Es muy acertada la reflexión de Iñaki respecto al valor integrativo de la Constitución como eje del Estado en cualquier país que pretenda no ser un caos. Un estado debe tener sin duda un núcleo de pautas constituyentes para poder funcionar aunque sea bajo mínimos. Ese es el criterio primordial, digamos que en bloque lógico. Como una casa necesita el tejado y las paredes para poder ser habitada o una persona lesionada necesita unas muletas para caminar. Eso es a grosso modo, porque luego hay que acondicionar el vínculo y la norma a la dinámica de la realidad espacio/temporal en que las sociedades y las condiciones van evolucionando.
En el caso español tenemos un grave y al mismo tiempo agudo desfase. Nuestra Constitución se hizo posible en un tiempo muy difícil, se fue gestando en la zona subterránea de las libertades éticas, en los pasillos oscuros, donde no era posible abrir ventanas para que hubiese luz natural y al mismo tiempo que entrase el oxígeno. Fue un paso muy válido para entonces. Todo eran pies de plomo y miedos concentrados para no revolver las tripas de una historia llena de heridas enquistadas, de miedos, odios anestesiados, rencores en conserva, dolor convertido en sufrimiento silencioso. Nuestra Constitución actual se escribió sobre las heridas cronificadas y "normalizadas" y sobre el hábito todopoderoso de una dictadura convertida en sistema social por los mismos que se beneficiaron de ella y de sus secuelas. Precisamente lo que la hizo necesaria en aquel entonces, es lo que ahora la hace insuficiente. España no es la misma, afortunadamente, aunque los abuelos golpistas y los partidos sacamantecas intenten que lo sea. Por esa razón la Constitución se toma por el pito del sereno desde el mismo poder político que debería obedecerla en vez de torearla y ningunearla con un cinismo oportunista de manual.
Otra cosa es que ahora mismo, en plena pandemia, la revisión imprescindible de la Constitución no se convierta en un asunto más importante que salvar las vidas, la salud y la economía, al servicio de ambas y no al mando ideológico y exclusivamente financiero. Un plano, que por cierto, no trata la Constitución: aclarar el índice de prioridades sociales, políticas y económicas, a la hora de afrontar problemas de orden perentorio y muy grave, como lo son las pandemias, las crisis económicas globales, los conflictos y hecatombes, ya sean climáticas o accidentales, como terremotos, tsunamis, macroincendios, terrorismo, etc...Es decir, que dado el caso de un desastre prolongado, que cambia la vida, los usos y los comportamientos, como está sucediendo ahora, nuestra Constitución no tiene recursos previstos para indicar con acierto los caminos de la gobernabilidad, de la convivencia y de la orientación, tampoco los tiene en el tema de la inmigración y sus implicaciones internacionales y con respecto a la aplicación de los DDHH por encima de los derechos naturales de los territorios.
Una Constitución para ser válida, útil y orientadora en el siglo XXI debe incluir valores éticos superiores normativos que alcancen la intemporalidad, como lo es el respeto a la vida humana con unas condiciones que no sean malos tratos, desprecio, humillación, indiferencia general ante el dolor y la injusticia cuando no afecta a uno mismo, la supresión de las penas de muerte y de la prisión vitalicia, o de la Justicia empleada como instrumento de castigo y venganza social, y no como corrección pedagógica de conductas torcidas y destructivas, tanto para las víctimas como para los verdugos, al contrario, debería ser una escuela terapéutica en la que regenerarse y recuperarse como seres humanos integrados y bienvenidos al plano de la fraternidad, la libertad y la igualdad, además de introducir valores ecológicos y protección del medio ambiente por encima de los intereses especuladores, poniendo límites constitucionales al abuso que atenta contra la salud, la dignidad y los derechos fundamentales.
Evidentemente este no es el momento adecuado para materializar esa reforma imprescindible, pero eso no quiere decir que esa reforma no sea ya una necesidad de urgencia exponencial. A lo que sí se puede llegar en el Parlamento Legislativo ahora mismo es a una propuesta de base, y de urgencia, mediante el compromiso para acordar en cuanto la situación lo permita, la reforma inaplazable, y cada día más urgente, de la Carta Magna. Si es que queremos que sea Magna y, no como hasta ahora, una colección de panfletos publicitarios, de esos que nos dejan en los buzones y van al reciclaje sin que siquiera se lean, porque ya se sabe de qué van y no nos interesan sus ofertas.
Cerrarse en banda a la reforma constitucional por parte de los poderes del estado es una barbaridad histórica que estamos pagando carísima. Este caos actual, -porque ya es un caos, sin duda,- nunca hubiese llegado a producirse si la reforma constitucional se hubiese llevado a cabo, por ejemplo, en el gobierno de Zapatero, concretamente en la primera legislatura, donde el clima social era muy propicio a la transformación social y al avance político, tras los atentados de Atocha, el incremento de la inmigración, la recuperación de la memoria histórica, la apertura a la igualdad, el acuerdo para el fin del terrorismo etarra, los medios de información públicos con una transparencia ejemplar, el bajonazo de la derecha como fuerza creíble y estimable para gobernar. Creo que fue una oportunidad de oro perdida en la nada, que hubiese marcado un antes y un después constitucional.
Ahora hay que esperar, obviamente. Pero esperar significa, esperanza con fundamentos, no solo aguardar a que pase y escampe la pandemia, sino que las fuerzas políticas se hagan conscientes y responsables con propuestas e iniciativas compartidas con la ciudadanía mediante asambleas y foros de debate público en los medios de comunicación del estado, en que se ayude a comprender que el fin de la pandemia será el momento oportuno para abordar ese cambio vital, sin el que nuestro estado, nuestra sociedad, se ha convertido en un pobre territorio cojitranco, lesionado y paralizado por el caos, el miedo y las mentiras amenazantes como caldo de cultivo, cuyas muletas constitucionales hipernecesarias para moverse se han desgastado, se han roto por el uso abusivo de artículos inadecuados o convertidos en mera teoría inaplicable, sin que sus usuarios tengan que dar cuentas a nadie, -como es la impunidad para la Jefatura del Estado-, y en vez de sustituirlas por unas muletas nuevas, los pedazos se han pegado con esparadrapos para salir del paso ya insalvable: las viejas muletas desgastadas y ya inútiles se han convertido en objeto de devoción divina y por ello los que se sienten seguros bajo su protección litúrgica no admiten las mejoras necesarias. Transgreden lo que les conviene a piñón fijo amparados constitucionalmente, como por ejemplo están haciendo actualmente los ultraderechistas para impedir la gobernabilidad si no son ellos los que mandan, cuando una mayoría plural y federalista parlamentaria y ciudadana en las urnas, les ha salido al paso democrático para impedir la privatización del estado convertido en empresa multiusos. Y eso sucede porque la obra humana de la Constitución ha devenido un tabú sagrado, al que sacar en procesión durante las sequías para que llueva. Y resulta que no, que no llueve, por más incienso y cirios que le encienden unos y otros.
La superstición constitucional no funciona como ritual "protector", tiene que humanizarse si se quiere conceder valor reconocido, saber que pisa el suelo cada día y tener sentido en cada momento en que sea necesaria su orientación. En eso ha/hemos fallado. Y no hay que tener miedo a reconocerlo ni, por supuesto, a corregir errores manifiestos, sino el valor de afrontarlos con inteligencia y honestidad, al servicio de la ciudadanía, que es impensable en una democracia sin el bien común y concreto, como único objetivo fundamental e irrefutable.
También habrá que poner plazos concretos para esa revisión ya inapelable cada día más, porque aquí, la costumbre es o ahora o nunca, o ya veremos cuando se pueda... y eso. Es decir, una procastinación demencial. Y por más que nos ponga en estado de alarma constituyente, esa reforma va a requerir la revisión inevitable del modelo de estado, guste o no. Una Constitución depende precisamente del modelo de estado que la redacta, la reforma y la sostiene y el modelo de estado a su vez se retroalimenta de la Constitución.
Si el modelo de estado funciona como España actualmente, la Constitución solo sirve para refrendar lo que habría que cambiar y no para impulsar el cambio imprescindible si queremos que Estado y Constitución sean algo que merezca la alegría del bienestar más que la pena del retruécano irresoluble sin un buen corte inteligente al nudo gordiano del cuento recuento que nunca se acaba, como el latiguillo con el que los mayores nos desesperaban a los niños y niñas, allá por los años 50 del siglo pasado: "¿Quieres que te cuente el cuento recuento que nunca se acaba?" "¡Sí!"."No te digo ni que sí ni que no, solo que si ¿quieres que te cuente el cuento recuento que nunca se acaba?" "¡No!" "No te digo ni que no ni que sí, pero ¿Quieres que te cuente el cuento recuento que nunca se acaba?" Es la historia de España en una transición, que como el cuento recuento, nunca se ha acabado hasta ahora...Ya veremos de ahora en adelante qué pasa, si entramos en el siglo XXI o nos quedamos en lo de siempre. O sea, en nuestra sui generis "normalidad". Aisn!
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