La normalización de la extrema derecha
Ayer sucedieron dos hechos aparentemente desconectados que, sin embargo, tienen algo en común que es motivo de preocupación. Por un lado, la ultraderecha alemana ha vuelto al parlamento alemán por primera vez desde el final de la II Guerra Mundial. El partido Alternativa por Alemania (AfD por sus siglas en alemán) se ha convertido en el tercer partido más importante en representación parlamentaria, con aproximadamente un 13% de los votos -en estos momentos los resultados aún son provisionales-. Por otro lado, el acto celebrado ayer en Zaragoza por Unidos Podemos y otros partidos, con la presencia de más de 400 cargos públicos, tuvo un contrapunto en la manifestación de ultraderecha que se organizó en el mismo sitio y con objeto de boicotear el acto.
Ambos fenómenos están conectado por su carácter ultraderechista, si bien obedecen a realidades muy diferentes.
AfD es un partido nuevo creado en el año 2013. Desde su fundación se ha opuesto al proyecto europeo y, particularmente, a la arquitectura de la zona euro. Desde la posición de hegemonía de la economía alemana, sus líderes han propuesto la salida del euro y el despliegue de políticas económicas liberales, ya liberados del “lastre” de las economías periféricas como la española, griega o portuguesa. Sin embargo, con la llamada crisis de los refugiados el partido se ha ido escorando más a la derecha hasta asumir tesis directamente xenófobas y antiinmigración. Hace apenas unas semanas el partido solicitó en el parlamento europeo, por ejemplo, la abolición de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados en Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), escudándose en el falaz argumento de vincular a refugiados con terroristas. Su crecimiento al calor de ese discurso xenófobo guarda una notable similitud con el de otros partidos de extrema derecha en Europa, como el Frente Nacional en Francia o el Partido por la Libertad en los Países Bajos. El caso de AfD tiene un especial valor simbólico por ser precisamente en Alemania donde se manifestó la forma más violenta de fascismo, el nazismo.
Evidentemente, los dirigentes y votantes de AfD no son nazis. Al menos no en el sentido histórico que tiene esa palabra. El nazismo fue un producto histórico, de similares –pero no iguales- parámetros al fascismo italiano, francés y español de los años veinte y treinta del siglo XX. El proyecto de AfD, como el de otros partidos de extrema derecha, tiene motivaciones diferentes porque su contexto es radicalmente distinto y aunque guarden aspectos comunes, como un nacionalismo exacerbado o el discurso xenófobo, no es equiparable de forma precisa. De ahí que algunos autores prefieran hablar de “populismo de derechas” o de “nuevas derechas”, si bien a mí me parece más adecuado hablar de “extrema derecha”. En otro sitio he explorado las causas que llevan a este retorno del fascismo, en sus nuevas formas, concluyendo que tiene raíces económicas vinculadas a la globalización y a las políticas neoliberales.
La manifestación de ayer, por otra parte, no fue tampoco una manifestación nazi per se. Desde luego, la organización convocante –MSR- sí puede ser definida sin ningún problema como neonazi. Es una organización que ha concentrado gran parte de su actividad en la ocupación de edificios abandonados, o incluso cedidos, para ofrecer alimentos únicamente a familias españolas en necesidad. Su perfil responde claramente al de las nuevas organizaciones de extrema derecha que, en las últimas décadas, han ido abandonando la simbología fascista para tomar formas más normalizadas pero con el mismo contenido xenófobo y ultranacionalista. Para muchas de estas organizaciones el modelo es el Frente Nacional, partido que desde 2011 ha cambiado su discurso y sus formas para adaptarse a la moderna competición electoral.
Pero ayer hubo mucho más que eso. Junto con los colectivos organizados, que ya estaban desde las ocho de la mañana en los alrededores del reciento y con intenciones claras de boicotear el acto, y frente a una policía claramente insuficiente para mantener el orden público, también hubo centenares de manifestantes aparentemente normales, que se fueron incorporando a lo largo del día. Y subrayo lo de aparentemente normales porque ahí reside la clave de la cuestión. Por decirlo más provocadoramente: se trataba de personas de extrema derecha que parecen normales. En efecto, no era la típica estampa que uno tiene grabada de las manifestaciones fascistas del siglo pasado, con sus brazos el alto y su simbología fascista. Es verdad que había alguna que otra bandera franquista, y que más de uno coreaba el cara al sol. Pero la mayoría era gente que, tomada en solitario, podría ser un afable vecino de comunidad. Eso sí, gritaban como los que más que éramos unos traidores, que deberían ejecutarnos o que a la mínima nos iban a matar. Desde adolescentes de estética pija, hasta señoras mayores que en otro contexto parecerían amables abuelitas, pasando por curiosas y jóvenes parejas que, bandera rojigualda en mano, clamaban por la españolidad de todos los que estábamos dentro. A los catalanes les dijeron que eran españoles y a mí, que soy de Logroño, que era un traidor. En suma, un heterogéneo grupo cuyos integrantes, sin embargo, compartían las demandas ultranacionalistas y rezumaban un terrible odio contra el diferente. No en vano, fuertes motivaciones tendrían para estar durante seis horas fuera del pabellón, a pleno sol, y esperando la desprotegida salida de los cargos públicos para insultarnos, escupirnos, perseguirnos por la calle o incluso lanzarnos objetos.
Que nadie se engañe. Fue una concentración de extrema derecha, con claros tintes fascistas en muchos casos. Empezando por el obvio hecho de que se trataba de boicotear un acto en el que se reclamaba, y no es menor, democracia, fraternidad y diálogo. El carácter anticomunista de las consignas tampoco se nos puede escapar. Se trata de un sector de la población que siempre ha existido en nuestro país, pero que ahora está mucho más movilizado –naturalmente, empujado por la cuestión catalana y el 1-O- y quizás algo más ampliado dadas las circunstancias. El problema es que corremos el riesgo de normalizar este tipo de eventos y demandas, como si fueran meros ejercicios de la libertad de expresión y no de un síntoma preocupante de ascenso fascista en nuestro país.
Se dirá que en nuestro país no existe un partido de extrema derecha asimilable a los que están irrumpiendo en el norte de Europa, como AfD. Y en parte es verdad, pues el contexto es distinto. Pero también se esquiva en muchas ocasiones el obvio hecho de que muchos dirigentes del PP, y también muchas sus políticas, pertenecen al campo de lo demandado por esa extrema derecha. En el 2015 el dirigente nacional del PP, Javier Maroto vinculó explícitamente a los refugiados con los yihadistas que ponen bombas, por ejemplo. En 2015 el Gobierno del PP se comprometió a que España acogiera a más de 15.000 refugiados y un año más tarde sólo había acogido el 5%, en una actitud más cercada al ideario de AfD que al de la CDU de Merkel. Y el líder del PP en Cataluña, Xavier Albiol, se ha caracterizado por sus continuas declaraciones xenófobas. A su famoso cartel de propaganda electoral que pedía «limpiar Badalona» se pueden sumar frases como aquella otra en la que defendía que «el colectivo rumano-gitano se ha instalado a delinquir y robar». Fue premiado con un ascenso por el PP. Y dejamos fuera todo tipo de comentarios públicos de otros dirigentes del PP y, también, las suposiciones de lo que pensarán en privado.
En suma, la extrema-derecha está en ascenso porque existen las condiciones económicas y culturales adecuadas para ello. En España a la crisis económica y política que tenemos hay que sumar la crisis de Estado que está suponiendo el proceso independentista catalán. Como dijo Bretch, el mejor alimento de un nacionalismo es otro nacionalismo. Y en un país en el que la derecha reaccionaria impuso, siempre por la vía de la fuerza, la opción de un país homogéneo de unidad de destino universal, es de esperar que arrecien las manifestaciones de extrema derecha. La proliferación de convocatorias blancas, sin aparente organizadores, que se están dando estos días, todas destinadas a la protección de la patria, se pueden entender desde esta óptica. Y serán muchos los que querrán ver en esas manifestaciones la legítima expresión de un pueblo que defiende un determinado modelo de Estado. Pero una vez te aproximas y pones el oído, te das cuenta de que son las mismas consignas reaccionarias de toda la vida. ¿O es que alguien piensa que los casi seis millones de votos que ha obtenido AfD son cabezas rapadas que adoran a Hitler?
Defender la unidad de España no es necesariamente de extrema derecha. De hecho, algunos defendemos un modelo republicano federal que, a la manera pi-margalliana, podría entenderse como unidad de diversidad. Pero lo que sí es de extrema derecha es el ideario completo en el que se inserta habitualmente la demanda de unidad de España, que incluye por supuesto el querer ejecutar al diferente. Y detrás de todo esto no sólo hay organizaciones neonazis o un sistema cultural reaccionario, sino también un partido político interesado en contraponer el nacionalismo español al nacionalismo catalán. Tanto por convicción como por oportunidad política.
A mi juicio, el principal riesgo que asumimos en estos momentos es el blanqueamiento de esa extrema derecha, es decir, su normalización. Porque con ella va la normalización de un estado social, el de la reacción. En estos días se están escuchando demasiadas voces que justifican la represión y el autoritarismo contra los independentistas. Algo que inmediatamente se hace extensible a los simpatizantes de independentistas o incluso, como pasó con nuestro acto en Zaragoza, con los que proponemos diálogo con los independentistas. Así, al final tenemos jueces que prohíben debates públicos en Madrid y en otras ciudades y también partidos, como el PSOE de Zaragoza, que nos impide hacer un acto en un edificio público. No creo que el PP esté midiendo bien la situación política en el Estado, pero sí creo que está tratando de aprovechar la situación para salir de la misma fortalecido, con el sector ultra de la sociedad movilizado y marcando el ritmo del sentido común. Hasta que cortar la libertad de expresión y reunión de los republicanos, comunistas e independentistas sea sentido común. Probablemente eso es jugar con fuego, pero desde luego seguro que es minar las bases democráticas que, dicho de paso, tampoco son muy sólidas en nuestro país.
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