Análisis
Bernie ya ha ganado (Iowa)
El senador demócrata consigue su primera
victoria, a pesar de la manifiesta hostilidad de gran parte del
‘establishment’ demócrata y de los medios, empeñados en dar como
vencedor a Buttigieg, un candidato más de su gusto
Vicente Rubio-Pueyo
Nueva York
,
7/02/2020
CTX-Público
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Intenso comienzo el de las primarias para elegir el candidato
demócrata que se enfrentará a Donald Trump el próximo noviembre. La
primera estación eran los caucuses de Iowa, celebrados este lunes 3 de
febrero, curiosamente en fechas cercanas al famoso día de la marmota en
Punxsutawney, Pensilvania, que tantos recordaremos por aquella película
de Harold Ramis en la que un arrogante periodista de ciudad quedaba
condenado a repetir sine die la misma exacta jornada en aquel
pueblo. Ambos rituales suelen convocar, cada año o cada cuatro años,
respectivamente, un género periodístico similar: la observación irónica
de una tradición lugareña, folclórica, inescrutable. Al ritual, claro,
se responde con ritual: mediante la interpretación de los gestos de la
marmota, o con rutinarios ejercicios pedagógicos acerca de cómo funciona
el sistema de votación por caucus, un peculiar método con rasgos
participativos y deliberativos, lentos para el ojo cuantitativo de la
televisión y de internet, pero también –como recordaba mi compañero
Antonio Córdoba estos días– con aspectos sumamente problemáticos (¿Quién
puede participar en un caucus? ¿A partir de qué hora y hasta qué hora?
¿Después de qué tipo de jornada laboral? ¿Abandonando qué tareas
reproductivas?).
Este año, sin embargo, la confusión no ha venido por el lado supuestamente arcaico del asunto, sino precisamente por todo lo contrario. La novedosa app de recuento electoral usada por los participantes en los caucus, encargada por el Partido Demócrata de Iowa a una compañía llamada –con exactitud poética– Shadow, Inc., cayó estrepitosamente la noche del martes. La línea telefónica de urgencia que se había habilitado se saturó enseguida. A partir de aquí empiezan horas y días de confusión –accidental y también interesada– pero también, a su modo, horas y días profundamente reveladores.
La primera y más importante confusión que hay que deshacer es la de quién ha ganado en Iowa. Habrán escuchado un nombre, el de Pete Buttigieg, el joven exalcalde de South Bend, una pequeña ciudad universitaria en Indiana. Bien: Pete Buttigieg no ha sido el vencedor. Es Bernie Sanders quien ha ganado en Iowa. A esta hora en que escribo (jueves por la noche en Nueva York), ya con el 100% escrutado –después de tres días, y tras numerosos problemas, parones, correcciones e incluso cuestionamiento de última hora– Sanders gana en el “popular vote”, esto es, en el total de votos (45.826, un 26.6% del total, frente a los 43.195, un 25%, de Buttigieg). En términos de cuántos delegados por Iowa va a tener cada candidato en la convención nacional (los llamados “pledged delegates”, que son quienes decidirán, en última instancia, al candidato o candidata) hay un empate entre Sanders y Buttigieg, 11 delegados cada uno. (Los números pueden variar en las próximas horas, y de hecho resulta difícil encontrar esa información confirmada, lo que es parte del problema que este artículo intenta señalar).
¿Por qué entonces se está aclamando a Buttigieg como vencedor? El único criterio bajo el que resulta ganador es el SDE (State Delegate Equivalents), un sistema de puntos en el que el joven candidato de Indiana recibe una cifra de 564.012, frente a 562.497 de Bernie. Atención: no son votos ni delegados. Esas cantidades no se refieren a personas que han votado a un candidato u otro, ni a personas en las que se va a delegar la representación del estado de Iowa en la convención demócrata: son puntos en un sistema matemático, un índice de la densidad de voto a un candidato, que ayuda a convertir las cifras de votos, redondearlas y asignarlas a los puestos de delegados existentes.
¿Complicado, no? La cuestión es que ese baremo por SDE no significa, por sí mismo, una victoria. Y aun aceptándolo como un criterio entre otros, al existir otros dos resultados divergentes (el voto total y el número de delegados nacionales), resulta sorprendente –por decir algo– que se haya presentado durante días a Buttigieg como claro ganador en Iowa. Como contaba en twitter el periodista Matthew Yglesias: “Es legítimo argumentar entre delegados (empate) frente a votos (gana Bernie)”. Es lo que ocurrió algunas veces en las primarias de 2016 entre Hillary y Bernie, y es el debate habitual en cualquier parte respecto a la justicia de los sistemas electorales, su representatividad, etc. En España, con la ley D’Hont, o sin ir más lejos, en la última elección presidencial estadounidense, cuando Hillary ganó el “popular vote” pero Trump venció en el “electoral college”. Pero los SDE, como señalan Yglesias y otras muchas voces, no son más que un paso intermedio, accesorio, técnico.
¿Cómo se ha llegado entonces a esta situación y por qué este empeño en dar como ganador a Buttigieg? El pasado lunes, el día de los caucus, por la noche, ya con los primeros indicios de los resultados (aunque oficialmente todavía al 0%) y de la confusión por venir, Buttigieg se despedía de sus seguidores en Des Moines diciendo que Iowa había “convertido en realidad una esperanza” y que su campaña se dirigía ya “victoriosa” hacia New Hampshire (cuyas primarias son el próximo martes 11 de febrero). De una manera ciertamente ambigua, pero efectiva, Buttigieg se proyectaba como vencedor. En este punto es preciso señalar algunos detalles, como por ejemplo la existencia de contactos previos entre la campaña de Buttigieg y Shadow Inc. Pete for America solicitó los servicios de mensajería de texto de la compañía en verano de 2019. Más significativo, en cualquier caso, es el hecho de que Shadow Inc. haya sido fundada por una serie de veteranos especialistas de las campañas de Hillary y Obama. No se trata de descubrir ninguna secreta conspiración. La primera causa de lo ocurrido en Iowa es, sin duda, un fracaso tecnológico-organizativo (la caída de la app, la falta de funcionamiento y coordinación en el recuento). El hecho de que la app vendida a una delegación estatal del Partido Demócrata pertenezca a nombres con fuertes lazos en el aparato nacional habla más de corruptelas, influencias, enchufes e incompetencia, endémicas en una organización casi bicentenaria, sazonadas, eso sí, con la más rabiosa fascinación tecnocrática por las nuevas tecnologías. Todo característicamente demócrata. Sí es plausible, sin embargo, preguntarse hasta qué punto las diversas campañas disponían de diferente información el lunes por la noche, y qué decisiones tomaron a partir de ahí.
Hemos hablado de cifras y datos, de tecnicismos de conteo electoral e incluso descubierto oscuras conexiones. Pero lo importante en política –al contrario de lo que se suele pensar– no es lo oculto, sino lo evidente. Los sentidos y narraciones (y cuentos, historias e incluso películas) que se construyen sobre la marcha. A partir del martes 3 de febrero empieza a instalarse una narrativa del “caos en Iowa”, que deriva en una lucha por aprovechar la situación y lograr el impulso (el famoso “momentum”) del primer episodio de las primarias para llegar (y subir, y crecer) hasta el segundo (como ya dijimos, New Hampshire, el martes 11 de febrero). Y por cierto, lo ha conseguido: Buttigieg se ha disparado en las encuestas en New Hampshire. En medio de la confusión, el joven exalcalde de South Bend hace una apuesta: se declara “victorioso”. Y los grandes medios le compran el marco. A partir de ahí, se habla de la sorpresa de Buttigieg, de su irresistible e inesperado ascenso.
En realidad, la sorpresa no es tanta porque en las encuestas previas había seguido una línea ascendente. Sin embargo, la “sorpresa Buttigieg” es el mensaje que emiten, de diversas maneras, The New York Times, The Washington Post, CNN o CBS. Y es un marco que –por lo que he visto– se ha reproducido con bastante fidelidad y facilidad en la prensa española. Como español residente en EE.UU., este es el motivo por el que empecé a escribir estas líneas: no solo que esté asistiendo a cómo un marco se construye delante de mis ojos, en directo, en este país, sino que además veo, a través de amigos y familia, cómo ese marco se está aceptando con toda naturalidad en mi país de origen. La razón no hay que buscarla en prurito de exactitud: no se trata del dato numérico del SDE, o de abstrusas explicaciones estadísticas o técnicas. Se trata de tragar con el marco entero, tal cual. Y eso es lo que me parece grave: esos marcos reproducidos tan naturalmente hablan mucho de una pereza ideológica por comprender. Me irrita esa cobertura de los medios tanto en EE.UU. como en España porque, precisamente, la –profundísima– crisis de autoridad de los medios es un factor que explica en buena medida ya no solo el fenómeno Sanders, sino también, el fenómeno Trump.
Para salir de ese marco, aquí van unas consideraciones. La primera: la verdadera sorpresa de Iowa no es Buttigieg. Es Biden: su descalabro absoluto, que le lleva del primer lugar en las encuestas al cuarto, tras Buttigieg y Bernie, y también de Warren, y con Klobuchar muy cerca. En ese descalabro de Biden se abre un vacío, y Buttigieg decide llenarlo. Pero para entender eso es preciso hablar no de Buttigieg, sino de ese vacío. Ese vacío no es sino el abismo al que se asoma, hace ya un tiempo (desde por lo menos 2016, con la primera campaña presidencial de Sanders, y el trauma de la victoria de Trump, y desde antes, con Occupy y Black Lives Matter) la hegemonía de todo un establishment político, económico y mediático. Y ese abismo es el que se apresta a llenar Buttigieg, en un gesto pseudo-maquiavélico (aprendido tal vez irónicamente, quién sabe, de su padre, el recientemente fallecido experto en Gramsci Joseph Buttigieg). El candidato perfecto: veterano militar, gay, políglota, cosmopolita, responsable empleado en corporaciones como McKinsey y exalcalde de una pequeña ciudad de Indiana en la que, entre otras cosas, militarizó el cuerpo de policía. Buttigieg no es el protagonista, sino el síntoma. Como es síntoma otro exalcalde, este republicano, el de Nueva York, Michael Bloomberg (el billonario que da nombre al grupo de noticias financieras) que presentó su candidatura hace apenas unas semanas, decidido también a llenar la ansiedad del establishment con la fórmula centrista de apelar al supuesto votante moderado, situado entre los dos grandes partidos. Bloomberg, cómo no, previo pago de 300.000 dólares al DNC (el órgano ejecutivo demócrata) va a poder participar en los próximos debates televisados, a pesar de haber cosechado literalmente el 0% de los votos en Iowa, y ya es presentado por todos los grandes medios como un candidato relevante.
El inmediato apoyo de los medios a Buttigieg (y a Bloomberg) puede entenderse como un movimiento del establishment barajando cartas y buscando un nuevo candidato de referencia. La noticia no son los nombres propios, viejos o nuevos, sino precisamente la profusión de nombres. Esto es, la división interna de propio establishment y su actual estado de confusión. Porque más allá de resultados, lo que este episodio de Iowa revela es un Partido Demócrata en profunda crisis. La más aparente, la organizativa y la de meras funciones técnicas, como mostró ridículamente todo el asunto de la app la noche del lunes 3 de febrero, y como ha confirmado unos días después, Tom Pérez, presidente del DNC quien, tal vez agobiado ante la subida de Bernie en los escrutinios (recortando incluso la ventaja de Buttigieg en los sacrosantos SDE), daba un nuevo giro tragicómico a la historia llamando a un nuevo recuento. Pero, sobre todo, una fuerza política en proceso de descomposición orgánica. Un partido compuesto por élites de expertos formados en las Ivy League, incapaces de leer el país, tecnócratas ineficientes (valga el –solo aparente– oxímoron) insensibles al dolor social. Un partido que, con episodios como este, demuestra no saber ganar. Y lo que es peor, no querer ganar. Un partido cuyas fuerzas constitutivas –y en eso y no en otra cosa consiste su profunda hostilidad hacia Bernie– tienen, fundamentalmente, miedo a la gente. Durante toda esta ordalía, el centrismo encontró un momentáneo descanso el martes noche, cuando Nancy Pelosi –en su ya ritual gesticulación anual en cada discurso sobre el estado de la Unión– rompió el escrito leído por Trump, tras haber aplaudido sin embargo los presupuestos en defensa, la presencia de Guaido y tantas otras cosas. ¿Who cares?
El episodio de Iowa no ha sido más que la revelación de un creciente nerviosismo en el establishment demócrata incubado desde hace meses. En lo que llevamos de campaña ya se ha demostrado que los ejes que van marcar los debates son la sanidad pública (Medicare for All), la subida del salario mínimo o el Green New Deal, temas todos que Sanders ha apoyado e impulsado, y respecto a los cuales todas las candidaturas deben posicionarse. Además, el apoyo de nuevas figuras como Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar o Rashida Tlaib han roto en pedazos la imagen (construida por Hillary en 2016) de que Sander era un candidato incapaz de conformar una coalición diversa no solo en términos de clase, sino también de género, y de etnia y raza. Esto lleva a otro aspecto, todavía no muy discutido, de la caída de Biden: ha caído quien era el candidato “elegible” (electable) por excelencia, la apuesta segura contra Trump. Ahora mismo, es difícil pensar en otro candidato con una capacidad de agregación como la de Sanders y la de sus miles de organizadores y voluntarios. Es el candidato mejor valorado entre votantes afroamericanos, latinos y asiático-americanos. Por supuesto, cuenta con el apoyo de sectores trabajadores y numerosos sindicatos. Y, a la vez, es capaz de interpelar a un voto blanco rural, crucial en unas presidenciales, y de vencer a Trump en estados tradicionalmente republicanos. Esta semana se publicaban estudios de encuestas que le daban como favorito en New Hampshire, Nevada, California, Texas, North Carolina, Virginia, Massachusetts, Minnesota, Colorado, Tennessee, Oklahoma, Arkansas, Utah, Maine, Vermont. Biden aparecía como favorito únicamente en South Carolina y Alabama. No se trata de ser triunfalista, porque la carrera acaba de empezar. Pero de momento, y pase lo que pase, Bernie ya ha ganado una batalla importante: la de una profunda transformación del discurso público, de ideas, espacios y personas, visibles e invisibles, que no van a marcharse y van a continuar el camino que Sanders ya ha abierto. Bernie ya ha ganado eso. Y sí, Bernie –también– ha ganado Iowa.
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Vicente Rubio-Pueyo es profesor adjunto en Fordham University (Nueva York). Investiga y escribe sobre cultura y política en la España contemporánea.
Este año, sin embargo, la confusión no ha venido por el lado supuestamente arcaico del asunto, sino precisamente por todo lo contrario. La novedosa app de recuento electoral usada por los participantes en los caucus, encargada por el Partido Demócrata de Iowa a una compañía llamada –con exactitud poética– Shadow, Inc., cayó estrepitosamente la noche del martes. La línea telefónica de urgencia que se había habilitado se saturó enseguida. A partir de aquí empiezan horas y días de confusión –accidental y también interesada– pero también, a su modo, horas y días profundamente reveladores.
La primera y más importante confusión que hay que deshacer es la de quién ha ganado en Iowa. Habrán escuchado un nombre, el de Pete Buttigieg, el joven exalcalde de South Bend, una pequeña ciudad universitaria en Indiana. Bien: Pete Buttigieg no ha sido el vencedor. Es Bernie Sanders quien ha ganado en Iowa. A esta hora en que escribo (jueves por la noche en Nueva York), ya con el 100% escrutado –después de tres días, y tras numerosos problemas, parones, correcciones e incluso cuestionamiento de última hora– Sanders gana en el “popular vote”, esto es, en el total de votos (45.826, un 26.6% del total, frente a los 43.195, un 25%, de Buttigieg). En términos de cuántos delegados por Iowa va a tener cada candidato en la convención nacional (los llamados “pledged delegates”, que son quienes decidirán, en última instancia, al candidato o candidata) hay un empate entre Sanders y Buttigieg, 11 delegados cada uno. (Los números pueden variar en las próximas horas, y de hecho resulta difícil encontrar esa información confirmada, lo que es parte del problema que este artículo intenta señalar).
¿Por qué entonces se está aclamando a Buttigieg como vencedor? El único criterio bajo el que resulta ganador es el SDE (State Delegate Equivalents), un sistema de puntos en el que el joven candidato de Indiana recibe una cifra de 564.012, frente a 562.497 de Bernie. Atención: no son votos ni delegados. Esas cantidades no se refieren a personas que han votado a un candidato u otro, ni a personas en las que se va a delegar la representación del estado de Iowa en la convención demócrata: son puntos en un sistema matemático, un índice de la densidad de voto a un candidato, que ayuda a convertir las cifras de votos, redondearlas y asignarlas a los puestos de delegados existentes.
¿Complicado, no? La cuestión es que ese baremo por SDE no significa, por sí mismo, una victoria. Y aun aceptándolo como un criterio entre otros, al existir otros dos resultados divergentes (el voto total y el número de delegados nacionales), resulta sorprendente –por decir algo– que se haya presentado durante días a Buttigieg como claro ganador en Iowa. Como contaba en twitter el periodista Matthew Yglesias: “Es legítimo argumentar entre delegados (empate) frente a votos (gana Bernie)”. Es lo que ocurrió algunas veces en las primarias de 2016 entre Hillary y Bernie, y es el debate habitual en cualquier parte respecto a la justicia de los sistemas electorales, su representatividad, etc. En España, con la ley D’Hont, o sin ir más lejos, en la última elección presidencial estadounidense, cuando Hillary ganó el “popular vote” pero Trump venció en el “electoral college”. Pero los SDE, como señalan Yglesias y otras muchas voces, no son más que un paso intermedio, accesorio, técnico.
¿Cómo se ha llegado entonces a esta situación y por qué este empeño en dar como ganador a Buttigieg? El pasado lunes, el día de los caucus, por la noche, ya con los primeros indicios de los resultados (aunque oficialmente todavía al 0%) y de la confusión por venir, Buttigieg se despedía de sus seguidores en Des Moines diciendo que Iowa había “convertido en realidad una esperanza” y que su campaña se dirigía ya “victoriosa” hacia New Hampshire (cuyas primarias son el próximo martes 11 de febrero). De una manera ciertamente ambigua, pero efectiva, Buttigieg se proyectaba como vencedor. En este punto es preciso señalar algunos detalles, como por ejemplo la existencia de contactos previos entre la campaña de Buttigieg y Shadow Inc. Pete for America solicitó los servicios de mensajería de texto de la compañía en verano de 2019. Más significativo, en cualquier caso, es el hecho de que Shadow Inc. haya sido fundada por una serie de veteranos especialistas de las campañas de Hillary y Obama. No se trata de descubrir ninguna secreta conspiración. La primera causa de lo ocurrido en Iowa es, sin duda, un fracaso tecnológico-organizativo (la caída de la app, la falta de funcionamiento y coordinación en el recuento). El hecho de que la app vendida a una delegación estatal del Partido Demócrata pertenezca a nombres con fuertes lazos en el aparato nacional habla más de corruptelas, influencias, enchufes e incompetencia, endémicas en una organización casi bicentenaria, sazonadas, eso sí, con la más rabiosa fascinación tecnocrática por las nuevas tecnologías. Todo característicamente demócrata. Sí es plausible, sin embargo, preguntarse hasta qué punto las diversas campañas disponían de diferente información el lunes por la noche, y qué decisiones tomaron a partir de ahí.
Hemos hablado de cifras y datos, de tecnicismos de conteo electoral e incluso descubierto oscuras conexiones. Pero lo importante en política –al contrario de lo que se suele pensar– no es lo oculto, sino lo evidente. Los sentidos y narraciones (y cuentos, historias e incluso películas) que se construyen sobre la marcha. A partir del martes 3 de febrero empieza a instalarse una narrativa del “caos en Iowa”, que deriva en una lucha por aprovechar la situación y lograr el impulso (el famoso “momentum”) del primer episodio de las primarias para llegar (y subir, y crecer) hasta el segundo (como ya dijimos, New Hampshire, el martes 11 de febrero). Y por cierto, lo ha conseguido: Buttigieg se ha disparado en las encuestas en New Hampshire. En medio de la confusión, el joven exalcalde de South Bend hace una apuesta: se declara “victorioso”. Y los grandes medios le compran el marco. A partir de ahí, se habla de la sorpresa de Buttigieg, de su irresistible e inesperado ascenso.
En realidad, la sorpresa no es tanta porque en las encuestas previas había seguido una línea ascendente. Sin embargo, la “sorpresa Buttigieg” es el mensaje que emiten, de diversas maneras, The New York Times, The Washington Post, CNN o CBS. Y es un marco que –por lo que he visto– se ha reproducido con bastante fidelidad y facilidad en la prensa española. Como español residente en EE.UU., este es el motivo por el que empecé a escribir estas líneas: no solo que esté asistiendo a cómo un marco se construye delante de mis ojos, en directo, en este país, sino que además veo, a través de amigos y familia, cómo ese marco se está aceptando con toda naturalidad en mi país de origen. La razón no hay que buscarla en prurito de exactitud: no se trata del dato numérico del SDE, o de abstrusas explicaciones estadísticas o técnicas. Se trata de tragar con el marco entero, tal cual. Y eso es lo que me parece grave: esos marcos reproducidos tan naturalmente hablan mucho de una pereza ideológica por comprender. Me irrita esa cobertura de los medios tanto en EE.UU. como en España porque, precisamente, la –profundísima– crisis de autoridad de los medios es un factor que explica en buena medida ya no solo el fenómeno Sanders, sino también, el fenómeno Trump.
Para salir de ese marco, aquí van unas consideraciones. La primera: la verdadera sorpresa de Iowa no es Buttigieg. Es Biden: su descalabro absoluto, que le lleva del primer lugar en las encuestas al cuarto, tras Buttigieg y Bernie, y también de Warren, y con Klobuchar muy cerca. En ese descalabro de Biden se abre un vacío, y Buttigieg decide llenarlo. Pero para entender eso es preciso hablar no de Buttigieg, sino de ese vacío. Ese vacío no es sino el abismo al que se asoma, hace ya un tiempo (desde por lo menos 2016, con la primera campaña presidencial de Sanders, y el trauma de la victoria de Trump, y desde antes, con Occupy y Black Lives Matter) la hegemonía de todo un establishment político, económico y mediático. Y ese abismo es el que se apresta a llenar Buttigieg, en un gesto pseudo-maquiavélico (aprendido tal vez irónicamente, quién sabe, de su padre, el recientemente fallecido experto en Gramsci Joseph Buttigieg). El candidato perfecto: veterano militar, gay, políglota, cosmopolita, responsable empleado en corporaciones como McKinsey y exalcalde de una pequeña ciudad de Indiana en la que, entre otras cosas, militarizó el cuerpo de policía. Buttigieg no es el protagonista, sino el síntoma. Como es síntoma otro exalcalde, este republicano, el de Nueva York, Michael Bloomberg (el billonario que da nombre al grupo de noticias financieras) que presentó su candidatura hace apenas unas semanas, decidido también a llenar la ansiedad del establishment con la fórmula centrista de apelar al supuesto votante moderado, situado entre los dos grandes partidos. Bloomberg, cómo no, previo pago de 300.000 dólares al DNC (el órgano ejecutivo demócrata) va a poder participar en los próximos debates televisados, a pesar de haber cosechado literalmente el 0% de los votos en Iowa, y ya es presentado por todos los grandes medios como un candidato relevante.
El inmediato apoyo de los medios a Buttigieg (y a Bloomberg) puede entenderse como un movimiento del establishment barajando cartas y buscando un nuevo candidato de referencia. La noticia no son los nombres propios, viejos o nuevos, sino precisamente la profusión de nombres. Esto es, la división interna de propio establishment y su actual estado de confusión. Porque más allá de resultados, lo que este episodio de Iowa revela es un Partido Demócrata en profunda crisis. La más aparente, la organizativa y la de meras funciones técnicas, como mostró ridículamente todo el asunto de la app la noche del lunes 3 de febrero, y como ha confirmado unos días después, Tom Pérez, presidente del DNC quien, tal vez agobiado ante la subida de Bernie en los escrutinios (recortando incluso la ventaja de Buttigieg en los sacrosantos SDE), daba un nuevo giro tragicómico a la historia llamando a un nuevo recuento. Pero, sobre todo, una fuerza política en proceso de descomposición orgánica. Un partido compuesto por élites de expertos formados en las Ivy League, incapaces de leer el país, tecnócratas ineficientes (valga el –solo aparente– oxímoron) insensibles al dolor social. Un partido que, con episodios como este, demuestra no saber ganar. Y lo que es peor, no querer ganar. Un partido cuyas fuerzas constitutivas –y en eso y no en otra cosa consiste su profunda hostilidad hacia Bernie– tienen, fundamentalmente, miedo a la gente. Durante toda esta ordalía, el centrismo encontró un momentáneo descanso el martes noche, cuando Nancy Pelosi –en su ya ritual gesticulación anual en cada discurso sobre el estado de la Unión– rompió el escrito leído por Trump, tras haber aplaudido sin embargo los presupuestos en defensa, la presencia de Guaido y tantas otras cosas. ¿Who cares?
El episodio de Iowa no ha sido más que la revelación de un creciente nerviosismo en el establishment demócrata incubado desde hace meses. En lo que llevamos de campaña ya se ha demostrado que los ejes que van marcar los debates son la sanidad pública (Medicare for All), la subida del salario mínimo o el Green New Deal, temas todos que Sanders ha apoyado e impulsado, y respecto a los cuales todas las candidaturas deben posicionarse. Además, el apoyo de nuevas figuras como Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar o Rashida Tlaib han roto en pedazos la imagen (construida por Hillary en 2016) de que Sander era un candidato incapaz de conformar una coalición diversa no solo en términos de clase, sino también de género, y de etnia y raza. Esto lleva a otro aspecto, todavía no muy discutido, de la caída de Biden: ha caído quien era el candidato “elegible” (electable) por excelencia, la apuesta segura contra Trump. Ahora mismo, es difícil pensar en otro candidato con una capacidad de agregación como la de Sanders y la de sus miles de organizadores y voluntarios. Es el candidato mejor valorado entre votantes afroamericanos, latinos y asiático-americanos. Por supuesto, cuenta con el apoyo de sectores trabajadores y numerosos sindicatos. Y, a la vez, es capaz de interpelar a un voto blanco rural, crucial en unas presidenciales, y de vencer a Trump en estados tradicionalmente republicanos. Esta semana se publicaban estudios de encuestas que le daban como favorito en New Hampshire, Nevada, California, Texas, North Carolina, Virginia, Massachusetts, Minnesota, Colorado, Tennessee, Oklahoma, Arkansas, Utah, Maine, Vermont. Biden aparecía como favorito únicamente en South Carolina y Alabama. No se trata de ser triunfalista, porque la carrera acaba de empezar. Pero de momento, y pase lo que pase, Bernie ya ha ganado una batalla importante: la de una profunda transformación del discurso público, de ideas, espacios y personas, visibles e invisibles, que no van a marcharse y van a continuar el camino que Sanders ya ha abierto. Bernie ya ha ganado eso. Y sí, Bernie –también– ha ganado Iowa.
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Vicente Rubio-Pueyo es profesor adjunto en Fordham University (Nueva York). Investiga y escribe sobre cultura y política en la España contemporánea.
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