Carta abierta a la izquierda española
Quizá España necesite una buena sacudida para
empezar a hacerse preguntas. Fraternalmente, un no-nacionalista catalán y
de izquierdas que va a votar “sí”
Carles Ferreira
Ernesto Rodera
(Diario Público)
Compañeros y compañeras de la izquierda española,
comparto con vosotros todo o casi todo: la confianza en
que una sociedad mejor es posible, la justicia social como brújula de
todo proyecto político, la convicción de que la libertad de cada uno
solo es compatible con la igualdad y la libertad de todos. Estos valores
universales, que dibujan el hilo rojo de la Historia --y de historias de
compromisos y luchas, de razones y dignidades-- no entienden, por
definición, de límites territoriales o de jaulas nacionales que pongan
coto a su voluntad internacional(ista).
Es más, creo --como vosotros-- que el nacionalismo es una
ideología absurda. Nosotros, los catalanes, nos llamamos así por un
accidente cuasi geográfico que alguna vez fue politizado. Somos, como
todas las naciones, una contingencia histórica. Si el fluir de los
siglos nos hubiese llevado por otros cauces, ahora seríamos quizá
árabes, o franceses --hipótesis las dos nada desatinadas si echamos la
vista atrás--. Lo mismo, por supuesto, para España, la unidad de la cual
se forjó mediante guerras, matrimonios aristocráticos y pactos
oligárquicos. Si la combinación de aliados y enemigos hubiese sido otra,
la España de hoy sería, también, radicalmente diferente. ¡Quizá --nunca
lo sabremos-- España no existiría!.
Los no-nacionalistas como nosotros, pues, entendemos que
las naciones modernas no se basan en etnoculturalismos sacralizados,
sino en voluntades agregadas de convivencia que se renuevan de tanto en
cuando. Aquí, Antoni Puigverd se refirió a esta idea de forma magistral:
“Cataluña como ágora y no como templo“. Genuinamente, el célebre
pensador Ernest Renan lo teorizó a partir de la expresión “plebiscito
cotidiano“. Bajo estas ideas, los catalanes de inspiración socialista o
socialdemócrata creemos en una Cataluña plural que, a su vez, quería
engarzarse en un proyecto compartido con el resto de españoles, y de
hecho fuimos los que intentamos romper con la hegemonía nacionalista en
Cataluña.
Los no-nacionalistas como nosotros, pues, entendemos que las naciones modernas no se basan en etnoculturalismos sacralizados, sino en voluntades agregadas de convivencia que se renuevan de tanto en cuando
Los socialistas creíamos que Cataluña era una sociedad
mayormente progresista, pero que la instrumentalización de la identidad
catalana por parte de Convergencia y del nacionalismo conservador
dificultaba la llegada de las izquierdas al gobierno de la Generalitat.
Entonces llegó Pasqual Maragall con una propuesta de nuevo Estatuto
--una propuesta, por cierto, a la que había renunciado Jordi Pujol a
cambio del apoyo del Partido Popular a su investidura--. Se creía que el
eterno victimismo del nacionalismo conservador, excusa para no ejercer
las competencias propias de forma socialmente avanzada, podía acabarse
si Cataluña conseguía un nivel de autogobierno indiscutible, libre de
las injerencias arbitrarias y centralizantes del gobierno español.
En el memorable discurso
de investidura que pronunció Maragall en 2003, el exalcalde olímpico
expuso que no quería “presidir el gobierno de la protesta, sino el de la
propuesta“, y que de hecho esta actitud inquietaba mucho más al
entonces presidente Aznar que no las previsibles lamentaciones
pujolistas, que cesaban cuando otro peix terminaba dentro del cove. El
Estatut era una propuesta para Cataluña pero también para España. No se
daban las condiciones políticas para cambiar la Constitución en un
sentido federal, pero en la práctica podían conseguirse estos objetivos
mediante la renovación del Estatuto, que a su vez era Ley Orgánica del
Estado.
Releer hoy aquel discurso de Maragall es obligado. El expresident, lúcidamente, avisó que “en
caso de dilación indebida en su tramitación [del Estatut], en caso de
no-tomada en consideración, en caso de impugnación o inadecuación
substantiva del resultado final en la propuesta aprobada en Cataluña
[…], la ciudadanía catalana será llamada [nuevamente] a pronunciarse […]
mediante el procedimiento de consulta general que se estime más
adecuado“. Cuando el Tribunal Constitucional rompió unilateralmente
el pacto constitucional en Cataluña y laminó el Estatuto que había sido
aprobado previamente por los catalanes en referéndum, Maragall ya
estaba muy lejos de la primera línea política. Pero hoy sus palabras
suenan proféticas: la ciudadanía de Cataluña tiene derecho a volver a
pronunciarse sobre su relación con el Estado.
Esto fue en 2010. Han pasado ya siete años --casi ocho--
en los cuales nos rige en Cataluña un Estatuto que no hemos votado,
sufriendo la abierta hostilidad del Partido Popular y un silencio
inaceptable por parte del Partido Socialista. La sentencia contra el
Estatuto cerró cualquier posibilidad de avanzar hacia el federalismo en
el actual marco constitucional, y la respuesta política de la izquierda
española fue redondear y homogeneizar un Estado de las autonomías --más
café para todos-- que ya había quedado obsoleto en Cataluña. Fue
entonces cuando muchos catalanes de izquierdas y profundamente
no-nacionalistas empezamos a simpatizar con el soberanismo.
Entendimos también que esto no era tan sólo una cuestión
puramente nacional, sino que la primera oleada a favor del derecho a
decidir se mezcló con la experiencia del 15M
y con la indignación social en medio de los peores años de la crisis.
La combinación de estos elementos dejaron en cueros al régimen del ’78 y
comprendimos, entonces, que las instituciones de las cuales nos dotamos
durante la transición ya no eran útiles para encarar los principales
retos de nuestra sociedad. La apertura de un proceso constituyente que
pasara necesariamente por el reconocimiento de la autodeterminación de
las nacionalidades y por una profunda renovación de las estructuras
sociales, políticas y económicas del Estado era el único modo de
reenganchar a una mayoría ciudadana en Cataluña.
Desde 2012 el Congreso de los Diputados ha rechazado casi 20 veces un referéndum pactado
En este sentido, desde 2012 el Congreso de los Diputados
ha rechazado casi 20 veces un referéndum pactado. Se hizo un proceso
participativo en 2014 donde fueron a votar 2,3 millones de personas, y
desde hace seis años salen a la calle más de un millón de gentes cada 11
de septiembre en Cataluña. Jurídicamente el pacto constitucional saltó
por los aires con la sentencia del Estatuto, y políticamente no ha
habido ningún interés por rehacerlo, o en su defecto, por ratificar el
consentimiento de los catalanes y catalanas ante la situación actual
mediante una consulta. El consentimiento es la base de la legitimidad, y
por su ausencia la legalidad española en Cataluña se encuentra hoy en
una situación tan precaria.
¿Dónde está, pues, la legitimidad? En el 80% de catalanes y
catalanas que quieren decidir el futuro de su país en referéndum --esta
cifra sube ya al 82% según El País,
poco sospechoso de soberanista- y en el 60% que está de acuerdo en
iniciar un “proceso constituyente catalán propio y no subordinado”
--cito resultados electorales y la declaración política de Catalunya Sí Que Es Pot,
a la que hay que sumar el independentismo explícito de Junts pel Sí y
la CUP--. La convocatoria del 1 de octubre es la única herramienta
política que se ha puesto sobre la mesa para solucionar el embrollo, y
se ha avanzado por la vía del unilateralismo a causa de la
incomparecencia de la otra parte. Con todas sus insuficiencias y
contradicciones.
Creo, honestamente, que lo que deseáis para España ha
empezado en Cataluña. El candado del régimen del 78 se puede romper
aquí, con la apertura de un proceso constituyente de base ciudadana.
Esto lo queríamos hacer conjuntamente con el resto de España --y como
nuestros valores no tienen fronteras, también lo queríamos y queremos
hacer para construir otra Europa--, pero resulta que la ventana de
oportunidad política se ha abierto aquí. La maldita polarización,
además, nos lleva a escoger entre la República catalana y un Reino de
España que nos envía jueces, fiscales, guardias civiles y discursos que
nos retrotraen al blanco y negro.
No nos hagáis esperar décadas hasta que ganéis las
elecciones por mayoría absoluta, ni nos señaléis repetidamente la
contradicción --real, por otra parte-- de que haremos todo esto de la
mano de la derecha catalana, cuando para cambiar la Constitución hacen
falta 2/3 de ambas cámaras, y para hacer eso se hará siempre
imprescindible la concurrencia del Partido Popular. Además, compañeros,
no todo es conseguir el poder electo. Estos días hemos podido comprobar
una vez más la existencia de una oligarquía --o casta-- pegada a las
instituciones del Estado, cuya cultura política no terminó de hacer la
transición.
Durante décadas, y como mínimo en los últimos 150 años en
que las izquierdas españolas y catalanas se han dado la mano para la
transformación del Estado, las preguntas se las ha hecho la periferia, y
así también ha ocurrido con todas las respuestas. El foralismo, el
regionalismo, el federalismo y muchos otros movimientos surgen lejos de
Castilla. “Envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora“, cantaba
Machado. Sepharad no ha querido cruzar los puentes del diálogo y,
parafraseando a Maragall --el poeta--, no ha querido escoltar. Quizá
España necesite una buena sacudida para empezar a hacerse preguntas. Y
nosotros, luego, estaremos dispuestos --libremente y de igual a igual-- a
ayudaros humildemente con todas nuestras respuestas.
Fraternalmente,
un no-nacionalista catalán y de izquierdas que va a votar “sí”
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Carles Ferreira es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Girona y asesor del Ayuntamiento de Giro::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Ya lo decía mi abuela lleidatana cuando yo era chica, allá por los años cincuenta: el problema de Catalunya no es que quiera o no ser independiente, sino no poder evitar ir unos cien años por delante del resto de España. ¡ Y qué razón tenía...!
Ains.
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