Oh, ah, uh, qué dirá el rey en su mensaje navideño...
¿Qué dirá el rey este jueves en su "tradicional mensaje navideño"? ¿Se referirá a su padre, lo nombrará, censurará su comportamiento…, o solo dejará una alusión, velada, ambigua, para que sea interpretada por políticos y medios al día siguiente? ¿Lanzará un mensaje de estabilidad y confianza sin eludir el tema del emérito, como espera el PSOE? ¿Condenará a su padre y propondrá una reforma de la jefatura del Estado, como desea Unidas Podemos? ¿O pasará por alto el asunto y se centrará en "los problemas reales de los españoles" como quieren los partidos de derecha? ¿Irá por libre, se someterá al gobierno, trabajarán conjuntamente? ¿Hará un guiño sorprendente, enviará un mensaje indirecto con el escenario elegido, la foto que le acompañe, el cuadro elegido a su espalda…?
No sé a ustedes, pero a mí todas esas preguntas me dan una pereza horrible. El carrusel de expectación y rumores de todos los años, la atención dedicada por prensa y políticos, y el posterior juego de relecturas. Me dan pereza las declaraciones previas de partidarios y detractores, los elogios y reproches de los mismos al día siguiente, los chistes de siempre y los chistes nuevos. Y pereza por las columnas, las miles de columnas que se escriben antes, durante y después del mensaje navideño, como esta misma columna que hoy escribo como cada año por estas fechas.
Pereza y también vergüenza, las mismas pereza y vergüenza que siento al escribir estos párrafos, lo reconozco. Pereza porque entre todas las tradiciones navideñas –lotería, amigo invisible, campanadas, mil frases hechas–, la del mensaje del rey es la más rancia y previsible, la más prescindible también. Y vergüenza porque en un momento como este, con la monarquía enfangada, el gracioso ritual del mensaje navideño nos deja con el culo al aire como país, transparenta dolorosamente la anomalía democrática que sigue siendo nuestra "monarquía parlamentaria".
Cada 24 de diciembre nos hacemos una foto como país: el fotomatón de políticos, periodistas y tantos ciudadanos sentados frente al televisor antes de cenar para ver qué dice el rey, qué no dice, cómo lo dice. Suena el himno, ondea la bandera, aparecen los jardines del palacio, luego el salón noble, y por fin el monarca, majestuoso, con rigidez de estatua, hablando con envaramiento, frases hechas, palabras esdrujulosamente solemnes y con la temperatura emocional de un BOE, para completar un discurso olvidable cuya difusión y atención mediática es inversamente proporcional al interés de su contenido.
Cuando criticabas el teatrillo monárquico de cada nochebuena, te decían que sí, que era una representación ritual, pero que esos ritos son parte del encanto de toda monarquía, y además era algo inofensivo, no servía para nada, y a cambio nos echábamos unas risas. Y además la monarquía era la última de nuestras preocupaciones, el rey cumplía una función decorativa, era nuestro mejor embajador, y nos salía más barato que un presidente republicano (argumento con el que los "yo-no-soy-monárquico-sino-juancarlista" cerraban el debate).
El problema es que este año el teatrillo no tiene ni puta gracia. Con el rey emérito huido, conocidos los delitos fiscales y el enriquecimiento irregular que salpica a otros miembros de la familia (incluidos los actuales reyes, al menos en su luna de miel), hoy la monarquía está más cuestionada que nunca, el rey ya no hace bonito en la decoración, el "mejor embajador" iba a comisión, y lo de la monarquía barata otro día echamos cuentas.
Y sin embargo se mantiene intacto el teatrillo, el ritual, la tradición, el fotomatón de la nochebuena, los rumores previos, las interpretaciones posteriores… Con más contenido si quieren, con más tensión y expectación, pero siguiendo el mismo juego de "rey habla y súbditos escuchan e interpretan sus palabras".
El rey blindado, inviolable y libre de crítica tenía su gracia cuando todo lo que intuíamos tras la cortina eran cacerías, amantes y deportes pijos. Pero cuando descubrimos que el campechano era en realidad un granuja, todo ese blindaje, inviolabilidad y falta de crítica se vuelven insoportables. Lo mismo con el mensaje navideño: cuando la monarquía no estorbaba ni hacía ruido, podía tener su gracia el paripé anual. Pero hoy que la corona apesta de lejos (desde Emiratos Árabes llega el olor), el mismo paripé de "oh, ah, uh, qué dirá el rey esta noche" no hay quien lo trague.
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