Verso Libre
Los cuidados de la libertad
Publicada el 09/02/2020
Infolibre
Como caminar pensando no es una costumbre frecuente, resulta necesario en muchos momentos de la vida pararse a pensar. La velocidad de nuestro tiempo nos
somete a un vendaval de noticias, preguntas, respuestas, decisiones,
sorpresas, mensajes, teléfonos, redes, despertadores, fatigas,
atardeceres que nos obligan a vivir con la lengua fuera (pero sin
establecer verdaderas conversaciones) y a andar de cabeza (pero sin
meditar el sentido cotidiano de nuestra existencia).
Ocurre lo mismo con las sociedades. Discuten, debaten, arrastran problemas, ilusiones, cambios, pero no se detienen a pensar en los valores fundamentales de sus razones y sus sentimientos. Y no se trata ya de recordar cuáles son esos valores, sino de pensarlos, de saber qué decimos cada vez que pronunciamos alguna de sus palabras fundamentales. Por ejemplo, la palabra libertad.
Me conmueven en estos días las noticias sobre la trama policial de informaciones y espionajes al servicio de los intereses de algunos bancos y de grandes empresas. Las conversaciones particulares, las vidas privadas y las intenciones comerciales eran vendidas como una mercancía de comunicación para chantajear, descalificar y fijar estrategias de mercado.
No es ninguna sorpresa saber que la sociedad tecnológica se ha convertido en un campo de extrema vigilancia. Desde las cámaras de televisión que nos siguen por las calles y las tiendas hasta los filtros de las redes sociales que juegan con nuestros gustos de consumidores o votantes, toda la ciudadanía está bajo control. Pero estremece comprobar con detalle que banqueros, empresarios, seudoperiodistas y policías pueden llevar este control al extremo de las cloacas y la corrupción. Y que el Estado consienta, cierre los ojos o se ayude con estas derivas resulta una catástrofe. El inspector Villarejo y sus cómplices o clientes saltan en los medios de comunicación (que informan sobre ellos con honestidad…) como una alarma democrática de máxima gravedad.
Después de 40 años de discurso neoliberal dominante, conviene que los demócratas meditemos sobre la palabra libertad. Los que defienden la libertad de mercado, los que se oponen a cualquier regulación de la mano invisible de los negocios, los que consideran como una ofensa grave una política fiscal con compromisos sociales, se gastan millones en lobistas, grupos de cabildeo o delincuentes contratados para espiar, chantajear y convertir el mundo de los negocios en una guerra sucia. La libertad, raíz de la convivencia democrática, es tratada así como una máscara hipócrita para bendecir la ley del más salvaje.
Y el problema se agrava cuando algunos partidos políticos pierden su vocación cívica y se comportan como un grupo más de cabildeo, títeres en sus discursos públicos de los mismo intereses que en secreto se extienden por las tramas informativas de las cloacas.
La primera exigencia, claro, es que el Estado democrático actúe con decencia y que la Justicia castigue a los que rompen la ley. Los verdaderos peligros de la democracia no se encarnan en los inmigrantes náufragos a los que se les disparaba con bolas de goma para que no pisasen las playas españolas, sino en algunos personajes con chaqueta y corbata que decían trabajar por la seguridad y la economía de la nación.
Después es necesario pararse a pensar en la libertad, palabra que no puede confundirse con la ley del más fuerte. A la mentira neoliberal debe oponerse una idea ilustrada de la libertad que se sostenga en su clara dimensión social. Una sociedad libre es una sociedad con un marco de convivencia bien definido que permita la realización en libertad e igualdad de cada persona gracias a una educación pública sin dogmas ni privilegios. La libertad no viene del mercado, sino de un contrato social que asegure la convivencia, la dignidad laboral y un mundo empresarial decente y comprometido con su sociedad.
Aunque los neoliberales pongan el grito en el cielo, hay medidas que no son propias de radicales, sino de una política que se ha parado a pensar.
Ocurre lo mismo con las sociedades. Discuten, debaten, arrastran problemas, ilusiones, cambios, pero no se detienen a pensar en los valores fundamentales de sus razones y sus sentimientos. Y no se trata ya de recordar cuáles son esos valores, sino de pensarlos, de saber qué decimos cada vez que pronunciamos alguna de sus palabras fundamentales. Por ejemplo, la palabra libertad.
Me conmueven en estos días las noticias sobre la trama policial de informaciones y espionajes al servicio de los intereses de algunos bancos y de grandes empresas. Las conversaciones particulares, las vidas privadas y las intenciones comerciales eran vendidas como una mercancía de comunicación para chantajear, descalificar y fijar estrategias de mercado.
No es ninguna sorpresa saber que la sociedad tecnológica se ha convertido en un campo de extrema vigilancia. Desde las cámaras de televisión que nos siguen por las calles y las tiendas hasta los filtros de las redes sociales que juegan con nuestros gustos de consumidores o votantes, toda la ciudadanía está bajo control. Pero estremece comprobar con detalle que banqueros, empresarios, seudoperiodistas y policías pueden llevar este control al extremo de las cloacas y la corrupción. Y que el Estado consienta, cierre los ojos o se ayude con estas derivas resulta una catástrofe. El inspector Villarejo y sus cómplices o clientes saltan en los medios de comunicación (que informan sobre ellos con honestidad…) como una alarma democrática de máxima gravedad.
Después de 40 años de discurso neoliberal dominante, conviene que los demócratas meditemos sobre la palabra libertad. Los que defienden la libertad de mercado, los que se oponen a cualquier regulación de la mano invisible de los negocios, los que consideran como una ofensa grave una política fiscal con compromisos sociales, se gastan millones en lobistas, grupos de cabildeo o delincuentes contratados para espiar, chantajear y convertir el mundo de los negocios en una guerra sucia. La libertad, raíz de la convivencia democrática, es tratada así como una máscara hipócrita para bendecir la ley del más salvaje.
Y el problema se agrava cuando algunos partidos políticos pierden su vocación cívica y se comportan como un grupo más de cabildeo, títeres en sus discursos públicos de los mismo intereses que en secreto se extienden por las tramas informativas de las cloacas.
La primera exigencia, claro, es que el Estado democrático actúe con decencia y que la Justicia castigue a los que rompen la ley. Los verdaderos peligros de la democracia no se encarnan en los inmigrantes náufragos a los que se les disparaba con bolas de goma para que no pisasen las playas españolas, sino en algunos personajes con chaqueta y corbata que decían trabajar por la seguridad y la economía de la nación.
Después es necesario pararse a pensar en la libertad, palabra que no puede confundirse con la ley del más fuerte. A la mentira neoliberal debe oponerse una idea ilustrada de la libertad que se sostenga en su clara dimensión social. Una sociedad libre es una sociedad con un marco de convivencia bien definido que permita la realización en libertad e igualdad de cada persona gracias a una educación pública sin dogmas ni privilegios. La libertad no viene del mercado, sino de un contrato social que asegure la convivencia, la dignidad laboral y un mundo empresarial decente y comprometido con su sociedad.
Aunque los neoliberales pongan el grito en el cielo, hay medidas que no son propias de radicales, sino de una política que se ha parado a pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario