jueves, 12 de noviembre de 2015

La voz de Iñaki


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Lo que viene da miedo

EL PAÍS 


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En mi modesta opinión, Iñaki, creo que ha sido precisamente el miedo lo que lleva bloqueando las posibles soluciones, que miedo, precisamente, es lo que sobra en las instituciones y especialmente en el Legislativo, en el Ejecutivo y en la Jefatura del Estado, que es acéfala o quizás, cefalópoda, porque sólo tiene pies para huir de la realidad hacia su wonderland absolutamente de espaldas a la gravedad de la situación y a la responsabilidad del Estado. Un aparato inmaduro y sin conciencia, inerte. Muerto. Un vacío amurallado, atrincherado en el bunker intocable de sus inercias mecánicas, que cuando debe enfrentarse a una realidad compleja donde además de números y leyes existen sentimientos, ideas y formas de relación interpersonales y organizativas demuestra que carece de todo recurso adecuado para tal situación. Para afrontar algo vivo. ¿Puede un objeto muerto, un ente mecánico y sin alma ni inteligencia emocional entender y atender las necesidades de lo que está vivo? No. Definitivamente no. Es el caso de este Estado fiambre.

Es de una cretinez mayestática y descomunal confiar en que los mecanismos automáticos funcionen solos y acertadamente, como muelles que se auto disparan por el sonido de una alarma, sin seres humanos de verdad que orienten y apliquen, como humanos, unos mecanismos que sólo tienen sentido en manos humanas y para conseguir el bien común y no solamente blindarse como institución que se está revelando a sí misma como una solemne inutilidad pensada para incordiar mucho más que para solucionar y organizar con  talento y aciertos la realidad diaria de un país.  Los seres humanos tienen mucha más complejidad que los mecanismos que inventan, precisamente porque han evolucionado y poseen inteligencia suficiente como para crear inteligencia artificial, leyes, estautos y normas que faciliten, simplifiquen y agilicen el funcionamiento de las cosas y la fluidez de los procesos, no la complicación, el atasco  y el desastre; pero a la vez también esa complejidad facilita realizar lo que los mecanismos no pueden hacer sin la presencia activa del factor humano, como diría Teilhard. 
Cuando un gobierno y una jefatura de Estado se conducen como amebas, acoplándose a la inercia de lo que pasa o deja de pasar, y no como individuos inteligentes capaces de intervenir para modificar el automatismo inercial de los procesos, está claro que el resultado ante cualquier dificultad, cualquier problema normal en el funcionamiento de la sociedad, es el caos indefectiblemente. En ese punto creo que están atascados nuestros más altos representantes. Cuando llegan a asumir responsabilidades de enjundia desarrollan el síndrome del banco pintado. Llegaron al poder político y se encontraron un banco con un cartel que decía: "recién pintado" y decidieron respetar el aviso sin acercarse a comprobar si la pintura aún estaba fresca o, si tal vez, el cartel llevaba allí un par de meses sin que nadie lo quitase porque todos obedecían prudentemente la orden subliminal del aviso..."¿Quiénes somos nosotros para negar la evidencia de ese cartel?", se decían en cada intercambio de gobierno y sillones y cedían al cartel toda la fuerza para determinar lo que es o no adecuado. ¿Que era necesario reunirse para consultar y decidir sobre asuntos cada vez más importantes y urgentes? Imposible hacerlo si el cartel seguía en su sitio advirtiendo del peligro de la pintura reciente. Y así, pasito a paso, año tras año, por el miedo tocar la pintura para comprobar si aún pringa, entre todos han conseguido que el cartel del banco pintado sea el que gobierne y decida en el lugar de los portavoces o representantes de una ciudadanía súbdita de... un maravilloso e intocable banco pintado.
Mirando esa burbuja de irresponsabilidad patológica no es extraño que una parte de la ciudadanía se queje de cansancio, de trabajar en pésimas condiciones para ir manteniendo el banco pintado, el cartel y a los premios Nobel que tanto respetan y veneran el absurdo como un totem de la estupidez en grado supino.  Y es muy fácil comprender y deducir que haya parte de la ciudadanía que se rebele y quiera gobernarse a sí misma en vista de lo que hay. 

Estoy convencida de que la prensa tiene en sus manos el poder de avisar a los cuidadores del banco pintado y de advertirles que de ellos depende el fin de este disparate, que la ciudadanía hace lo que puede y más, pero que si ellos no se deciden a comprobar in situ el estado real del banco pintado, a quitar el cartel amarillento de sus miedos, a intervenir como es preciso y no como una barahúnda de caciques desnortados entre el miedo y la prepotencia, todo irá a peor, y que no se trata de hacer astillas el banco con los antidisturbios y los bomberos  en ristre ni de ir amordazando y  metiendo en la cárcel a las ciudadanas que les indican el problema, sino de afrontar el problema en sí. De superar el miedo a mover pieza que subyace tras la soberbia ignorante del que ha nacido miope y cree que el tamaño de todo lo que ve es la dimensión  verdadera de las cosas. Hasta que, un día de suerte, le da por ir al oculista y le ponen unas lentes apropiadas y VE la realidad en su tamaño auténtico, con los contornos nítidos, las distancias reales y las medidas justas. Ir al oculista es la humildad de aceptar lo real y no camuflarlo de protocolo, de tótem, de dogma sagrado ni del rigor mortis de lo intangible e inamovible. La vida es dinámica y no admite vetos a su proceso. Porque vetarla es morir matando, también por inacción. Es la guerra en muchos planos. También hay una guerra pasiva, de resistencia contra la acción, manipuladora de obstáculos. La destrucción, el conflicto y el desencuentro son siempre el resultado final, la victoria de la nada. La esterilidad de lo inútil. La nada y su vacío como ilusión inventada por la incapacidad de avanzar y crear. Por el bloqueo de interpretar la realidad neta de un cartel que avisa de algo puntual y contingente que, por idiotez, miedo e incompetencia, se ha convertido en un paradigma trascendente. En un tabú. En términos sin sustancia práctica como "soberanía". "Independencia". "Legalidad vigente". "Aforamiento" para prebostes e indefensión para los que mantienen a los prebostes, como sucede ahora mismo en Catalunya, donde los que están montando el pollo en el Parlament están protegidos, mientras los ciudadanos normales, que no están haciendo nada, excepto soportar la ineptitud de sus portavoces, están amenazados por las maravillosas leyes antiseparatistas de un Estado miope, que gira mecánicamente como un tiovivo alrededor de un banco pintado en 1978...pero que aún mantiene el cartel que avisa de la ya irrisoria frescura del maquillaje. En fin...Todo un tratado freudiano de miedos encapsulados y camuflados de solemnidad vacía y paralizante. 

Si de verdad hay algo que temer es a ese Estado mecánico y disparatado, patológico, regido por la incapacidad manifiesta del mindundismo elevado a una potencia desmesurada e impropia de tal rango a-cognitivo y  por encima de sus posibilidades. Un Estado zombie, aún tele-desgobernado por la momia de un dictador que dejó todo "atado y bien atado". Paralizado, para todo lo que sea evolucionar hacia la dignidad de la ciudadanía, la justicia, sus derechos y sus libertades tangibles, no solo teóricas y rimbombantes, que considera "populismo" en pleno ataque demagógico. Eso sí que es gordo y no solo debería darnos un miedo razonable, es que en realidad es terrorífico. Aunque, desde luego, siempre superable desde la voluntad inteligente de la lucidez al servicio del bien común. Del respeto y el amor verdadero a la humanidad. 
Solo falta saber si en las esferas de los poderes del Estado hay quienes  respondan a esa necesidad. Y si no los hay habrá que buscarlos fuera del bunker de las inercias estatales biparty fashion. El 20D, será una buena fecha para ello. O para que el recambio vuelva a lo de siempre. Eso también da miedo. Y asquito, y repelús. Mucho. Pero, a estas alturas de lo vivido y soportado, no vamos a permitir que nos domine, querido Iñaki. Dejarse vencer por el pánico es como tirarse a una piscina sin agua, teniendo el mar a la vuelta de la esquina. Claro que primero hay que bajarse del trampolín y luego andar y moverse para descubrirlo.

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