El arte de salvarnos: vivir mejor en un planeta más sano
- "Ha surgido un movimiento que se
atreve a singularizar culpables, mirarles a la cara y preguntarles ¿qué
mundo quieren dejar a sus hijos e hijas, a sus nietos y nietas?"
- "La Generación Z exige a la élite política que se declare la emergencia climática y reclama, con celeridad, medidas valientes"
- "Las
verdades evidentes que conviven dentro de los sectores progresistas han
de ampliar el horizonte futuro, y, más pronto que tarde, constituir un
Green New Deal"
Héctor Tejero Franco, activista climático y diputado de Más Madrid y Juan Montero Martín, activista en Mas Madrid Joven y Estudiante de Derecho y Ciencia política
La política es narrativa, progreso y ambivalencia. La política — para quienes creemos en ella — es un arte insólito repleto de preguntas y respuestas, tensiones salvables e insalvables, libertad y poder. No obstante, lejos de ser un constructo exacto y milimétrico, inmutable y pincelado por ecuaciones algebraicas, la política está sometida a un continuo proceso de alteración, disputa y derrocamiento de su parte más noble. Claro ejemplo de ello, no cabe duda, es la manera en la que nos relacionamos con el medio ambiente y sus frutos: una lógica depredadora e insostenible que aumenta la desigualdad y la injusticia a la vez que provoca el calentamiento global, los incendios en la Amazonia y la contaminación de las grandes metrópolis. Sin embargo, de esa misma destrucción del planeta provocada por una gestión anudada al despropósito, ha surgido un movimiento que se atreve a singularizar culpables, mirarles a la cara y preguntarles ¿qué clase de mundo quieren dejar a sus hijos e hijas, a sus nietos y nietas?
El procedimiento que siguen es honesto: primero, anticipan el desorden futuro mientras demuestran que es posible recomponer el tejido social; después, revitalizan las calles, llenan las plazas y honran nuestra memoria colectiva. La preocupación por el cambio climático es real, auténtica, y la emancipación que se busca — permitidnos esta licencia poética — un horizonte amplio que enarbola una causa más que justa: vivir mejor en un planeta más sano. Esto, desde luego, no es una quimera, una ilusión fruto de la rabia e indignación de unos pocos, sino que trasciende todo lo imaginado y representa una comunidad amplia. Son los más jóvenes quienes, delineando un imaginario grupal, modulan el discurso, conforman una identidad propia y ensamblan las piezas del escenario sobre el que trabajan, como escultores que invisten de vida aquello que carecía de forma.
A partir de ahora, ninguna estructura, desde posiciones altivas, podrá actuar bajo las reglas, consensuadas o no, previas a la crisis de 2008. La juventud, regularmente desdeñada, está siendo protagonista de una especie de epifanía que parece ir en contra de algunos mandatos que, durante el cénit de la globalización, fueron auténticas máximas: sentencias firmes que debían cumplirse; por ejemplo, el fomento de la competencia como regla universal en nuestro día a día, en las clases, en los concursos de literatura que acudíamos obligados en el colegio; y, más tarde, en el trabajo: con nuestros compañeros, con la persona que devoraba éxitos, con la que despegaba con avidez, tras abandonar el nido académico.
Ahora bien, los cambios son sustancialmente reseñables, y muchos de los nacidos entre finales de los noventa y mediados del dos mil — llamémosles, bien Generación Posmillennial, bien Generación Z — han recusado los parámetros morales que renegaban de la comunidad, del cuidado mutuo y la conciliación de unos afectos indispensables en toda sociedad que se reconoce como democrática. Han, por decirlo de alguna forma, aprendido a valorar de dónde dimana la cosecha, a cuidar de la tierra y respetar su genealogía. Proseguimos un camino que se inició hace tiempo y que intenta corregir el elitismo que se proyecta sobre el medio rural. Lamentablemente, seguimos viviendo en un país articulado desde la óptica de la urbe: queda mucho trabajo por hacer.
Sin embargo, lejos de perseguir un planeta fantasmagórico que perpetúa la desigualdad, la Generación Z exige a la élite política que se declare la emergencia climática; reclama, con celeridad, medidas valientes — sí, como el Madrid Central de Manuela Carmena —, un espacio verde que ya trazó el Plan V de Más Madrid, un actor político sólido y comprometido con el medio ambiente, con una España descarbonizada que apueste por las energías renovables, con una transición ecológica y unas políticas de género que aúnen el ecologismo y la justicia social.
Dicho de otro modo: las verdades evidentes que conviven dentro de los sectores progresistas han de ampliar el horizonte futuro y, más pronto que tarde, constituir un Green New Deal. Necesitamos un nuevo acuerdo social verde que asegure, en un planeta con recursos limitados, el reparto equitativo de los mismos, una convivencia basada en la democracia, el cuidado mutuo y una transición hacia una economía sostenible y más justa para la inmensa mayoría.
Es momento de cambiar nuestro modelo de sociedad para sanar el territorio que cohabitamos con otras especies. Se nos acaba el tiempo. Nos necesitamos, mutuamente, para que cuando nuestros descendientes nos pregunten por lo que hicimos, respondamos que colmamos el vaso de alternativas y soluciones; que continuamos la senda que, en el mes de mayo, se atrevieron a inaugurar Iñigo Errejón y Manuela Carmena; que no dejamos solos, en las calles y plazas, a los compañeros y compañeras de Fridays For Future; que, finalmente, hicimos nuestro el noble arte de hacer y construir la política; que, sobre todo, no dejamos el paisaje roto, desierto y sin vida, como un erial desgastado por el tránsito humano.
::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
P.D.
La política es narrativa, progreso y ambivalencia. La política — para quienes creemos en ella — es un arte insólito repleto de preguntas y respuestas, tensiones salvables e insalvables, libertad y poder. No obstante, lejos de ser un constructo exacto y milimétrico, inmutable y pincelado por ecuaciones algebraicas, la política está sometida a un continuo proceso de alteración, disputa y derrocamiento de su parte más noble. Claro ejemplo de ello, no cabe duda, es la manera en la que nos relacionamos con el medio ambiente y sus frutos: una lógica depredadora e insostenible que aumenta la desigualdad y la injusticia a la vez que provoca el calentamiento global, los incendios en la Amazonia y la contaminación de las grandes metrópolis. Sin embargo, de esa misma destrucción del planeta provocada por una gestión anudada al despropósito, ha surgido un movimiento que se atreve a singularizar culpables, mirarles a la cara y preguntarles ¿qué clase de mundo quieren dejar a sus hijos e hijas, a sus nietos y nietas?
El procedimiento que siguen es honesto: primero, anticipan el desorden futuro mientras demuestran que es posible recomponer el tejido social; después, revitalizan las calles, llenan las plazas y honran nuestra memoria colectiva. La preocupación por el cambio climático es real, auténtica, y la emancipación que se busca — permitidnos esta licencia poética — un horizonte amplio que enarbola una causa más que justa: vivir mejor en un planeta más sano. Esto, desde luego, no es una quimera, una ilusión fruto de la rabia e indignación de unos pocos, sino que trasciende todo lo imaginado y representa una comunidad amplia. Son los más jóvenes quienes, delineando un imaginario grupal, modulan el discurso, conforman una identidad propia y ensamblan las piezas del escenario sobre el que trabajan, como escultores que invisten de vida aquello que carecía de forma.
A partir de ahora, ninguna estructura, desde posiciones altivas, podrá actuar bajo las reglas, consensuadas o no, previas a la crisis de 2008. La juventud, regularmente desdeñada, está siendo protagonista de una especie de epifanía que parece ir en contra de algunos mandatos que, durante el cénit de la globalización, fueron auténticas máximas: sentencias firmes que debían cumplirse; por ejemplo, el fomento de la competencia como regla universal en nuestro día a día, en las clases, en los concursos de literatura que acudíamos obligados en el colegio; y, más tarde, en el trabajo: con nuestros compañeros, con la persona que devoraba éxitos, con la que despegaba con avidez, tras abandonar el nido académico.
Ahora bien, los cambios son sustancialmente reseñables, y muchos de los nacidos entre finales de los noventa y mediados del dos mil — llamémosles, bien Generación Posmillennial, bien Generación Z — han recusado los parámetros morales que renegaban de la comunidad, del cuidado mutuo y la conciliación de unos afectos indispensables en toda sociedad que se reconoce como democrática. Han, por decirlo de alguna forma, aprendido a valorar de dónde dimana la cosecha, a cuidar de la tierra y respetar su genealogía. Proseguimos un camino que se inició hace tiempo y que intenta corregir el elitismo que se proyecta sobre el medio rural. Lamentablemente, seguimos viviendo en un país articulado desde la óptica de la urbe: queda mucho trabajo por hacer.
Sin embargo, lejos de perseguir un planeta fantasmagórico que perpetúa la desigualdad, la Generación Z exige a la élite política que se declare la emergencia climática; reclama, con celeridad, medidas valientes — sí, como el Madrid Central de Manuela Carmena —, un espacio verde que ya trazó el Plan V de Más Madrid, un actor político sólido y comprometido con el medio ambiente, con una España descarbonizada que apueste por las energías renovables, con una transición ecológica y unas políticas de género que aúnen el ecologismo y la justicia social.
Dicho de otro modo: las verdades evidentes que conviven dentro de los sectores progresistas han de ampliar el horizonte futuro y, más pronto que tarde, constituir un Green New Deal. Necesitamos un nuevo acuerdo social verde que asegure, en un planeta con recursos limitados, el reparto equitativo de los mismos, una convivencia basada en la democracia, el cuidado mutuo y una transición hacia una economía sostenible y más justa para la inmensa mayoría.
Es momento de cambiar nuestro modelo de sociedad para sanar el territorio que cohabitamos con otras especies. Se nos acaba el tiempo. Nos necesitamos, mutuamente, para que cuando nuestros descendientes nos pregunten por lo que hicimos, respondamos que colmamos el vaso de alternativas y soluciones; que continuamos la senda que, en el mes de mayo, se atrevieron a inaugurar Iñigo Errejón y Manuela Carmena; que no dejamos solos, en las calles y plazas, a los compañeros y compañeras de Fridays For Future; que, finalmente, hicimos nuestro el noble arte de hacer y construir la política; que, sobre todo, no dejamos el paisaje roto, desierto y sin vida, como un erial desgastado por el tránsito humano.
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P.D.
La evolución de la inteligencia colectiva es una maravilla. Basta con
descubrir que uno de los dos autores de este estupendo artículo, tiene
por apellidos Tejero y Franco, nada más y nada menos...Dos golpistas
fachas en las crónicas de cavernilandia, como son todos los golpistas en
realidad aunque se vistan de salvadores del pueblo y se sepan de
memoria a Marx, a Lenin, y a Gramsci según Laclau...para montarse la
hegemonía ideológica y timonela del cotarro.
A pesar de los genes y las denominaciones de origen patológicas, si se
quiere se puede. A la vista está, con el amigo Héctor, que junto a su
compañero de artículo, Juan Montero Martín, -por cierto Montero también
se llamaba un falangista con pedigrí de los comienzos del marrón del 36-
nos ofrecen un relato interesantísimo de la actualidad transformadora
de mentalidades, cerrazones y bloqueos superables, en una unidad que
supera hasta el mismo concepto de una Izquierda Unida, para convertirla
en Conciencia Ética Global y contagiosa desde la apertura y la lucidez.
El nominalismo medieval está superado desde el momento en que es la
rosa la que le da sentido al nombre, demostrando que no es la etiqueta
lingüística la que hace posible la rosa, sino el hecho evidente de su
realidad el que hace posible un nombre para ella, que ya existe al
margen de como se la quiera llamar. Pues eso. Metamorfosis imparable. Como debe
ser, para seguir adelante. Da igual el nombre que separa, lo fundamental
es el hecho cognitivo que unifica y orienta, sana e identifica, sin
amasar ni aplastar ni freir ni cocer. Como si fuésemos churros,
galletas, fartons, rosquillas pestiños o panellets.
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