domingo, 25 de mayo de 2014


El fútbol cuesta arriba

Actualizada 24/05/2014 a las 19:04    

Escribo este artículo en el tren, el sábado por la mañana, viajando hacia Madrid y hacia la final de la copa de Europa. Cuando se publique, los lectores sabrán ya el resultado y muchos de ellos habrán visto el partido. Yo escribo sin conocer los detalles del juego. Desconozco también el resultado. Y mis sentimientos no tienen que ver con la ilusión, el miedo, los nervios o la confianza, estados de ánimo muy propios de las horas que preceden a una disputa de esta características. Tienen que ver con la tristeza.

Me gusta mucho el fútbol. Mi vida futbolera me ha hecho socio de dos equipos, el Granada y el Real Madrid, y voy con regularidad a las gradas de Los Cármenes y del Santiago Bernabeu para aplaudir, protestar, discutir las jugadas, criticar a los árbitros, valorar a los entrenadores y cerrar los ojos en los momentos de un peligro superior a mis fuerzas. Hablo del fútbol en la barra de los bares, mis amigos se ríen de mí, yo me río de mis amigos y nuestros teléfonos móviles se llenan de bromas según los marcadores. Estoy acostumbrado a perder, a ganar, a subir, a bajar y a vivir en esa lógica del hoy por ti y mañana por mí que se impone en casi todos los ciclos de la vida. Mantengo incluso contacto con una amiga muerta hace años que me deja todavía recados felices cuando gana el Barcelona y que celebra las derrotas del Madrid. La memoria es un entresijo de olvidos y lealtades y cada cual, ya se sabe, negocia como puede con el tiempo, con sus fortalezas y su debilidad. Así son las cosas.

Pero tengo que confesar que este año se me está poniendo muy cuesta arriba sentirme cómodo en el torbellino del fútbol. Y no es que que me sorprendan ahora los negocios oscuros, el baile de millones, las manipulaciones mediáticas y las lecturas políticas que siempre envuelven con su papel de estraza manchada la inocencia infantil de un deporte que se cuela en la memoria de nuestra identidad con un sedimento de amor y pertenencia. Pero es que todo tiene un límite.

Los límites en este caso los pone la situación española. No se pueden mezclar peras con manzanas, no se pueden colocar en la misma balanza las alegrías del fútbol y el orgullo de una sociedad. Eso es confundir distintas unidades de medida. Y esta práctica, muy característica de las dictaduras más viles, se ha impuesto con la final de la Copa de Europa: un síntoma del estado de nuestra democracia. Es la guinda de un intento sistemático de utilizar los éxitos deportivos para darle brillo a una marca España muy ensuciada por la corrupción, la miseria, el desempleo y la degradación política e institucional.

Yo tengo derecho a ir al fútbol sin que un comentarista deportivo me escriba sermones sobre la felicidad del balón que nos consuela del desempleo y de los malos comportamientos de los políticos y de la economía. Las alegrías que me dan mis equipos no me consuelan de nada que tenga que ver con eso.

Yo tengo derecho a valorar el esfuerzo del Atlético de Madrid en la liga, sin que la victoria con pundonor del pequeño sirva para desplegar una fisolofía del sacrificio y los recortes, una ridiculización de la protesta y un tratado neoliberal en homenaje a los emprendedores que solucionan el drama del desamparo y la pérdida de derechos sociales con su voluntad solitaria. Felicidades a los atléticos, pero maldita, maldita la palabra emprendedor, utilizada por el capitalismo para hacernos culpables únicos de nuestra mala suerte.

Yo tengo derecho a disfrutar del fútbol sin que los palcos de los estadios supongan una reunión de fraudes, negocios especulativos, peticiones de indulto para los delincuentes, recalificaciones de terrenos, negocios opacos y favores políticos.

Yo tengo derecho a disfrutar del fútbol sin que mis jugadores admirados se conviertan en la representación del egoísmo. Se olvidan de la suerte colectiva del equipo y atienden sólo a sus estadísticas personales o a las rivalidades de ficha y sueldo entre compañeros.

Yo tengo derecho a disfrutar del fútbol sin comprobar que la democracia española se parece cada vez más a una dictadura.

Sé que mañana sería incapaz de escribir este artículo. Si gana la décima copa el Madrid, estaré feliz recordando la sexta que gané junto a mi padre o la octava que conquisté con una de mis hijas. Si pierde, la dignidad me hará orgulloso y ocultaré como pueda mi desilusión. Escribo el artículo el sábado por la mañana para que nadie pueda confundirlo con una pataleta. Y quien me conoce sabe que cambio la permanencia del Granada en Primera por cualquier título. No, este artículo no es una pataleta, es una confesión de que el fútbol se me está poniendo cuesta arriba.

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