Más allá de un cosmopolitismo verde para la izquierda
- "La
retórica de cosmopolitismo verde comete profundos errores en
profundizar en desigualdades de poder, en buscar soluciones y en la
estrategia política a desarrollar"
- "Que los países occidentales
impulsemos planes como el Green New Deal es imprescindible, pero
insuficiente si no buscamos cooperar en igualdad con el Sur"
- "Que digamos con superioridad moral qué hacer en la Amazonía por ser ciudadanos de un lugar llamado mundo encubre colonialismo"
Este
fin de semana pasado, Juan López de Uralde, el portavoz de Equo en el
Congreso, perteneciente al grupo confederal de Unidas Podemos; publicaba un tweet
en respuesta a una noticia que recogía unas declaraciones de Bolsonaro,
en las cuales negaba las cifras de deforestación de la Amazonía ,
recopiladas por distintos organismos internacionales, y afirmaba la
pertenencia de esta al Estado brasileño. A esto, López de Uralde
contestó: “Bolsonaro, la Amazonia no es tuya, es de toda la Humanidad. Y
vamos a defenderla de personajes como tú”. Aunque a simple vista este
marco no nos sorprenda, debería ser problematizado y hacernos
reflexionar. Más aún si cabe, teniendo en cuenta que a priori, de aquí en adelante, a la vista del auge de movimientos como el Fridays For Future o proyectos políticos como los del Green New Deal,
la cuestión medioambiental va a ser la que vertebre de manera central
la acción política de la izquierda en los próximos tiempos.
El caso es que con total convicción y certeza, el portavoz de Equo asocia la Amazonia a una suerte de patrimonio de la humanidad, de una manera totalmente bienintencionada. Entendiendo que esta región es clave en el plano ecológico por distintas razones como la de su papel en la fijación de carbono, como pulmón del planeta, por su inmensa biodiversidad, por ser el mayor bosque tropical de la Tierra etc. Sin embargo esta retórica de cosmopolitismo verde comete profundos errores tanto en el plano de profundizar en desigualdades de poder, en el análisis de cara a buscar soluciones y en lo que a la estrategia política a desarrollar se refiere. Se trata de algo que, obviamente, no sólo lleva a cabo él, si no que se reproduce por una gran parte de la izquierda occidental desde hace algunas décadas. Veamos en qué se concretan estos fallos.
En primer lugar, están basados en principios muy (pos)colonialistas. Estos, con respecto al tema medioambiental, tienen su origen allá por los años ochenta, cuando distintas instituciones supranacionales absorbieron de manera pasiva y parcial las reivindicaciones de los movimientos ecologistas de los años setenta, estableciéndose nuevos dispositivos como las Cumbres Mundiales por el Clima, los Objetivos del Desarrollo Sostenible, el Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC); los cuales produjeron poco a poco un nuevo discurso medioambientalista hegemónico que fue calando poco a poco en la izquierda europea y norteamericana. Aunque se habían dado pasos en incluir demandas ecologistas en la agenda de la gobernanza global, el enfoque adoptado para abordarlas, generó lo que algunos académicos han denominado como la ambientalización de la geopolítica. Así, con este nuevo marco, se dejaban a un lado todas las diferencias existentes entre el Norte y el Sur global, y se establecía la prioridad de trabajar todos a una ante el desafío climático. Este hecho, como parece lógico, pivota entorno a la profundización de una relación de desigualdad Norte-Sur, entorno a cuestión de desarrollo material o diferencias culturales.
De esta forma, se impone la agenda en materia medioambiental de los países más industrializados y con preocupaciones más posmateriales, frente a aquellos que acaban de superar procesos de descolonización y se encuentran en lo que es considerado como subdesarrollo económico. Esto supone, a fin de cuentas, una manera de injerencia informal en la soberanía de estos últimos países, estableciendo desde las instancias supranacionales cuales tienen que ser las prioridades y las políticas a llevar a cabo. No es una colaboración que se dé en pie de igualdad.
Con esto, entre otras cosas, catalogamos al modelo económico de estos países como “extractivista”, cuando en realidad engloba las mismas prácticas y formas que las asentadas por los colonizadores europeos durante cuatro siglos. Ni siquiera hacemos distinciones entre las distintas variables en las que se concreta este extractivismo. Bien sea como mero sistema de subsistencia y reproducción de formaciones campesinas e indígenas precapitalistas, hasta lo que llevan a cabo a gran escala las trasnacionales petroleras, madereras, las recolectoras de aceite de palma, de soja o de caucho, las cuales son las que crean el mayor impacto a los ecosistemas. No importa, tabula rasa, todo es extractivismo y está mal. Ni siquiera se pone el foco en que esas grandes compañías en su conjunto son principalmente norteamericanas, alemanas, chinas y canadienses; directamente se interfiere en su soberanía. Mucho menos se tiene en cuenta el grado de injusticia que conlleva exigir a ciertos países que no lleven a cabo su desarrollo, cuando el nuestro fue posible a través de una acumulación originaria que hicimos en buena medida con sus recursos naturales.
No considera tampoco que el extractivismo opera en la periferia con bajos ingresos, pobreza y desigualdad, para que en el centro se pueda realizar el trabajo de alto valor, con mayor desarrollo tecnológico y con altos ingresos. Pensar que un país si quiere va a dejar este modo de producción, es fantasía. La división internacional del trabajo no se cambia desde lo local.
Bolsonaro está claro que es un reaccionario y no lo iba a ser menos con cuestiones medioambientales, si. También podrá hacer cambios legislativos agudizando la deforestación y la perdida de biodiversidad. Sin embargo Brasil, al igual que el resto de países periféricos, va a seguir ejerciendo un rol eminentemente extractivista. Hay poco margen para superar el extractivismo, salvo que no sea transformando la escala global. Si acaso, en la escala estatal, se pueden llevar medidas para no ser tan dependiente y tener mayor redistribución de las rentas del extractivismo, pero sin ir a la raíz de la problemática.
Con todo lo expuesto, podemos extraer mínimo cuatro conclusiones que debieran servir a la izquierda, para superar este cosmopolitismo verde por el que se ha dejado llevar, tanto en el análisis como en el marco de acción:
El caso es que con total convicción y certeza, el portavoz de Equo asocia la Amazonia a una suerte de patrimonio de la humanidad, de una manera totalmente bienintencionada. Entendiendo que esta región es clave en el plano ecológico por distintas razones como la de su papel en la fijación de carbono, como pulmón del planeta, por su inmensa biodiversidad, por ser el mayor bosque tropical de la Tierra etc. Sin embargo esta retórica de cosmopolitismo verde comete profundos errores tanto en el plano de profundizar en desigualdades de poder, en el análisis de cara a buscar soluciones y en lo que a la estrategia política a desarrollar se refiere. Se trata de algo que, obviamente, no sólo lleva a cabo él, si no que se reproduce por una gran parte de la izquierda occidental desde hace algunas décadas. Veamos en qué se concretan estos fallos.
En primer lugar, están basados en principios muy (pos)colonialistas. Estos, con respecto al tema medioambiental, tienen su origen allá por los años ochenta, cuando distintas instituciones supranacionales absorbieron de manera pasiva y parcial las reivindicaciones de los movimientos ecologistas de los años setenta, estableciéndose nuevos dispositivos como las Cumbres Mundiales por el Clima, los Objetivos del Desarrollo Sostenible, el Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC); los cuales produjeron poco a poco un nuevo discurso medioambientalista hegemónico que fue calando poco a poco en la izquierda europea y norteamericana. Aunque se habían dado pasos en incluir demandas ecologistas en la agenda de la gobernanza global, el enfoque adoptado para abordarlas, generó lo que algunos académicos han denominado como la ambientalización de la geopolítica. Así, con este nuevo marco, se dejaban a un lado todas las diferencias existentes entre el Norte y el Sur global, y se establecía la prioridad de trabajar todos a una ante el desafío climático. Este hecho, como parece lógico, pivota entorno a la profundización de una relación de desigualdad Norte-Sur, entorno a cuestión de desarrollo material o diferencias culturales.
De esta forma, se impone la agenda en materia medioambiental de los países más industrializados y con preocupaciones más posmateriales, frente a aquellos que acaban de superar procesos de descolonización y se encuentran en lo que es considerado como subdesarrollo económico. Esto supone, a fin de cuentas, una manera de injerencia informal en la soberanía de estos últimos países, estableciendo desde las instancias supranacionales cuales tienen que ser las prioridades y las políticas a llevar a cabo. No es una colaboración que se dé en pie de igualdad.
Con esto, entre otras cosas, catalogamos al modelo económico de estos países como “extractivista”, cuando en realidad engloba las mismas prácticas y formas que las asentadas por los colonizadores europeos durante cuatro siglos. Ni siquiera hacemos distinciones entre las distintas variables en las que se concreta este extractivismo. Bien sea como mero sistema de subsistencia y reproducción de formaciones campesinas e indígenas precapitalistas, hasta lo que llevan a cabo a gran escala las trasnacionales petroleras, madereras, las recolectoras de aceite de palma, de soja o de caucho, las cuales son las que crean el mayor impacto a los ecosistemas. No importa, tabula rasa, todo es extractivismo y está mal. Ni siquiera se pone el foco en que esas grandes compañías en su conjunto son principalmente norteamericanas, alemanas, chinas y canadienses; directamente se interfiere en su soberanía. Mucho menos se tiene en cuenta el grado de injusticia que conlleva exigir a ciertos países que no lleven a cabo su desarrollo, cuando el nuestro fue posible a través de una acumulación originaria que hicimos en buena medida con sus recursos naturales.
No considera tampoco que el extractivismo opera en la periferia con bajos ingresos, pobreza y desigualdad, para que en el centro se pueda realizar el trabajo de alto valor, con mayor desarrollo tecnológico y con altos ingresos. Pensar que un país si quiere va a dejar este modo de producción, es fantasía. La división internacional del trabajo no se cambia desde lo local.
Bolsonaro está claro que es un reaccionario y no lo iba a ser menos con cuestiones medioambientales, si. También podrá hacer cambios legislativos agudizando la deforestación y la perdida de biodiversidad. Sin embargo Brasil, al igual que el resto de países periféricos, va a seguir ejerciendo un rol eminentemente extractivista. Hay poco margen para superar el extractivismo, salvo que no sea transformando la escala global. Si acaso, en la escala estatal, se pueden llevar medidas para no ser tan dependiente y tener mayor redistribución de las rentas del extractivismo, pero sin ir a la raíz de la problemática.
Con todo lo expuesto, podemos extraer mínimo cuatro conclusiones que debieran servir a la izquierda, para superar este cosmopolitismo verde por el que se ha dejado llevar, tanto en el análisis como en el marco de acción:
- En el corto plazo, debiéramos reflexionar en torno a qué responsabilidades y qué capacidades de aportar materialmente tiene cada bloque geopolítico ante la crisis climática, antes de interferir en soberanías nacionales con instancias supranacionales, aunque no nos guste quien gobierne.
- No haremos frente a la crisis climática si no avanzamos a un modo de producción no sólo sostenible sino también justo a nivel espacial. La dependencia al extractivismo seguirá en el Sur si no reconocemos su derecho al desarrollo. Superar la división centro/(semi)periferia es antoja fundamental si queremos conseguirlo.
- Que los países occidentales impulsemos en nuestros Estados planes como el Green New Deal es imprescindible. Pero eso será insuficiente si en las instituciones supranacionales no buscamos cooperar en pie de igualdad con el Sur. Sin imposiciones y de manera justa.
- Que digamos con superioridad moral qué hacer en la Amazonía (o en otras reservas naturales) por ser “ciudadanos de un lugar llamado mundo” encubre colonialismo y se lo pone en bandeja a los reaccionarios, que son conscientes de que esto va de un nosotros/ellos, y saben moverse bien dentro de esta dialéctica, al contrario que las perspectivas más cosmopolitas. El medio ambiente es una cuestión de carácter político. Tengamos siempre presente esto.
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