El día nacional de la envidia
Trigésima edición de 'Letra Pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco
Mi primera búsqueda fue
sobre mí mismo. Supongo que todo el mundo hizo lo mismo, era la forma de
comprobar si de verdad funcionaba, o todo era una gran broma. Pero no
era ninguna broma: tecleé mi nombre y apellidos en la herramienta de
búsqueda, y aparecieron veintitrés resultados, nunca pensé que tuviese
tantos tocayos. Como el buscador no contaba con ningún filtro para
discriminar resultados por domicilio, tuve que abrir uno a uno cada
archivo hasta encontrar el mío. Y ahí estaba todo, en efecto eran datos
auténticos: mis ingresos del año pasado, mis poco más de diecisiete mil
euros brutos. La calderilla de los intereses generados por mis dos
cuentas bancarias. El alquiler que pagamos por el piso. Y nada más, que
mi economía doméstica tampoco tiene mucho que contar.
La
siguiente búsqueda fue sobre mi vecino. No es que me importe cuánto
gana, ni si tiene otro patrimonio que su piso; pero fue la primera
persona que se me ocurrió. En ese momento escuchaba su televisor al otro
lado de la pared, y teclear su nombre era como hacer un agujerito,
asomarme sin hacer ruido y observar sus treinta y tantos mil euros de
sueldo, su depósito bancario, su puñado de acciones y la plaza de garaje
por cuyo alquiler declara poco más de mil euros en un año. Nada
emocionante, la verdad. Uno siempre espera que los vecinos oculten
perversiones inconfesables, cadáveres en el congelador o, en este caso,
fortunas clandestinas.
Después pensé en buscar compañeros de trabajo. Pero nada
más encontrar el primero, me di cuenta de que era una pérdida de tiempo:
todos ganamos más o menos lo mismo, y ninguno tiene precisamente pinta
de ser un millonario con dinero en paraísos fiscales. Así que pasé a los
conocidos del colegio de mi hijo, los padres de otros niños. Solo sabía
primeros apellidos, y algunos eran los comunes Sánchez o Rodríguez que
me ofrecerían decenas de miles de resultados. Me tuve que conformar con
las declaraciones de la renta de solo tres, y de ellos únicamente me
sorprendió uno. Sabía que tenía un buen puesto en una empresa de
ingeniería, y recordaba su casa cuando el cumpleaños de su hijo, un
viejo chalé arreglado con tanto gusto como dinero. Y aún así me
impresionaron sus noventa y tres mil euros brutos al año, y el tamaño de
su cartera financiera. Imaginé que a esa misma hora él estaría en su
casa, en su estupendo chalé, ante el ordenador, y teclearía mi nombre
llevado por el mismo impulso que yo. ¿Qué pensaría, desde sus
espléndidos noventa y tres mil, cuando descubriese mis lamentables
diecisiete mil?
Recuerdo que al día siguiente, a la
salida del colegio, nos evitamos hasta que nuestros hijos se empeñaron
en permanecer juntos, y entonces nos saludamos con incomodidad, que se
hizo evidente cuando otro padre bromeó:
-¿Qué? ¿Me
buscasteis para comprobar lo pobre que soy? Pues que sepáis que yo os
tengo fichados a todos. A partir de ahora la cerveza de los viernes que
la paguen los más ricos. Como decía aquel, de cada uno según sus
capacidades, a cada uno según sus necesidades.
Reímos con poca naturalidad, y cuando nuestras miradas se cruzaron las apartamos a la vez.
Pero
sigo contando lo de aquella tarde, cuando acababa de conocerse el
hackeo masivo a la Agencia Tributaria, y todo el país tecleaba deprisa
los nombres de vecinos, amigos y ex parejas antes de que cerrasen la
web. Mi ex pareja, sí, esa fue la siguiente elección cuando acabé con
los padres del colegio: me preguntaba qué tal le habría ido en estos
años, y la primera sorpresa fue comprobar que estaba casada. Hacía
declaración conjunta con su marido, y entre los dos sumaban unos
saneados setenta mil euros brutos, y dos inmuebles en propiedad. ¿Habría
ella buscado también mi nombre en la web? ¿Se burlaría con su marido de
las apreturas económicas de aquel novio que tuvo y que tanto daño le
hizo al dejarla?
Busqué otras dos novias de juventud, y
de ahí pasé a los amigos de la universidad. Tras consultar los más
cercanos, rescaté de un cajón la orla para copiar los nombres y
apellidos del resto. Fui abriendo y cerrando archivos, mirando por
encima, atendiendo solo a los ingresos totales. No había muchos
triunfadores en mi promoción, eso me consoló.
Arrastrado
al pasado, me había saltado los amigos actuales, cuya intimidad
económica creía conocer, pero también ahí me llevé un par de sorpresas:
uno cuya renta anual no era coherente con su nivel de vida, por lo que
adiviné ingresos sin declarar; y otro que, al contrario, tenía un sueldo
tan elevado que volvía irritantes un par de episodios recientes de
tacañería. Mención aparte merecía el primo de mi mujer, que meses atrás
nos negó un préstamo puntual de quinientos euros argumentando que él
tampoco estaba en un buen momento. Tras ver su información fiscal, me
contuve las ganas de mandarle un mensaje de reproche.
Iba a seguir buscando a conocidos, pero entonces la web dejó de funcionar. Desapareció. Page not found.
Eché un vistazo en las redes sociales, todo el mundo protestaba por el
cierre, pero en seguida circuló una nueva dirección, y allá nos lanzamos
todos, a consultar el máximo de nombres posibles antes de que la
volviesen a cerrar. A esa hora las autoridades avisaban de que la
difusión de cualquier dato "obtenido de manera ilegal" sería perseguido
como delito. Demasiado tarde, ya circulaban en redes los ingresos y
patrimonios de numerosos personajes públicos, lo mismo presentadores de
televisión que actores, ex políticos, deportistas, directores de
periódico, dirigentes de todo tipo de organizaciones, propietarios y
directivos empresariales, famosos del corazón… En algunos lo
sorprendente no eran sus elevados ingresos, sino todo lo contrario: la
modestia de sus declaraciones de la renta, lo que alertaba del uso de
sociedades y otras mañas fiscales. En no pocos casos la declaración les
había salido a devolver.
Mientras me entretenía
buscando nombres famosos que se me iban ocurriendo, en la tele un
tertuliano –cuya renta resultaba sospechosamente baja- pedía al
gobierno, a la policía y a los jueces que tomasen medidas urgentes para
"acabar con esa escandalosa operación de intoxicación, y perseguir con
dureza a sus autores". Además insistió en quitar credibilidad a los
datos filtrados: "¿quién puede asegurar que son datos reales y que no
han sido manipulados por los mismos hackers para dañar la reputación de
determinadas personas?"
Otro tertuliano, cuya
declaración de la renta carecía del mínimo morbo, quitaba hierro a la
filtración masiva: "No es la mejor manera de hacerlo, forzando el
sistema informático de Hacienda. Pero no deja de ser una forma de
transparencia. En Finlandia los datos fiscales de todos los ciudadanos
son públicos, cualquiera puede consultarlos, lo hacen una vez al año y
se le conoce como ‘El día nacional de la envidia’, porque puedes
comprobar lo rico que es tu vecino, o el famoso de turno. De paso,
vigilas si hace trampas, si oculta ingresos mientras se compra un
cochazo. Por algo es uno de los países con menos corrupción del mundo".
El
primer tertuliano respondió furioso, dijo que aquello no era
transparencia, sino una grave amenaza para la seguridad de muchos
ciudadanos que ahora estarían amenazados de robos y secuestros tras
conocerse su fortuna; pero me desentendí de la discusión, yo estaba más
pendiente de averiguar cuál era la nueva web, después de que la policía
hubiese vuelto a cerrarla.
La noche fue generosa en
hallazgos: nuestro casero no incluía en su declaración el alquiler que
le pagábamos. El fantasmón del tercero no tenía dónde caerse muerto, o
tal vez era un defraudador masivo. En nuestra empresa había mucha más
desigualdad salarial de la que creíamos, tal como me avisó un compañero
que a esa misma hora rastreaba los ingresos de toda la plantilla. Cierto
escritor, que en una entrevista reciente se había proclamado
anticapitalista, gozaba de una simpática cartera de productos
financieros a su nombre. El vecino del sexto derecha había recibido una
importante herencia. Mi actriz favorita no atravesaba precisamente su
mejor momento. Yo era el que menos ganaba de entre todos los ex
compañeros de colegio que pude encontrar.
Cuando a las
tres de la madrugada volvió a caer la página, en lo que acabaría siendo
su cierre definitivo, me levanté del sofá, solté el recalentado
ordenador, estiré los brazos hacia el techo. Salí a la terraza y
comprobé las muchas ventanas encendidas en el edificio de enfrente y a
lo largo de la calle. Vi las siluetas de los insomnes que también se
asomaban a sus terrazas y ventanas. Los mismos que al día siguiente
saldríamos de casa, coincidiríamos en ascensores, lugares de trabajo,
bares y puertas de colegio, y hablaríamos de lo ocurrido y bromearíamos y
compartiríamos hallazgos y anécdotas, pero sin lograr quitarnos una tan
desasosegante como excitante sensación de desnudez.
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