domingo, 2 de febrero de 2020

Una verdad como un castillo. Y una sospecha en paralelo: si este abuso escandaloso e indecente perpetrado por una economía estatal sin escrúpulos y digna de un palo gordo por parte de la Justicia española y europea, lleva en pie al menos desde 2012 ¿por qué esos productores tan perjudicados han esperado a que haya un gobierno de coalición de izquierdas para salir a las calles hechos unos basiliscos, justo cuando el pp está ppor los suelos, tras haber arruinado con su corruppción a las bases sociales siervas de la gleba, para llenar los bolsillos de la clase dominante, de la que el pp es al abanderado cobrador de sobres y de todo beneficio giratorio ad hoc? ¿a que mosquea y huele a demagogia enlodada? Ya está bien de que los sin escrúpulos sigan jugando con la ciudadanía al timo de las comisiones intermediarias - un céntimo para el productor y tres euros que pagará el consumidor por kilo del mismo producto, mientras la mano invisible se embolsa la diferencia sin dar un palo al agua, pero comppartiendo el tres por ciento de los sobres, con concejales, alcaldes, diputados y presidentes del ppartido-- y que encima vayan ahora de approvechados y "justicieros" Robin Hoods...El abuso, la desigualdad y el filibusterismo de ppolíticos imppresentables manippulando masas descontentas de la España rural, expplotada ppor ellos y sus colegas ideológicos trifachitos, en tantos sectores es un delito social gravísimo, que urge denunciar con claridad. Explotar el dolor y los perjuicios causados ppor el pp&cia, para provocar desórdenes y crisis que nos lleven a otras elecciones, es una jugada tan perversa e inmoral como evidente. La cara oculta, pero que canta la Traviata, de un S.O.S. más que legítimo, aunque extrañamente, con ocho años de retraso y, justo, cuando llega al gobierno el equipo que puede arreglar, al menos en parte, el entuerto de la ppiratería pprecedente






Estoy preparado para llorar. Abro la malla de cebollas, escojo la más grande, la coloco sobre la tabla, le meto el cuchillo, la parto en dos mitades, y ya me empiezan a picar los ojos y a moquear la nariz. Mira que he probado todos los trucos, hasta los más idiotas: meterla un minuto en el congelador antes de manipularla, untar el cuchillo con vinagre, incluso ponerme una piel de cebolla en la cabeza o gafas de bucear, pero nada, el llanto diario cada vez que cocino.
Primero la parto en dos mitades, y luego retiro la primera capa. Pero en esta cebolla una parte de la piel está ya despegada, apenas sujeta a la siguiente capa, sale limpia con solo pinzarla. Y bajo esa primera capa, tres números, escritos no sé si con algún tipo de rotulador, pero son tres números sin duda: 625. Levanto la media cebolla, la acerco para verla mejor, pese al aumento del lagrimeo. Ahí están, un 6, un 2 y un 5.



-Mira qué curioso –le digo a Belén–, esta cebolla trae sorpresa, como un huevo kinder. Le han escrito unos números bajo la piel.
-Pues ya van dos kinder esta semana –me explica mi mujer–, el otro día cogí una patata y tenía un 700 inscrito, alguien se lo había grabado con un cuchillo.
-¿En serio? No me dijiste nada.
-Pensé que había sido Dani, que cuando se aburre hace cosas así. Quizás ha hecho él también lo de la cebolla.
-No, la he sacado de la malla que acabo de traer del súper.
-¿Te has acordado del aceite? ¿Estaba la oferta esa del tres por dos?
-Sí, y la leche –no quiero cambiar de conversación–. Volviendo a la cebolla…
-¿Has probado lo de mojarla antes?
-¿Qué?
-La cebolla –y señala mis ojos enrojecidos–, el truco ese de meterla en agua antes de cortarla.
Ahí podría quedar la historia, una anécdota insignificante que no da ni para compartir en la hora del café con los compañeros ("No os vais a creer lo que encontré ¡en una cebolla!"), una tontería de nuestro hijo, o la acción inofensiva de un trabajador aburrido en la planta de envasado, algo que en seguida olvidaríamos, de no ser porque cuando abro la botella de aceite de oliva y la vuelco sobre la sartén, observo algo extraño en su interior.
-¿Esto también lo ha hecho Dani? –pregunto a Belén, con la botella en alto.
Ella se acerca y la observa a la luz, arruga la nariz.
-Parece un papel doblado –le informo–. Y la botella es nueva, la acabo de abrir.
-Llévala y que te la cambien –dice ella, siempre tan pragmática–.
-¿No te da curiosidad saber qué es?
-¿Curiosidad? No empieces con tus fantasías. Es un trozo de etiqueta o cualquier otra mierda que se les cayó en el depósito de aceite antes de envasar. A saber las guarrerías que nos tragaremos sin darnos cuenta. Eso nos pasa por comprar marca blanca. Ve y que te la cambien por otra. O espera, igual tenemos derecho a alguna compensación…
-¿Y si es… un mensaje?
-Sí, claro. Un mensaje en una botella. El náufrago del olivar, ya te digo. ¿Has tirado el ticket de compra?
Acepto ir mañana a devolver la botella, aunque paso un rato intentando pescar con un pincho de brocheta el objeto flotante no identificado, sin conseguirlo.
-¿Eres tú el que pone números en las patatas? –pregunto a Dani durante la cena, pero no sabe de qué le hablo.
-No le hagas caso a tu padre, que siempre imagina una aventura o un misterio a la vuelta de la esquina –se burla Belén, y vuelve a contar lo del día que apareció una mancha de humedad en la pared del trastero y yo insistía en ver una cara, unos rasgos humanos, y hasta investigué si el edificio estaba construido sobre un antiguo cementerio o convento desaparecido.
Nos reímos, yo también, y recuperamos otras anécdotas que ilustran mi frustrada vocación de detective, anécdotas hinchadas y deformadas con el paso de los años, hasta que mi mujer deja de reír cuando desviste la naranja que se va a comer de postre. "Coge las naranjas que vienen envueltas en papel, que son mejores", me dice siempre en el súper. Y ahora acaba de desnudar una de ellas, extiende el envoltorio y me lo muestra sorprendida:
-Mira tú por dónde, aquí tienes otro de tus misterios.
-¿Me habéis preparado un juego de pistas? –bromeo, cojo el papel y me lo acerco. A bolígrafo, alguien ha escrito una dirección de Internet.
-Será alguna promoción –dice ella.
-Pues a mí no me ha tocado nada –protesta Dani al abrir su yogur y leer bajo la tapa el decepcionante "sigue buscando, hay miles de regalos".
Sin recoger la mesa, vamos al ordenador y tecleo la dirección que aparece en el envoltorio de la naranja. Es un vídeo de Youtube, de poco más de dos minutos, que alguien colgó hace solo tres días pero ya tiene más de treinta mil reproducciones.
Vemos un campo de naranjos, con cientos, miles de naranjas tiradas por el suelo entre los árboles, una enorme alfombra anaranjada. La cámara se acerca y es visible la pudrición de la fruta abandonada.
-Leí la noticia hace unos días –recuerdo–. En no sé qué comarca dejaron las naranjas sin recoger porque al precio que se las pagan no salen las cuentas.
-Pues no será porque en el súper las vendan baratas –añade Belén.
El vídeo sigue, y ahora vemos otros campos, donde cambia el fruto pero se repite el alfombrado: sandías desperdigadas como balones, pepinos descomponiéndose, lechugas ajardinando una extensa parcela sin recolectar, manzanas picoteadas por las moscas.
-Qué pena de comida tirada, con la de hambre que hay en el mundo –lamenta Dani, sincero.
Cuando acaba el vídeo, tecleo en el buscador "cebolla 625". Pero me aparecen páginas dispares, "625 recetas con cebolla", o webs cuyo contacto es un teléfono que incluye esos números. Tecleo entonces "cebolla 625 patata 700", y ahora sí me aparecen varias noticias con sentido: comparativas de precios en origen y en destino de varios productos agrarios, un índice de precios que cada mes señala cuánto se paga al productor, y qué incremento tiene al llegar al consumidor final.
-La cebolla se encarece un 625%, la patata un 700% –leo en voz alta–. Al agricultor le pagan la patata a 15 céntimos, y nosotros la compramos en el súper a más de un euro el kilo.
-Pues alguien se quedará la diferencia por el camino –protesta mi mujer. Yo sigo leyendo:
-Mira, la mandarina se paga en origen a 27 céntimos. Pues yo la he comprado hoy a casi dos euros el kilo.
-¿En serio has pagado dos euros por un kilo de mandarinas? –reacciona Belén–. Tengo que ir yo a hacer la compra, contigo no llegamos a fin de mes.
-Fíjate en la aceituna, poco más de 70 céntimos el kilo, y luego te la meten en una lata de 200 gramos y te cobran dos o tres euros.
Ya que estoy en el ordenador, me asomo a Twitter, con intención de tuitear algo sobre nuestros hallazgos. Descubro en las tendencias del día el hashtag #SOScampo. Hago clic y voy pasando deprisa los muchos mensajes que lo utilizan.
-Parece que no somos los únicos que hemos encontrado en la playa una botella con mensaje.
Nuestra cebolla no es excepcional, muchos cuentan un hallazgo similar, y también patatas grabadas con el 700, y envoltorios de naranjas y mandarinas con el mismo enlace al vídeo que ya vimos. Pero además hay quien ha encontrado un pequeño papel doblado y clavado en el tallo de un racimo de uvas, que al desplegarlo relata (con letra solo visible a la lupa) la forma en que una cadena de supermercados presiona a los productores para rebajar los precios. Otro usuario enseña la foto de un plátano que trae rotulado a lo largo un lema a favor de precios mínimos y contra la importación desde países con salarios más bajos. Una caja de fresas desvela, en el cartón bajo la fruta, el testimonio que un trabajador ha inscrito a bolígrafo, detallando sus duras condiciones de trabajo y su miserable jornal.
Bajo el mismo hashtag #SOScampo encuentro también hilos de mensajes que escriben los propios agricultores. Productores de ciruela o melocotón que cuentan cómo los precios recibidos no cubren los gastos de producción; ganaderos que se dicen asfixiados por el abaratamiento de la leche; familias que viven de la cereza y lamentan que ni siquiera agruparse en cooperativas los protege de los grandes intermediarios; otros que denuncian el funcionamiento de la PAC, o detallan la manera en que las grandes superficies venden a pérdidas algunos productos para así atraer a los clientes con descuentos, y ponen como ejemplo las promociones de aceite que tiran los precios y de paso ponen más presión sobre los olivareros. Entonces me acuerdo de nuestra botella de aceite, compra tres y paga dos. Corro a la cocina a recuperarla.
-Yo no me quedo sin leerlo –explico a mi mujer cuando me ve vaciar la botella, pasando todo el aceite a una jarra, hasta que por fin sale el trozo de papel. Se resbala entre los dedos, pringoso, me cuesta extenderlo y cuando lo consigo puedo leer, por fin, el mensaje que un náufrago nos ha enviado.

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