domingo, 15 de septiembre de 2019

Genial, directo y sutil, Isaac Rosa, gracias!


El día nacional de la envidia

El día nacional de la envidia
El día nacional de la envidia RIKI BLANCO
Mi primera búsqueda fue sobre mí mismo. Supongo que todo el mundo hizo lo mismo, era la forma de comprobar si de verdad funcionaba, o todo era una gran broma. Pero no era ninguna broma: tecleé mi nombre y apellidos en la herramienta de búsqueda, y aparecieron veintitrés resultados, nunca pensé que tuviese tantos tocayos. Como el buscador no contaba con ningún filtro para discriminar resultados por domicilio, tuve que abrir uno a uno cada archivo hasta encontrar el mío. Y ahí estaba todo, en efecto eran datos auténticos: mis ingresos del año pasado, mis poco más de diecisiete mil euros brutos. La calderilla de los intereses generados por mis dos cuentas bancarias. El alquiler que pagamos por el piso. Y nada más, que mi economía doméstica tampoco tiene mucho que contar.
La siguiente búsqueda fue sobre mi vecino. No es que me importe cuánto gana, ni si tiene otro patrimonio que su piso; pero fue la primera persona que se me ocurrió. En ese momento escuchaba su televisor al otro lado de la pared, y teclear su nombre era como hacer un agujerito, asomarme sin hacer ruido y observar sus treinta y tantos mil euros de sueldo, su depósito bancario, su puñado de acciones y la plaza de garaje por cuyo alquiler declara poco más de mil euros en un año. Nada emocionante, la verdad. Uno siempre espera que los vecinos oculten perversiones inconfesables, cadáveres en el congelador o, en este caso, fortunas clandestinas.
Después pensé en buscar compañeros de trabajo. Pero nada más encontrar el primero, me di cuenta de que era una pérdida de tiempo: todos ganamos más o menos lo mismo, y ninguno tiene precisamente pinta de ser un millonario con dinero en paraísos fiscales. Así que pasé a los conocidos del colegio de mi hijo, los padres de otros niños. Solo sabía primeros apellidos, y algunos eran los comunes Sánchez o Rodríguez que me ofrecerían decenas de miles de resultados. Me tuve que conformar con las declaraciones de la renta de solo tres, y de ellos únicamente me sorprendió uno. Sabía que tenía un buen puesto en una empresa de ingeniería, y recordaba su casa cuando el cumpleaños de su hijo, un viejo chalé arreglado con tanto gusto como dinero. Y aún así me impresionaron sus noventa y tres mil euros brutos al año, y el tamaño de su cartera financiera. Imaginé que a esa misma hora él estaría en su casa, en su estupendo chalé, ante el ordenador, y teclearía mi nombre llevado por el mismo impulso que yo. ¿Qué pensaría, desde sus espléndidos noventa y tres mil, cuando descubriese mis lamentables diecisiete mil?
Recuerdo que al día siguiente, a la salida del colegio, nos evitamos hasta que nuestros hijos se empeñaron en permanecer juntos, y entonces nos saludamos con incomodidad, que se hizo evidente cuando otro padre bromeó:
-¿Qué? ¿Me buscasteis para comprobar lo pobre que soy? Pues que sepáis que yo os tengo fichados a todos. A partir de ahora la cerveza de los viernes que la paguen los más ricos. Como decía aquel, de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.
Reímos con poca naturalidad, y cuando nuestras miradas se cruzaron las apartamos a la vez.
Pero sigo contando lo de aquella tarde, cuando acababa de conocerse el hackeo masivo a la Agencia Tributaria, y todo el país tecleaba deprisa los nombres de vecinos, amigos y ex parejas antes de que cerrasen la web. Mi ex pareja, sí, esa fue la siguiente elección cuando acabé con los padres del colegio: me preguntaba qué tal le habría ido en estos años, y la primera sorpresa fue comprobar que estaba casada. Hacía declaración conjunta con su marido, y entre los dos sumaban unos saneados setenta mil euros brutos, y dos inmuebles en propiedad. ¿Habría ella buscado también mi nombre en la web? ¿Se burlaría con su marido de las apreturas económicas de aquel novio que tuvo y que tanto daño le hizo al dejarla?
Busqué otras dos novias de juventud, y de ahí pasé a los amigos de la universidad. Tras consultar los más cercanos, rescaté de un cajón la orla para copiar los nombres y apellidos del resto. Fui abriendo y cerrando archivos, mirando por encima, atendiendo solo a los ingresos totales. No había muchos triunfadores en mi promoción, eso me consoló.
Arrastrado al pasado, me había saltado los amigos actuales, cuya intimidad económica creía conocer, pero también ahí me llevé un par de sorpresas: uno cuya renta anual no era coherente con su nivel de vida, por lo que adiviné ingresos sin declarar; y otro que, al contrario, tenía un sueldo tan elevado que volvía irritantes un par de episodios recientes de tacañería. Mención aparte merecía el primo de mi mujer, que meses atrás nos negó un préstamo puntual de quinientos euros argumentando que él tampoco estaba en un buen momento. Tras ver su información fiscal, me contuve las ganas de mandarle un mensaje de reproche.
Iba a seguir buscando a conocidos, pero entonces la web dejó de funcionar. Desapareció. Page not found. Eché un vistazo en las redes sociales, todo el mundo protestaba por el cierre, pero en seguida circuló una nueva dirección, y allá nos lanzamos todos, a consultar el máximo de nombres posibles antes de que la volviesen a cerrar. A esa hora las autoridades avisaban de que la difusión de cualquier dato "obtenido de manera ilegal" sería perseguido como delito. Demasiado tarde, ya circulaban en redes los ingresos y patrimonios de numerosos personajes públicos, lo mismo presentadores de televisión que actores, ex políticos, deportistas, directores de periódico, dirigentes de todo tipo de organizaciones, propietarios y directivos empresariales, famosos del corazón… En algunos lo sorprendente no eran sus elevados ingresos, sino todo lo contrario: la modestia de sus declaraciones de la renta, lo que alertaba del uso de sociedades y otras mañas fiscales. En no pocos casos la declaración les había salido a devolver.
Mientras me entretenía buscando nombres famosos que se me iban ocurriendo, en la tele un tertuliano –cuya renta resultaba sospechosamente baja- pedía al gobierno, a la policía y a los jueces que tomasen medidas urgentes para "acabar con esa escandalosa operación de intoxicación, y perseguir con dureza a sus autores". Además insistió en quitar credibilidad a los datos filtrados: "¿quién puede asegurar que son datos reales y que no han sido manipulados por los mismos hackers para dañar la reputación de determinadas personas?"
Otro tertuliano, cuya declaración de la renta carecía del mínimo morbo, quitaba hierro a la filtración masiva: "No es la mejor manera de hacerlo, forzando el sistema informático de Hacienda. Pero no deja de ser una forma de transparencia. En Finlandia los datos fiscales de todos los ciudadanos son públicos, cualquiera puede consultarlos, lo hacen una vez al año y se le conoce como ‘El día nacional de la envidia’, porque puedes comprobar lo rico que es tu vecino, o el famoso de turno. De paso, vigilas si hace trampas, si oculta ingresos mientras se compra un cochazo. Por algo es uno de los países con menos corrupción del mundo".
El primer tertuliano respondió furioso, dijo que aquello no era transparencia, sino una grave amenaza para la seguridad de muchos ciudadanos que ahora estarían amenazados de robos y secuestros tras conocerse su fortuna; pero me desentendí de la discusión, yo estaba más pendiente de averiguar cuál era la nueva web, después de que la policía hubiese vuelto a cerrarla.
La noche fue generosa en hallazgos: nuestro casero no incluía en su declaración el alquiler que le pagábamos. El fantasmón del tercero no tenía dónde caerse muerto, o tal vez era un defraudador masivo. En nuestra empresa había mucha más desigualdad salarial de la que creíamos, tal como me avisó un compañero que a esa misma hora rastreaba los ingresos de toda la plantilla. Cierto escritor, que en una entrevista reciente se había proclamado anticapitalista, gozaba de una simpática cartera de productos financieros a su nombre. El vecino del sexto derecha había recibido una importante herencia. Mi actriz favorita no atravesaba precisamente su mejor momento. Yo era el que menos ganaba de entre todos los ex compañeros de colegio que pude encontrar.
Cuando a las tres de la madrugada volvió a caer la página, en lo que acabaría siendo su cierre definitivo, me levanté del sofá, solté el recalentado ordenador, estiré los brazos hacia el techo. Salí a la terraza y comprobé las muchas ventanas encendidas en el edificio de enfrente y a lo largo de la calle. Vi las siluetas de los insomnes que también se asomaban a sus terrazas y ventanas. Los mismos que al día siguiente saldríamos de casa, coincidiríamos en ascensores, lugares de trabajo, bares y puertas de colegio, y hablaríamos de lo ocurrido y bromearíamos y compartiríamos hallazgos y anécdotas, pero sin lograr quitarnos una tan desasosegante como excitante sensación de desnudez.

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