sábado, 29 de febrero de 2020

Médicos y conciencia consciente. Una necesidad exponencial. La calidad de salud es muy pobre cuando no es un derecho, un deber y una praxis social. Hay que conocer y estudiar a Johann Peter Frank al menos tanto como la dogmática tecno(i)lógica que ahora rige el destino de una ciencia sin consciencia, autómata y regida por el dinero y la ambicón, por el egocentrismo descerebrado y sin alma del sálvese quien "más pueda" . Así estamos...Muchísimas gracias al Doctor Javier Segura del Pozo, por estas reflexiones terapéuticas sobre una sociedad sistémicamente ¿en la higuera, en la parra, en Babia, en Mordor, en el limbo o en los infiernos multimediocres/suicidas que, para completar el cuadro, se escandalizan mucho más por la eutanasia que por el genocidio normalizado en el que sobremueren tan en-redados como embarullados?


Sobre la miseria del pueblo como madre de las enfermedades

  • "En la mayoría de las facultades de Medicina que conozco, apenas se enseñan las desigualdades sociales en salud, su magnitud, cómo analizarlas y cómo abordarlas"
  • "Esta idea asocial e individualista sobre el origen de las enfermedades explica el negacionismo ambiental y climático que estamos viviendo"
  • "El desproporcionado miedo al coronavirus se alimenta con la idea de que son amenazas debidas al azar, por lo tanto inevitables"

Javier Segura del Pozo, Médico salubrista

A veces tenemos que volver a los orígenes para salir de la confusión del presente. En este caso, me refiero a los orígenes de la Salud Pública o Medicina Social, que muchos sitúan en la obra del médico alemán Johann Peter Frank (1745-1821). Esta se podría resumir en dos conceptos: “La mayor parte de las dolencias que nos afectan proceden del propio hombre” y “Si el poder del Estado se asociara con los conocimientos médicos, muchas enfermedades que afectan masivamente a los pueblos podrían ser eliminadas con medidas preventivas por parte de las autoridades”[1]
Evidentemente, estas ideas eran rompedoras al final del siglo XVIII, cuando todavía se defendía que las enfermedades eran el resultado de la intervención divina en la naturaleza y, por consiguiente, han de aceptarse como un destino más o menos inevitable e imposible de cambiar. Lo que es del todo sorprendente es que, en la segunda década del siglo XXI, sigan impugnando los saberes dominantes y las ideas populares fuertemente arraigadas sobre el origen de las enfermedades.
Así me lo parece, cuando compruebo las caras de sorpresa (incluso, de escándalo) en un grupo de personas que acaban de descubrir que hay una diferencia de 9 años en la esperanza de vida entre los barrios pobres y ricos de Madrid. O cuando se convencen de aquello de que “el código postal es más importante que el código genético”, al tener acceso a mapas que muestran claramente que, al menos desde hace dos siglos, hay un tozudo patrón espacial noroeste-sureste en la capital que refleja las desigualdades sociales y en salud de sus distritos. También cuando los gráficos de diferencias por clase social en la prevalencia de problemas de salud tan presentes en nuestros consultorios médicos, como: hipertensión, diabetes, colesterol alto, artrosis, depresión crónica o bronquitis crónica, que demuestran el perfecto gradiente social de estas enfermedades, traspasan las exclusivas revistas científicas y los congresos epidemiológicos, para ser mostrados en reuniones vecinales o en medios de comunicación.
Mucha gente sigue pensando en nuestros días que la mayoría de las enfermedades son cuestión de mala suerte, de maldición divina, de pecado (en su versión más moderna: de malos hábitos), de malos pensamientos (versión psicología positiva) o de determinación genética. Y creen que cuando debutan, su mejor o peor evolución depende del mejor o peor acceso a los profesionales médicos, a las más sofisticadas técnicas diagnósticas, medicamentos y cirugía. Es decir, para enfrentarnos al miedo a la enfermedad o a la muerte prematura, solo nos queda cruzar los dedos, poner velas al santo preferido, ser disciplinados y ...hacernos un buen seguro médico.
Lo más triste es que este enfoque asocial no solo está presente entre la ciudadanía, sino que no es ajeno a los propios profesionales sanitarios. En la mayoría de las facultades de Medicina que conozco, apenas se enseñan las desigualdades sociales en salud, su magnitud, cómo analizarlas y cómo abordarlas. Por eso, cuando en las clases de los postgrados, masters o programas de formación de especialidades (MIR), hablamos de la definición de la OMS de estas desigualdades (“Diferencias en salud que son sistemáticas y tienen un origen social (entre grupos definidos por clase social, género, etnia, situación migratoria, laboral, lugar residencia, etc) y por lo tanto son injustas y evitables”), o de las medidas que considera más importantes para abordarlas (“luchar contra la desigual distribución del poder, del dinero y de los recursos”[2]), tenemos la sensación de que estamos “arando” un campo virgen o yermo de cualquier semilla social previa.

El desconocimiento no solo se limita a estos trabajos de la OMS de hace una década o a los ya clásicos estudios de epidemiologia social, del último tercio del siglo XX que los precedieron[3], sino al propio origen de la Salud Pública. La semana pasada comprobé con pena que la mayoría de la clase de 32 alumnos del Máster de Salud Pública de la Escuela Nacional de Sanidad (casi todos en el primer año de la residencia de Medicina Preventiva y Salud Pública), no había oído hablar del considerado como “padre” de la Salud Pública: Johann Peter Frank. Esto no es un estúpido reproche erudito contra la supuesta ignorancia del alumnado (que por otra parte, me parecieron unos valiosos profesionales, con un gran hambre de conocimiento y compromiso social), sino un preocupante signo de alarma de la vigencia de importantes déficits en nuestro sistema de formación médica, que sigue priorizando abrumadoramente unos conocimientos bio-clínicos y marginando con saña otros más colectivos y sociales. El resultado final es una práctica médica todavía demasiado tecnificada, deshumanizada, descontextualizada y asocial.
Este enfoque médico, por otra parte, se transmite a los medios de comunicación y a la población, haciéndoles pensar que el origen del cáncer, por ejemplo, está en la insuficiente investigación farmacológica o genética (por lo que deben hacer donaciones periódicas, participar en carreras urbanas masivas y admirar a las numerosas organizaciones humanitarias o “filantrocapitalistas” que promocionan estas investigaciones y carreras), y no tanto en sus condiciones de trabajo o de vida: las exposiciones en sus puestos de trabajo o en sus lugares de residencia, la calidad de los alimentos que compran, las oportunidades o limitaciones que tienen para comer o moverse de otra forma, para afrontar sin adiciones tóxicas la ansiedad de su vida cotidiana o por sus trabajos precarios, etc.

Creo que también esta idea asocial e individualista sobre el origen de las enfermedades, que lleva a un consecuente pesimismo sobre la eliminación de las causas (sociales) que la producen, explica el negacionismo ambiental y climático que estamos viviendo. A pesar de que las evidencias del origen social del cambio climático (con un creciente impacto en la salud) son ya abrumadoras, seguimos oyendo voces que lo niegan y que desaniman a cualquier restricción de aquella producción o consumo que está en el origen de los gases de efecto invernadero, pretendiendo que la naturaleza tiene sus “ciclos autoreguladores” (igual que el mercado).
Así también, a pesar de la abundante evidencia epidemiológica ambiental, seguimos aguantando opiniones, como las de la presidenta de la Comunidad de Madrid, afirmando que “al fin y al cabo nadie muere por la contaminación atmosférica”[4]. Solo se entiende (ojo: entender no es lo mismo que disculpar) si pensamos que su opinión brota de ese “sentido común” largamente cultivado, que cree que la muerte tiene que ver con otras cosas más personales, más divinas o más sanitarias. De no considerar los millones de años de vida perdidos, los incalculables años en buena salud no disfrutados, o la abrumadora carga de sufrimiento e infelicidad no evitada, que tienen su origen en las crecientes desigualdades sociales, pasamos a aceptar el suicidio colectivo de la humanidad, amenazada por esta negada emergencia climática.
Mientras, vemos destellos en los informativos de nuestros televisores, ante los cuales no sabemos cómo posicionarnos por este enfoque aprendido: el desproporcionado miedo al coronavirus se alimenta con la idea de que son amenazas debidas al azar (¿una mutación genética?), por lo tanto inevitables, sobre las que solo nos queda responder con las clásicas medidas de cuarentena y la esperanza de una nueva vacuna. Nos falta reflexión e información sobre el origen de la infección, sus determinantes sociales o el sospechoso foco informativo que ha merecido. También sobre la necesidad de un abordaje más preventivo y menos compulsivo de esta amenazas periódicas, que desnudan (a los que quieran verlo) las miserias del actual statu quo político-económico global.

Volviendo a Johann Peter Frank, su obra fue un producto de la Ilustración, es decir, del optimismo que surgió al pensar que ya no dependíamos del capricho de los dioses (ni de los reyes), sino que con la ayuda de la razón y la ciencia, la humanidad podría enfrentarse a sus enemigos y vencerlos. Frank era un admirador de Jean-Jacques Rousseau (1729-1814) que en su Discours sur l’inégalité[5] (1755) atribuye las enfermedades a la asociación de los hombres entre si y a haber dado la espalda a la naturaleza. La degeneración y la miseria se habrían producido cuando los hombres se apelotonaron en las ciudades y surgió “el vicio, las pasiones y el lujo”:
“Considérese como de esta manera los unos perecieron como consecuencia de sus excesos y los otros a causa de la miseria. Piénsese también en la mezcla de alimentos, en las especies nocivas, las viandas podridas, los medicamentos adulterados, los engaños de aquellos que los vendían y de los errores de los que los recetaban, en los venenos de los recipientes en los que se preparaban. Considérese cuantas epidemias son causadas por el aire gastado en las acumulaciones de gentes, o por las formas de vida afeminadas...Préstese también atención como nuestra excesiva sensualidad ha creado hábitos necesarios a los que ya no podemos renunciar sin poner en peligro nuestra vida o, por lo menos, la salud...Dicho en pocas palabras, si sumamos todos los peligros que se ciernen sobre nosotros y a los que estamos permanentemente expuestos, se comprende que la naturaleza nos hace pagar muy caro el desprecio que mostramos hacia sus doctrinas”
“Todas estas son las tristes pruebas de que la mayoría de las dolencias que nos afectan han sido causadas por nosotros mismos y que las hubiéramos podido evitar todas si viviéramos con la sencillez y con el retiro que los impone la naturaleza“ [6].

Solo hay un pequeño paso desde pensar que las enfermedades tienen un origen social, a sostener que las soluciones también deben ser sociales. Inspirándose en su admirado Rousseau, Frank consideró que el Estado puede ser un instrumento terapéutico contra las enfermedades. En su mencionado discurso académico (1790) concluye que la miseria que había conocido como médico, en las cabañas de los campesinos alemanes y lombardos, es “la madre” de sus enfermedades, y que tiene su origen en el sistema de servidumbre de los grandes propietarios feudales. Primero Rousseau y luego Frank elevaban así la vista: la mayoría de las enfermedades ya no podían considerarse un trastorno de los humores de esta o aquella persona, o la consecuencia de una mala decisión por el libre albedrio, sino por la evidente y escandalosa desigualdad social. La genialidad de Frank fue proponer una nueva ciencia para ayudar al estado a solucionar el origen de estos males: él la llamó Policía médica y la desarrolló en una obra de 6 tomos[7]. Hoy la llamamos Salud Pública o Medicina Social y apenas es conocida por la población.
Coincidirán conmigo en que no deja de ser paradójico que en esta era de la (hiper)información y de internet, muchas de las preguntas que nos planteamos hoy en día sobre nuestra salud, nuestras ciudades y pueblos, nuestro medioambiente y sus amenazas, puedan tener una respuesta en estos textos de Rousseau y Frank escritos hace dos siglos y medio.

[1] Lesky, Erna. “Introducción al discurso académico de Johann Peter Frank sobre la miseria del pueblo como madre de las enfermedades (Pavia, 1790)”, en: “Medicina Social. Estudios y testimonios históricos. Selección de Erna Lesky” Ministerio de Sanidad y Consumo, 1984. Pp 133-152
[2] “Subsanar las desigualdades en una generación. Alcanzar la equidad sanitaria actuando sobre los determinantes sociales de la salud” Informe de la Comisión sobre Determinantes sociales de la salud. OMS, Ginebra, 2010. Accesible en: https://www.who.int/social_determinants/thecommission/finalreport/es/
[3] Segura del Pozo, Javier. “Desigualdades en salud: Conceptos, estudios e intervenciones (1980-2010)”. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia; 2013. ISBN: 978-958-761-477-0. 160 p. Descarga gratuita en: https://saludpublicayotrasdudas.wordpress.com/2013/09/07/se-ha-publicado-mi-libro/
[4]  “Ayuso niega que la contaminación cueste vidas: “Nadie ha muerto de esto”” El País, 1 de enero de 2020. https://elpais.com/ccaa/2020/01/01/madrid/1577882557_684710.html
[5] JJ Rousseau. El Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes), Tecnos, 2005
[6] Cita del “Discours...” de JJ Rousseau en el artículo antes mencionado de Lesky, Erna, p. 147
[7] Frank, J. P. System einer vollständigen medicinischen Polizey, 6 vol, Mannheim-Stuttgart-Wien, 1779-1819

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