El rey David también pecaba. Nos falta un profeta Natán
Nuestro mundo está necesitando de muchas cosas, pero sobretodo de profetas con agallas. Como las que demostraron los profetas de la Biblia que se iban a los palacios de los reyes a reprocharles sus adulterios y sus patrañas. Como lo hizo el profeta Natán con el rey David.
Los profetas acabaron casi todos muertos, pero no mudos.
En la antigüedad fue tal la fuerza de los profetas, tal el malestar que creaban entre los poderosos, que pronto se puso en marcha una campaña para desprestigiarlos. Se llegó a diferenciar a los verdaderos de los falsos profetas.
Cuando algún profeta desagradaba a los reyes y sus cortes, se le calificaba de “falso profeta”, que significaba que su voz no gozaba de la benevolencia de Jahvé y podía ser desoída
Hubo sí, falsos profetas. Hasta Jesús, que fue uno de los verdaderos alertaba a sus apóstoles contra los falsos. Eran sin embargo ellos, los falsos, los que el poder usaba para desprestigiar a los verdaderos, los de la lengua afilada como una espada.
Hoy los profetas no necesitarían hablar en nombre de ningún dios. Les bastaría apelar a la justicia, a la escrita y a la oral, a la del hombre sencillo de la calle. El que piensa y dice que ante la ley no hay reyes ni vasallos. Todos somos iguales. Cuando un cristiano anónimo le dijo a un arzobispo español “desnudos los dos somos iguales”, estaba expresando una gran verdad.
Ante la justicia todos deberíamos estar desnudos, sin títulos, sin ropajes de poder, sin credenciales de favor, sin miedo a lo que pueda ocurrir si a un juez se le mete en la cabeza ver a los imputados desnudos, sin estrellas en la manga, todos iguales.
Los profetas bíblicos fueron la salvación de Israel, porque eran los voceros de Dios contra la corrupción del poder. Eran los que obligaban a los reyes de oscuras biografías a ponerse de rodillas y pedir perdón a Jahvé. Lo recodaba el papa Francisco conversando con el rabino judío argentino, Skorka.
Los verdaderos profetas no conocían la impunidad frente a los poderosos, si acaso eran comprensivos con los de abajo de la escala social, los llamados pecadores. Al contrario de los jueces de hoy que tantas veces se muestran delicados y preocupados con los crímenes de los de arriba y exigentes profetas con la mujer que roba una pastilla de jabón en el supermercado.
Un mundo sin profetas capaces de advertir a los que tienen en sus manos las riendas del Planeta y muchas veces las conciencias y la vida misma de las personas, acaba arrodillado y humillado, incapaz de levantar su voz, que hoy no sería la voz de Jahvé, sino la voz de la conciencia, la de todos los perjudicados por los pecados de los que tienen en sus manos nuestra misma vida.
El rey David, violento, adúltero, orgulloso, acabó salvándose porque un simple profeta como Natán tuvo el coraje de presentarse ante él para echarle en cara, uno de sus pecados más deleznables. Lo hizo con la fuerza literaria que solían tener los profetas. Y con el coraje que les llevaba tantas veces a perder la vida en defensa de la verdad.
David, mujeriego empedernido, se había enamorado de la mujer del pobre soldado Urías, a quién mandó a su general que lo enviara a primera fila del frente para que lo mataran cuanto antes y así poder quedarse definitivamente con su mujer. Y así lo hizo. Y ensució sus manos de sangre.
Natán se presenta ante el rey y le cuenta esta historia, narrada en el segundo Libro de Samuel, en la Biblia: “Había en la ciudad dos hombres, uno rico y otro pobre. El rico tenía ovejas y vacas en gran cantidad. El pobre no tenía nada; sólo una corderita que había comprado. La había criado y había crecido con él y con sus hijos; comía de su pan, bebía de su vaso y dormía en su seno.
Llegó un huésped a casa del rico y éste no quiso matar una de sus muchas ovejas para darle de comer, robó la corderita del hombre pobre y se la sirvió a su huésped”.
David, al escuchar la historia se enfureció y le dijo al profeta Natan que aquel rico “era digno de muerte”. En ese momento, Natán, firme, sin miedo al rey y a sus consecuencias le dijo: “!Tú eres ese hombre”! Y le anuncia la venganza y la sentencia: “Así dice Jahvé: Yo haré surgir el mal de tu propia casa; tomaré ante tus propios ojos a tus mujeres y se las daré a tu prójimo, que se acostará con ellas en plena luz del sol. Tú lo has hecho en secreto, pero yo lo haré a la vista de todo Israel”.
David reconoce su pecado ante el profeta y Dios, acaba perdonándole, pero no se va sin castigo: le hace morir al hijo que había nacido de su amor adúltero con Betsabé, la mujer del soldado al que mandó matar para apoderarse de ella.
Hoy son otros tiempos, nuestra Biblia son los códigos de justicia; nuestro dios es la ley igual para todos, al igual que el castigo a quién la quebranta.
Lo que nos faltan son los profetas capaces de hacer justicia contra los poderosos, contra los que poseyendo más que todos, acaban matando la oveja, el sueldo, el empleo del pobre que no tiene más que eso.
Ellos, los de arriba nunca pierden. La justicia les es siempre benévola. Pierden siempre los que carecen de rebaños de bueyes y ovejas, los que tienen que cerrar los ojos cuando el que ostenta el poder acaba adueñándose de lo que más ama, de lo poco que le ha quedado.
Si para ello hay que matar, se mata; si hay que recortar, se recorta; si hay que deshauciar se deshaucia, si hy que mentir, se miente.
Ahí deberían entrar los profetas de hoy, dispuestos a enfrentarse a los que abusan del poder, a los que les parece normal adueñarse de lo que no es suyo, y a los que, en nombre de la justicia, dictan sentencia mirando a las personas no desnudas, iguales, sino con los ojos puestos en sus galones.
¿Y si volvieran los profetas con agallas como los de entonces?
¿Volveríamos a matarles?
Juzguen ustedes
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