martes, 2 de julio de 2019

Pues fíjate,Escudier, que yo, ni por todas esas encantadoras expectativas, es decir ni de coña, quisiera disfrutar de un privilegio semejante como la filiación perfecta de tal perfecta maternidad, que hasta como chiste y esperpento, me pone los pelos como escarpias, cuando pienso que eso existe todavía, que se puede pasar por la universidad, obtener el título de arquitecta y que aun se siga en la construcción empuñando el hacha de sílex y colocando menhires en la conciencia colectiva...No sé por qué será , pero no alcanzo a verle la gracia a ese topo-tipo de paradoja, ni siquiera como sarcasmo...El repelús mano a mano con la repugnancia, la grima y el asco no me lo permiten. Será cosa de la edad, y de que tal vez no sea lo mismo haber nacido en libertad que en el baby boom, entre las rejas de la posguerra y haber visto el NO.DO todos los domingos durante demasiados años y padecido sus secuelas en la misma universidad de la que, tras cuarenta años de democracia completamente en la parra, han ido saliendo tantos y tantas Monasterios...Ains!

Quiero ser hijo de Rocío Monasterio

Hay reportajes que te tocan la fibra y que demuestran que la vida puede ser maravillosa. Son textos emotivos que te reconcilian con los grandes valores de la existencia y sus eternos referentes, especialmente el de la familia tradicional, pilar sobre el que se asienta la sociedad en su conjunto y que explica lo que semos y en lo que nos convertemos, dicho sea llanamente. Basta seguir estos relatos para transportarte a un mundo que huele a magdalenas hechas con amor, que no es un sentimiento sino un ambientador de esos que se colocan en el enchufe y todo lo impregna. Padres que aman a sus hijos, hijos que aman a sus padres, padres e hijos que aman a la señora de la limpieza, padres, hijos y criada que aman al perro de la casa, amor por los cuatro costados, mucho amor, amor a raudales.
Este fin de semana, gracias al diario El Mundo que está en todo, hemos conocido cómo vive una de estas familias ejemplares, de las que madrugan e inculcan a los pequeños el esfuerzo y la responsabilidad. Rocío e Iván son dos personas abnegadas y trabajadoras. Aman la música –el amor, siempre el amor- y transmiten a los pequeños esa pasión con un piano que tienen en casa, que es un instrumento que tanto se echa en falta en la mayoría de los hogares españoles por esta subversión relativista donde se ha perdido casi todo. Aman la cultura y son capaces de tirarse dos horas leyendo en una librería del centro los fines de semana, una especie de excursión planificada donde todos disfrutan del aire acondicionado. Algún libro han de comprar porque no se entendería que el librero soportara esta amorosa invasión si después nos pasara por caja.
No se dice expresamente pero esta familia modelo vive con las mismas estrecheces que cualquier otra en una casa que, si por algo destaca, es por su sencillez. Se trata de un edificio de tres plantas y 545 metros cuadrados, donde a buen seguro se nota la mano de Rocío, arquitecta de día (de las de casco y bocata de lomo), política por la tarde y siempre madre porque la familia es lo primero. Todos colaboran en las tareas domésticas porque hay que pagar la hipoteca de 1,2 millones y la asistenta también es persona y no se le conoce denuncia por trabajo esclavo. Los días se rellenan de momentos mágicos. Se toca la guitarra, se monta en bici y se sale a caminar, donde probablemente se aproveche para que la pastor alemán que les acompaña haga sus necesidades y no mancille el jardín con sus excrementos.
Como se ha dicho, Rocío es arquitecta e Iván, un emprendedor bien formado que nunca usó el apellido paterno por mucho que una de sus empresas, dedicada a la especulación inmobiliaria, lleve el mismo nombre que el título de marqués de su progenitor y que algún día heredará. También se dedica a la política en el mismo partido que su señora, una de esas fuerzas de centro derecha que defienden la libertad, los bajos impuestos y al Cid Campeador. Tampoco se cita pero que el mismísimo Juan Pablo II bendijera su unión fue todo un detalle, una apuesta de futuro de la Iglesia por una familia que debía representar –y así lo hace- las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
Se siente sana envidia de esos cuatro niños, criados en los valores cristianos más profundos. Se les puede imaginar sentados en corro escuchando cómo su madre les cuenta la verdad sobre la Guerra Civil; haciendo los deberes ante la atenta mirada de sus padres; o cenando siempre a las 20.30 horas, que era más o menos la hora en la que la familia Telerín solía mandarnos a la cama. Cualquiera querría unirse al grupo para ir al Kentucky Fried Chicken, que para eso la familia trajo a España el pollo frito de la franquicia, mucho más saludable que las hamburguesas del Burger King. Si tuviera edad y porvenir, uno daría una mano y parte del brazo por ser hijo de Rocío Monasterio y de Iván Espinosa de los Monteros.
Estamos en deuda con este gran diario por mostrarnos que la extrema derecha no lleva camisas azules ni correajes, tal y como se la pinta en algunos óleos de la izquierda, sino que prospera en nidos de amor donde priman la educación, la cultura y la urbanidad, en familias como Dios manda, alejadas de esas prácticas de homosexualidad y bestialismo tan comunes en la pervertida y desestructurada sociedad de nuestro tiempo. Gracias a El Mundo por darnos esperanza.
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