Verso Libre
La incultura como programa político
Publicada el 02/02/2020
Infolibre
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Al poeta Miguel Hernández no le dejaron estudiar.
La leyenda repitió durante años que la pobreza familiar había impedido
su permanencia en los centros escolares; pero no era verdad. La razón
fue que su padre consideraba el estudio como algo peligroso para el
pueblo y que los libros debían reservarse para las élites destinadas a
la Iglesia o al Gobierno. Si una buena educación pública
es una exigencia imprescindible en la igualdad y el progreso
democrático de una sociedad, resulta lógico que las élites económicas se
planteen la colaboración con el fanatismo y la incultura para mantener
sus privilegios.
El prestigio del "no saber" o el desprecio del conocimiento caracteriza buena parte de los debates políticos. Lo que en una dictadura se aborda con prohibiciones y silencios, en las democracias se procura con campañas de manipulación en las que una verdad queda inutilizada por sentimientos de desconfianza o negación preventiva. Hay sectores de la población que se sienten orgullosos de ser analfabetos.
El caso de Donald Trump parece un ejemplo claro. Su sistemático uso del humor zafio y la mentira sólo puede dar frutos en una sociedad orgullosa de su "no saber". Los estudios de miles de científicos alarmados por las consecuencias del cambio climático y el daño de la producción destructiva valen menos que una ocurrencia chistosa de Trump. Y si nos ponemos a pensar en la contaminación de los procesos democráticos, es llamativo que la mayoría republicana del Senado haya votado a favor del no saber, el privilegio de ocultar documentos y testigos en el debate público, para declarar la inocencia con el respaldo del desconocimiento.
En esta dinámica orgullosa del analfabetismo, tampoco es un síntoma menor las pocas consecuencias políticas que tuvo en el Reino Unido el descubrimiento de las mentiras y las manipulaciones de los que organizaron la campaña en apoyo del Brexit. Si se trata de defenderse de los migrantes, es un detalle menor conocer la realidad de las migraciones. Y si se trata de sentirse libre acabando con la regulación de los intercambios económicos, tampoco parece útil detenerse a pensar quién se beneficia y quiénes padecen la falta de una ordenación económica.
El fanatismo y el desconocimiento se han puesto de moda también en los debates políticos españoles sobre la igualdad de género, la sexualidad y la memoria democrática. Muchos historiadores han dedicado cientos de libros, con todo el peso de la sabiduría académica, a explicar los hechos ocurridos a raíz del golpe de Estado de 1936. De nada sirve este saber ante la impunidad de algunos portavoces políticos dispuestos a disparatar o falsear la historia.
Conviene ser consciente de que todos estos disparates no son fruto de la ignorancia, sino de cálculos razonables para movilizar la irracionalidad ajena. Cristina Monge publicó en infoLibre una esclarecedora columna sobre la meditada elección de la fórmula "pin parental" para bautizar el asalto a la enseñanza pública. Una palabra positiva, que nos da acceso a nuestro ordenador y nuestras redes, y otra entrañable, con buenos ecos familiares, se escogió para generar un debate falso y, de camino, poner en el punto de mira político la anulación de la enseñanza pública y el prestigio ético de sus profesores. En realidad, se trataba de volver a los tiempos del padre reaccionario de Miguel Hernández y del predominio de la superstición clerical frente a la educación y el conocimiento. Lo que era un "virus fundamentalista" fue bautizado como "pin parental" para jugar con los sentimientos de la gente.
La armas de destrucción masiva de la Primera Guerra Mundial hicieron que los poetas empezasen a mirar con sospecha la palabra "progreso". Los campos de concentración del nazismo y la bomba atómica norteamericana, capaces de convertir la razón en una geometría del asesinato, provocaron desilusiones contra la sabiduría occidental como la que Adorno condensó en su queja más famosa: "no se puede escribir poesía después de Auschwitz". El prestigio intelectual de la razón estaba por los suelos entre los intelectuales.
Pero lo que ahora se busca es una vuelta al fanatismo de un pueblo invitado al no saber. Es la estrategia inventada para jugar con su desamparo y su miedo. Es la salida irresponsable que los ideólogos del neoliberalismo, dispuestos a sacrificar la raíz de su propia ideología, pretenden justificar como respuesta ante la desigualdad, la precariedad y la incertidumbre provocada en las mayorías sociales con sus medidas económicas.
Están jugando con el fuego del "no saber" y del odio al conocimiento. La manera de combatir este mal no se limita a combatir el virus fundamentalista con educación pública. Resulta también necesario crear condiciones de vida digna para salvar a la gente de su desamparo. Y el Estado sabe cómo hacerlo. Tiene esa sabiduría.
El prestigio del "no saber" o el desprecio del conocimiento caracteriza buena parte de los debates políticos. Lo que en una dictadura se aborda con prohibiciones y silencios, en las democracias se procura con campañas de manipulación en las que una verdad queda inutilizada por sentimientos de desconfianza o negación preventiva. Hay sectores de la población que se sienten orgullosos de ser analfabetos.
El caso de Donald Trump parece un ejemplo claro. Su sistemático uso del humor zafio y la mentira sólo puede dar frutos en una sociedad orgullosa de su "no saber". Los estudios de miles de científicos alarmados por las consecuencias del cambio climático y el daño de la producción destructiva valen menos que una ocurrencia chistosa de Trump. Y si nos ponemos a pensar en la contaminación de los procesos democráticos, es llamativo que la mayoría republicana del Senado haya votado a favor del no saber, el privilegio de ocultar documentos y testigos en el debate público, para declarar la inocencia con el respaldo del desconocimiento.
En esta dinámica orgullosa del analfabetismo, tampoco es un síntoma menor las pocas consecuencias políticas que tuvo en el Reino Unido el descubrimiento de las mentiras y las manipulaciones de los que organizaron la campaña en apoyo del Brexit. Si se trata de defenderse de los migrantes, es un detalle menor conocer la realidad de las migraciones. Y si se trata de sentirse libre acabando con la regulación de los intercambios económicos, tampoco parece útil detenerse a pensar quién se beneficia y quiénes padecen la falta de una ordenación económica.
El fanatismo y el desconocimiento se han puesto de moda también en los debates políticos españoles sobre la igualdad de género, la sexualidad y la memoria democrática. Muchos historiadores han dedicado cientos de libros, con todo el peso de la sabiduría académica, a explicar los hechos ocurridos a raíz del golpe de Estado de 1936. De nada sirve este saber ante la impunidad de algunos portavoces políticos dispuestos a disparatar o falsear la historia.
Conviene ser consciente de que todos estos disparates no son fruto de la ignorancia, sino de cálculos razonables para movilizar la irracionalidad ajena. Cristina Monge publicó en infoLibre una esclarecedora columna sobre la meditada elección de la fórmula "pin parental" para bautizar el asalto a la enseñanza pública. Una palabra positiva, que nos da acceso a nuestro ordenador y nuestras redes, y otra entrañable, con buenos ecos familiares, se escogió para generar un debate falso y, de camino, poner en el punto de mira político la anulación de la enseñanza pública y el prestigio ético de sus profesores. En realidad, se trataba de volver a los tiempos del padre reaccionario de Miguel Hernández y del predominio de la superstición clerical frente a la educación y el conocimiento. Lo que era un "virus fundamentalista" fue bautizado como "pin parental" para jugar con los sentimientos de la gente.
La armas de destrucción masiva de la Primera Guerra Mundial hicieron que los poetas empezasen a mirar con sospecha la palabra "progreso". Los campos de concentración del nazismo y la bomba atómica norteamericana, capaces de convertir la razón en una geometría del asesinato, provocaron desilusiones contra la sabiduría occidental como la que Adorno condensó en su queja más famosa: "no se puede escribir poesía después de Auschwitz". El prestigio intelectual de la razón estaba por los suelos entre los intelectuales.
Pero lo que ahora se busca es una vuelta al fanatismo de un pueblo invitado al no saber. Es la estrategia inventada para jugar con su desamparo y su miedo. Es la salida irresponsable que los ideólogos del neoliberalismo, dispuestos a sacrificar la raíz de su propia ideología, pretenden justificar como respuesta ante la desigualdad, la precariedad y la incertidumbre provocada en las mayorías sociales con sus medidas económicas.
Están jugando con el fuego del "no saber" y del odio al conocimiento. La manera de combatir este mal no se limita a combatir el virus fundamentalista con educación pública. Resulta también necesario crear condiciones de vida digna para salvar a la gente de su desamparo. Y el Estado sabe cómo hacerlo. Tiene esa sabiduría.
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