El discurso de esta Nochebuena 2020 pronunciado por el rey ante
millones de españoles habría sido un buen discurso (emotivo y cercano,
sin aristas y neutral) si Felipe VI fuese un rey en condiciones normales,
incluso, en un contexto extraordinario como el de la pandemia. Vaya por
delante que los/as republicanos ya consideramos anormal la existencia
de un rey, que socava la esencia misma de la democracia con una sucesión basada únicamente en la consanguinidad
y, en España, con el predominio del hombre sobre la mujer recogido en
la Constitución de 1978. Una Carta Magna intocable hasta para eso.
Los periodistas que llevamos años siguiendo la información de Casa
Real (o su ausencia y sus escándalos) estamos acostumbradas a leer entre
líneas en el discurso del rey por Nochebuena, buscando guiños sobre la
actualidad o sobre asuntos graves que afecten a nuestras instituciones,
incluida la Corona. Este año, la expectación era máxima, pues no
conocíamos la opinión o el sentir de Felipe VI sobre dos cuestiones
fundamentales: la presunta corrupción de Juan Carlos I,
su padre, antecesor en el trono y rey emérito, y los himnos de
ultraderecha, pronunciamientos franquistas e invitaciones al alzamiento
militar que se han ido destapando en el seno de las Fuerzas Armadas, de mandos retirados y de tropa u oficiales y suboficiales en activo, como el que destapó Carlos Enrique Bayo en Público. El rey, como recoge el artículo 62 de la Constitución es "el mando supremo de las Fuerzas Armadas".
Hace más de tres años, Felipe VI sí considero oportuno pronunciarse por la celebración del referéndum del 1-O en Catalunya,
respaldada por una mayoría de catalanes que eligieron a un Govern
independentista para ejecutarlo, pero con el Gobierno central y el Poder
Judicial en contra, lo cual degeneró en un brutal ataque de fuerzas y
cuerpos de seguridad del Estado a los votantes y el juicio y la
detención de los líderes soberanistas. Felipe VI defendió en su discurso
del 3-O a los ciudadanos no independentistas y contrarios al referéndum,
una minoría en Catalunya y una minoría en España, y se olvidó hasta de
los apaleados. Hoy, incluso políticos partidarios de la monarquía
parlamentaria reconocen que fue un error este claro posicionamiento del
monarca, que solo logró dar más argumentos a los catalanes pro
independencia. Ahora parece importarle poco el hecho de que haya
ciudadanos -y sobre todo ciudadanas, que la ultraderecha es muy
machista- que se sientan amenazados por un sector del Ejército
franquista y matón que le envía cartas pidiendo su apoyo para derrocar
al Gobierno elegido democráticamente; un sector respaldado por Vox ("Son
los nuestros"), el partido de ultraderecha con 52 escaños en el
Congreso y una cuantiosa representación territorial.
Sobre el desafío ultraderechista franquista de sectores del Ejército,
nada. Sobre la presunta corrupción de Juan Carlos I (asumida, a falta
de sentencias judiciales, por el emérito al regularizar las donaciones
en negro del amigo mexicano Allen Sanginés-Krause y por su hijo al echarlo de La Zarzuela, retirarle el salario público y renunciar con trampa a la herencia de su padre), vaya este párrafo como muestra de lo etéreo del discurso, carente de contundencia y credibilidad alguna:
«Y junto a nuestros principios
democráticos y el cumplimiento de las leyes necesitamos también
preservar los valores éticos que están en
las raíces de nuestra sociedad.
Ya en 2014, en mi Proclamación ante
las Cortes Generales, me referí a los principios morales y éticos que
los ciudadanos reclaman de nuestras conductas. Unos principios que nos
obligan a todos sin excepciones; y que están por encima de cualquier
consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o
familiares.
Así lo he entendido siempre, en coherencia con mis
convicciones, con la forma de entender mis responsabilidades como Jefe
del Estado y con el espíritu renovador que inspira mi Reinado desde el
primer día».
Con "los principios morales y éticos (...) por encima de cualquier
consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o
familiares", Felipe VI nos recuerda en su levedad que ha rechazado a su
padre -siguen sin hablarse- porque
es rey y jefe de Estado antes que hijo y ése es el "espíritu renovador que inspira" su reinado. Nos advierte de que esta ruptura con el emérito no ha sido por que
la prensa haya destapado que la Fiscalía suiza está investigando al emérito y a su última amante -que sepamos-, Corinna Larsen, por unos 82 millones de euros que habrían acumulado en presuntas comisiones o
mordidas
de todo tipo procedentes de Kuwait, Bahrein, Arabia Saudí, México y
Marruecos; por la existencia de una cuenta en Jersey de diez millones;
por el trajín que se traían entre Suiza y varios paraísos fiscales,
incluso, después de ser inviolable. No.
Felipe VI, haciendo honor a la institución más opaca de España (y
ya es decir), pretende que hagamos un ejercicio de fe y creamos que ha matado al padre, jefe de Estado y rey durante más de 40 años, muso de la Transición, fundador de una corriente ideológica republicano-monárquica-parlamentaria llamada juancarlismo y
aún rey emérito por obra y gracia del Gobierno progresista porque así
es su "forma de entender mis responsabilidades como Jefe (sic) de Estado
y con el espíritu renovador que inspira mi Reinado (sic) desde el
primer día".
Un doble ejercicio de fe, en realidad, porque
aparte de los valores morales y éticos que debemos presuponerle (y cuya
vulneración no constituyen delito, de momento), Felipe VI no reclama un
paso más de nuestra aún frágil democracia con avances legislativos, como
el desarrollo de la ley de la Corona, el fin de la inviolabilidad de
los actos no refrendados (que son de su exclusiva responsabilidad) o la
regulación de las donaciones privadas a la monarquía, común en varias
casas reales europeas. Nada, ni con sutileza ni a pelo: el mensaje esperado no llegó. El rey es rey y en España, más.
El siglo XX en Europa arrancó con solo tres repúblicas. El siglo
XXI, con una Europa de diez monarquías apenas testimoniales, como
recuerda RTVE en este breve vídeo. Lo testimonial en España ha pasado a ser un
escándalo internacional, que pone en cuestión nuestra democracia y alienta los peores instintos
fascistas
con la defensa primera de lo simbólico nacional (Dios, patria, bandera,
rey...) frente a todo lo demás, aquello que Felipe VI recuerda, sí, en
su discurso, en la mayoritaria parte dedicada a la
pandemia:
convivencia, diversidad, servicios públicos,... Las palabras son
importantes, pero los españoles necesitamos hechos, sobre todo, de
aquellos que hicieron exactamente lo contrario de lo que nos decían que
estaban haciendo durante cuatro décadas:
trabajar por España mientras lo hacían para sí mismos, enriqueciéndose de forma obscena. En cambio, nos pide fe. ¿Pero qué fe?
No hay comentarios:
Publicar un comentario