso hay que acelerar para ganarle al tiempo las migajas de lo que me arrebata sin que yo me permita descubrir Quien Soy.
Y así, lo que llamamos vida se escurre como agua por la tubería del absurdo, lo que llamamos triunfo pasa en un soplo, cuyas expectativas son más duraderas que su efímera sustancia. Así invento recetas para otros y olvido mi tratamiento intransferible. No me puedo curar de un mal que es el falso sentido de mi  no-vida, lo único que tengo para apañarme. La droga que me pone en marcha y de la que dependo ciegamente. "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su vida?" dijo un sabio muy mal comprendido, como suele suceder con los sabios de verdad. A los que vivos se tortura y muertos se diviniza.

Así que en tales tesituras de vacío y de absurdez galopante tiene toda la lógica aferrarse al poder en cualquier modalidad que se nos cruce por el camino. Mover masas, gritar consignas, "luchar" con una rabia desmesurada, que va más allá en intensidad que los motivos que la provocan. Es la rabia sorda del miedo a nosotros mismos y a los demás, los dos grandes territorios íntimos desconocidos.
Ahí la filocracia, o sea la afición y el apego al poder, nos viene que ni pintada para el caso. Porque si puedo, tengo. Aferro. Me atornillo a lo que sea que me dé seguridad, certeza y sentido.  Y me hago la ilusión de que esas sensaciones soy yo. Por ellas lucho, ellas son el ideal que necesito para sentir que estoy . No los otros ni su bienestar ni su futuro, que sólo son excusas para que me ponga en pie y reclame mi parte del pastel que nunca llega del  todo. ¿Parece duro de asimilar? ¿Increíble e inasumible por mi buenismo? Por supuesto. Es como desinfectar una herida vieja a la que una se acostumbra y con la que convive con toda normalidad. Cuando el alcohol penetra en el tejido, escuece e incomoda, casi no se soporta. Pero cura. Y en ese proceso voy descubriendo lo que no soy, lo que me sobra para ser y mi angustia por llenar ese hueco sustancial con el volumen del poder para tener a mano  mi "sí misma" a costa de los otros, a los que me dedico con tanto empeño como interesada generosidad.

Al final del curso, al borde del diploma de la conciencia, cum scientia, resulta que te descubres como el único tejido perceptible, como el mismo mar ilimitado, compuesto de hilos y gotas infinitas. Resulta que me habían timado, que no hace falta poder para tener nada, cuando descubres y eres descubierta al mismo tiempo por un horizonte luminoso, libre y solidario natural, fundido en el ser; entonces los otros y tú sois la única y mismísima realidad posible. Y el resto es todo. O sea, nada que objetar.


                                

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