Diez falacias en defensa de la Monarquía: manual anti-tertulianos
La abdicación del Rey es el último
episodio en la trayectoria de un monarca que disfrutó de sus mayores
cotas de popularidad en los años 90. Entonces, las bodas de sus dos
hijas, los años de ficticia bonanza económica y su proyección pública
como una figura que representaba un Estado que había organizado unos
juegos olímpicos, una exposición universal y protagonizaba un “milagro
económico”, lo auparon a la categoría de figura popular. El mito había
empezado a construirse décadas antes, no obstante.
Aunque desde 1982 el Centro de
Investigaciones Sociológicas no pregunta a los ciudadanos por la forma
de estado preferida (república o monarquía), sí que suele consultarles
su valoración de la monarquía y la figura del Rey. En 2011 los españoles suspendían por primera vez a la institución con una valoración de 4,98. Esta valoración continuaría cayendo hasta quedar el mayo del año pasado en un 3,68.
Los escándalos de corrupción que salpican a la Casa Real, su
comportamiento privado escandaloso, o en particular, el episodio del
viaje a Botsuana para participar en un safari mientras la mayoría de la
población trabajadora sufría los efectos de la crisis, no les han salido
gratis.
Evolución de la aprobación de la Monarquía por parte de los españoles. Fuente: http://www.europapress.es/ nacional/noticia-don-juan- carlos-deja-trono-monarquia- suspendida-ciudadanos-2011- 20140602131806.html
Así las cosas, la abdicación del Rey se
ve como una última maniobra que intenta reflotar la institución, dejando
la actual crisis económica, social y política, en manos del Príncipe
Felipe, cuya valoración no es tan negativa como la del Rey (o al menos
eso repiten los medios). El colocar el tema de la Monarquía en el centro
de la actualidad produce, sin embargo, el efecto añadido de reactivar
el tradicional debate público sobre la forma de Estado, de forma que el
lunes pasado miles de ciudadanos se concentraron en las principales
ciudades españolas pidiendo la celebración de un referéndum popular.
Vaya por delante la aclaración de que
una forma de Estado republicana no supone la panacea que resuelva los
numerosos problemas que aquejan tanto a la sociedad como a la vida
política del Estado Español. Existen regímenes republicanos con
tremendos problemas sociales de desigualdad, falta de representación
ciudadana en las instituciones o actuaciones anti-democráticas. Sin ir
más lejos, Estados Unidos es una democracia de régimen presidencialista
donde no hay un jefe de Estado hereditario, sino que esta figura
coincide con la del presidente elegido (más o menos) libremente por el
pueblo. Esto contrasta con regímenes parlamentarios como el caso
irlandés, en los que el jefe de Estado tiene atribuciones esencialmente
ceremoniales. En la República de Irlanda el Presidente es elegido
directamente por los ciudadanos, pero la legitimidad democrática
descansa en el Oireachtas (el parlamento, compuesto por el Senado y el
Dáil, las cámaras alta y baja respectivamente), al que también
corresponde el poder legislativo, mientras que el ejecutivo es propio
del Gobierno, al frente del cual está el Taoiseach (el primer ministro).
El Presidente tiene sólo algunas funciones propias “bajo su propio
juicio”, según especifica la Constitución. A medio camino entre las
repúblicas presidencialistas y las parlamentarias se hallan aquellas que
suelen describirse como semi-presidencialistas, en las que existen
tanto el Presidente de la República como el Primer Ministro, pero el
primero tiene importantes atribuciones políticas que superan con mucho
las “funciones ceremoniales” en los regímenes parlamentarios. Serían los
casos de Francia o de Rusia (lo cual explica un poco por qué se ha
visto esa rotación extraña entre Putin y Medvedev en los últimos años).
Como vemos, decir “república” puede querer decir muchas cosas, incluso
si hablamos sólo de la estructura institucional del Estado.
Y aún queriendo decir muchas cosas
diferentes, el principio que contrapone un régimen republicano a uno
monárquico es simplemente aquel en el que descansa la democracia: el que
el pueblo decida sobre los asuntos políticos y sobre sus instituciones,
y no que éstas se vean determinadas por algún derecho hereditario,
aristocrático o divino. Extraña por tanto observar como a raíz de la
abdicación del Rey, surgen en las tertulias, en los editoriales o en los
artículos de opinión de estos días tanto monárquicos declarados y
explícitos, como aquellos “republicanos de corazón” que no dejan de
aportar argumentos a favor de la monarquía como forma de Estado, o
restan importancia, legitimidad o sustancia a las demandas republicanas.
Ambos tipos de monárquicos, declarados o funcionales, suelen cometer
una serie de falacias de forma constante que nos gustaría señalar:
1) Es una figura apartidista: si
por apartidismo entendemos la defensa numantina de la unidad de España,
del decadente entramado institucional que forma el “Estado profundo” y
apuntala el status quo político en el que medran PP y PSOE, así
como el apoyo a un sistema económico y un modelo productivo gracias a
los cuales (y a su posición privilegiada concedida por la gracia
fascista) se ha lucrado obscenamente; entonces sí, el rey es
apartidista. Si creemos que es posible que el jefe de Estado represente a
una imaginaria y abstracta concepción de la nación como un ente libre
de conflicto interno y de contradicciones, como un ser mágico en el cual
no existen los intereses contrapuestos, la explotación y la opresión y
al cual se puede representar sin tomar partido por los dominados o por
los dominadores; entonces sí, el rey es apartidista.
2) Costaría más barato que unas elecciones a Presidente de la República: ésta
sea quizá la muestra más palmaria de la indigencia mental monárquica.
¿Quién, cuándo, dónde se ha establecido que una República deba contar
con una jefatura de Estado separada de la jefatura de gobierno? ¿En qué
Manual de la Buena República se establece que el modelo deba ser el de
la pompa y el boato imperiales de la muy burguesa república de Francia?
Si la República (o Repúblicas) ha de suponer un cambio de modelo
político y social -y así lo creemos firmemente-, esto debe conllevar
también un cambio de cultura política que avance hacia la progresiva
eliminación de las figuras institucionales de autoridad que sólo se
sirven a sí mismas y a la legitimación del poder que las mantiene. Y aún
así, aún considerando que efectivamente se optara por una dirección
estatal bicéfala, parece que en las mentes de los súbditos juancarlistas
pesa más un euro que un principio (tremenda sorpresa). Aplicando su
razonamiento, podríamos perfectamente decir que cabe aumentar las
legislaturas a periodos de ocho años (o dieciséis, o treinta y dos, o…)
para votar menos veces, y reducir así esos molestos gastos electorales.
Más relevante todavía es tener en cuenta, como ya apuntábamos, que el
coste de la institución depende de cómo se configure la misma,
exactamente igual que sucede con la monarquía: no cuesta lo mismo la
monarquía británica que la española o la sueca. La cuestión no es el
dinero, si no si los ciudadanos pueden elegir al Jefe del Estado, y si
lo hace mal, retirarlo, cosa que no puede ocurrir ahora. Es un principio
democrático básico. Si a todo esto añadimos el detalle de contar con un
Jefe de Estado irresponsable penalmente -cosa que no ocurriría con un
presidente de la República- la apelación al ahorro que supone no decidir
sobre nuestros gobernantes deja de ser una muestra de necedad profunda
para convertirse en complicidad con la estafa y la impunidad
sistemáticas.
3) La monarquía española tiene un gran prestigio en el extranjero:
el único prestigio que la monarquía española acumula en el extranjero
es el que le han granjeado los negocios del monarca en sus relaciones
(forjadas gracias a su posición de privilegio y al dinero de sus
súbditos) con los sátrapas de Marruecos, los petro-monarcas de Arabia y
demás ejemplos internacionales de democracia. Y aún si efectivamente
fuera verdad que el Rey dispone de influencia alguna en los círculos de
poder internacionales (desde los cuales se insta a los pobres a morirse
más rápido para no generar gastos superfluos) ¿Acaso quiere alguien que
el que ejerza influencia en nombre suyo sea un personaje al cual no ha
elegido y que es conocido por ser un siervo de las élites políticas y
económicas? ¿Queremos sinceramente que un anciano corrupto le susurre al
oído a Christine Lagarde en nuestro nombre?
4) Hay repúblicas que son países lamentables y monarquías avanzadísimas:
¿hay alguna relación de causalidad entre la forma de Estado y lo
avanzado económicamente que se halle un país? Finlandia es una república
y no es menos próspera que Noruega o Suecia ¿No será acaso que la
prosperidad de un país depende de otros factores? No quisiéramos pecar
de atrevidos, pero quizá el sistema económico, el modelo productivo y un
diseño institucional que no avale el latrocinio tengan algo que ver con
ello.
5) Podría salir un impresentable de Jefe del Estado, o alguien que pueden colocar los lobbies o grupos de presión: ciertamente
(aunque al menos nos quedaríamos como estamos), pero las dudosas
cualidades de los representantes electos no son un problema de la forma
de estado republicana, son un problema de la democracia representativa.
Siguiendo ese razonamiento, llegaríamos a la conclusión de que unos
expertos de Harvard deberían elegir a un señor no impresentable y
excelente gestor (elección peer reviewed, por supuesto) para ser presidente del Gobierno de España de forma vitalicia.
La diferencia entre una forma de estado
republicana o monárquica es que si te sale un Jefe del Estado electo
impresentable, en una república se puede cambiar, mientras que aquí o
abdica o se muere o está ahí para los restos, da igual la imagen que de,
su falta de preparación o lo mal que lo haga. Esto es relevante porque,
aunque las atribuciones de un jefe de Estado puedan ser lo más
reducidas que se quiera, siempre tendrá algunas potestades y siempre
será una figura pública. En una república, si al jefe de Estado le da
por emplear dichas atribuciones en contra de la voluntad democrática de
su pueblo, podemos tener la certeza de que no durará mucho en el cargo
(ya sea por mecanismos de retirada del poder específicos, o en el peor
de los casos, por la simple no reelección). En el caso de las
monarquías, esto no tiene por qué ser necesariamente así, e incluso esas
funciones “puramente ceremoniales” o esa condición de figura pública se
pueden utilizar para torpedear expresiones de voluntad popular.
Quizás el ejemplo más famoso de esto fue
el caso del Rey Balduino de Bélgica y su objeción de conciencia a la
ratificación de la ley que permitía ciertos supuestos de interrupción
del embarazo en dicho país. El escándalo fue mayúsculo y el problema se
tuvo que solucionar de forma aparatosa, mediante la declaración de Balduino como temporalmente incapaz de gobernar,
con lo cual el Gobierno fue el que se encargó de ratificar la ley. Al
día siguiente, Balduino volvió a ser declarado capaz para reinar,
aunque, curiosamente, el Partido Socialista belga pedía que abdicase la
corona. Esta “ficción surrealista” como la calificó el
constitucionalista de dicho país François Perrin muestra a los extremos
cómicos a los que puede llegar la pompa monárquica en un sistema de
democracia parlamentaria. El affaire fue inmortalizado, por cierto, por
el grupo de hardcore punk político belga Nations On Fire.
Por otra parte, pretender que el Rey es
más independiente de poderes fácticos (económicos, por ejemplo) porque
su posición depende de un derecho hereditario y por tanto no puede ser
“colocado” por un lobby, es una idea que parece considerar que la sangre
azul lleva un gen incorruptible. La idea es cuanto menos curiosa, a la
vista de los recientes desarrollos en el caso Noós.
6) No es un tema urgente ya que hay reformas más prioritarias/no es el momento de abordar la cuestión: como
señalábamos anteriormente, quien piense que con una forma de Estado
republicana España (o cualquier otro país) puede conseguir mágicamente
un paraíso en la Tierra, se equivoca. Y es verdad que si hubiese que
establecer un ranking de reformas necesarias, quizás habría otras más
acuciantes que la del método de elección del jefe de Estado. El problema
es que muchas veces los debates políticos se “activan” por sucesos
singulares, exógenos, que atraen la atención pública sobre el tema en
cuestión, lo cual en cierta manera remite al concepto de “ventanas de
oportunidad” del politólogo norteamericano John W. Kingdon: los diversos
temas políticos no están presentes en el debate político de forma
constante, sino que surgen en espacios de incertidumbre, debido muchas
veces a casualidades.
En este caso, el suceso exógeno sería la
abdicación. Parece lógico que este suceso y el cambio de jefe de Estado
que supone, llame la atención de los ciudadanos sobre cómo se da el
proceso y a qué legitimidad obedece. En cuanto a que “no sea el momento
de abordar la cuestión” que comentan algunos que luego se reclaman como
“republicanos de corazón”, es una crítica que carece de fundamento si el
que la formula no explica cuándo exactamente será ese momento, porque
suele ser la favorita de precisamente aquellos que, una vez pasa el
momento de “activación” del debate político, no vuelven a tocar el tema.
Eso sí, seguirán manteniendo su condición de republicanos.
7) Cada vez que votamos en las
elecciones ganan los partidos a favor de la Monarquía. Por tanto, la
mayoría de los ciudadanos la apoya, y no hace falta consultarles: es
cierto que los partidos monárquicos que no se plantean la instauración
de una república han sido mayoría en las elecciones (al menos en las
generales, seamos generosos y no utilicemos el resultado de las últimas
elecciones al Parlamento Europeo para atizar a los monárquicos). Ahora
bien, esto es un argumento bastante tramposo, porque en una democracia
representativa a menudo la postura de los representantes no coincide con
la de los supuestos representados en todos y cada uno de sus aspectos
individuales ¿Seguro que si se permitiera -por ejemplo- a los militantes
del PSOE votar sobre la cuestión monarquía-república saldría una
mayoría monárquica? Es algo, como mínimo, cuestionable.
La reducción al voto electoral de
cualquier conflicto concreto -tan del gusto de “expertos”
socialdemócratas que no han visto un pobre en su vida- nos puede llevar
perfectamente al absurdo de decir que un parado está a favor de estar en
paro porque votó al PSOE o que un desahuciado está de acuerdo con que
le echen de su casa porque en su momento no votó a un partido que
llevara en su programa un cambio de la ley hipotecaria. En la decisión
individual de votar en un sentido u otro cristalizan siempre infinidad
de factores, mucho de ellos ni siquiera estrictamente “políticos”
(identidad, tradición, símbolos, afectos, etc.), y es muy difícil captar
siquiera una fracción de “verdad” ante semejante complejidad. Pretender
usar la posición tomada hoy por la dirección de un partido al que se
votó hace varios años -por motivos que en buena parte desconocemos- para
no preguntar ahora, directamente, sobre una cuestión concreta a la
población es una estrategia propia de estafadores y trileros políticos.
En cualquier caso, esta cuestión nos llevaría a un debate sobre los
límites de la democracia “representativa” como forma elitista de
gobierno que merece ser desarrollado a su tiempo y con mayor
profundidad.
8) El Rey nos trajo la democracia, debemos estarle agradecidos y mantener su institución: el
mito del Rey otorgando la democracia al pueblo, cual Prometeo que
desafía a los dioses de la dictadura franquista, es una muestra de esa
tendencia a la Great Man Theory cañí que se nos viene repitiendo con cada relato de la Transición.
El problema no es decir que puede haber actores individuales con una
tremenda influencia social o histórica. Es reducir todo un proceso
social y político extremadamente complejo, en el que influyen numerosos
factores (como la geopolítica y la situación económica, social o
cultural, entre otros), a depender exclusivamente de las acciones
individuales de unas pocas personas. La teoría se vuelve incluso más
frágil cuando se tiene en cuenta que, incluso si aceptáramos la idea
atomista de que puede haber personas de influencia histórica mayúscula
que llegaron a donde llegaron por méritos propios (es decir, si
obviáramos que el contexto social condicionó la forma en que obtuvieron o
pudieron ejercer esos “méritos”), el caso que nos ocupa escapa a ese
supuesto puesto que: ¿era posible, siquiera teóricamente, que otra
persona hubiese estado en la posición en la que estaba el Rey cuando se
produjo la muerte de Franco? Por lógica del Derecho sucesorio, no: Juan
Carlos I no obtuvo el título debido a su excelente oratoria, carisma
personal o proyecto político (aún cuando se quisiera defender que puede
reunir todas esas características). Obtuvo el título por una cualidad
que le era exclusiva a él: ser el primero en la línea sucesoria (bueno, o
al menos estar en la línea sucesoria, porque el primero en realidad era su padre, el Conde de Barcelona, pero ya nos entienden).
9) Cuando la gente votó la
Constitución, la forma de Estado ya iba en el paquete, con lo cual
estaban mostrando su apoyo por la Monarquía. Democracia en España va
indisolublemente unido a Monarquía constitucional: De nuevo nos
encontramos con la falacia de la reducción al voto. Pensemos el
siguiente escenario: yo quiero comprarme un helado de dos sabores, para
mí es fundamental que una bola sea de chocolate, mientras que
sencillamente preferiría que la otra fuera de avellana; el heladero me
dice que, efectivamente, no hay problema en venderme el helado de
chocolate, pero que del de avellana ni hablamos, tiene que ser una bola
de apestoso pistacho o me quedo sin helado. Ante esa tesitura, y
sabiendo que si digo que sí al pistacho tendré al menos un helado de
chocolate y que si digo que no corro el riesgo de quedarme sin helado,
me conformo con el decadente helado verde en lugar de la avellana que yo
prefería. Substituyamos ahora el helado por la reforma política, el
chocolate por la democracia, la avellana por la república y el pistacho
por la monarquía y tendremos una demostración sencilla de por qué nunca
se ha dejado votar a nadie sobre la monarquía.
Y este es el problema: un consejo de
“sabios”, que por presiones tuvieron que ceder ante componendas del
régimen, renunciaron a plantear la cuestión pese a que esta atacaba
frontalmente sus principios ideológicos (ya fueran socialistas o
comunistas). Por si fuera poco, la presencia de militares no muy
homologables democráticamente hablando tampoco es que ayudara a hacer la
elección más libre (imaginemos que el heladero, además de ser un
tirano, dispone de seguridad privada dispuesta a alisarnos el lomo en
cualquier momento). Pero ¿Tiene sentido que en una situación
radicalmente distinta y ante una caída en la popularidad -o al menos de
la aceptación pasiva mayoritaria- de la monarquía como la actual, no se
plantee la cuestión?
10) La Constitución consagra la
Monarquía como forma de Estado de España. Si alguien quiere cambiar eso,
tiene que acogerse al procedimiento de reforma de la Constitución
establecido en la misma. Que por cierto es prácticamente imposible de
llevar a cabo, así que mejor no lo intentamos: la Constitución
española establece en su Título X el procedimiento para reformarla.
Existen dos vías, una “normal” que ya de por sí es difícil, pues
requiere 3/5 de cada una de las Cámaras (el Congreso y el Senado). Ésta
es la forma que se utilizó para introducir el techo de déficit en el
artículo 135, a petición de la Troika. Sin embargo, para reformar
ciertos artículos especialmente protegidos (los dedicados a la Corona
entre ellos), se hace necesario un procedimiento “reforzado” que
requiere:
1) Aprobación de la reforma por 2/3 de
cada una de las Cámaras. 2) Disolución de las Cámaras: convocatoria de
nuevas elecciones, por tanto, con nueva composición de las mismas. 3)
Aprobación de la reforma por 2/3 de las nuevas Cámaras. 4) Ratificación
en referéndum de la reforma.
Como se puede observar, la dificultad de
llevar a cabo una reforma de estas características es notable.
Conseguir el apoyo de 2/3 de ambas Cámaras es extremadamente difícil,
porque pensemos que el Senado es órgano de representación territorial,
con lo cual incluso aunque una inmensa mayoría de los ciudadanos
reclamase la reforma, si en determinados territorios una minoría de la
población se opone a la misma, podrían enviar a senadores que ejercerían
un veto de la reforma en el Senado. La disolución de las Cámaras ya nos
podemos imaginar que sería aprovechada para que en las nuevas
elecciones, algún partido hiciera campaña advirtiendo del Apocalipsis
que se desencadenaría de aprobarse la reforma. Curiosamente, el
referéndum para ratificar la reforma es el último paso. Los “padres de
la Constitución” lo debieron poner en ese orden porque pensaron que
total, si ya se ha llegado hasta ahí, no importa consultar al pueblo.
Eso sí, que no se les consulte lo primero de todo, no sea que se haga
obvio que una mayoría social sí que apoya la reforma.
Así que efectivamente, el procedimiento
parlamentario de reforma constitucional para establecer una forma de
Estado republicana es extremadamente complicado jurídicamente hablando
(supuestamente para garantizar estabilidad institucional y política).
Pero el considerar que una restricción jurídica para una reforma
constitucional de acuerdo a la voluntad democrática es motivo para no
consultar qué opinan los ciudadanos sobre dicha reforma no se sostiene.
¿No debería precisamente ser más motivo para preguntar en referéndum
(consultivo si se quiere, es decir, sin consecuencias legales) a los
ciudadanos sobre la reforma, a fin de constatar si esos límites
jurídicos impuestos en la Constitución, más que garantizar la
estabilidad institucional, lo que hacen es congelar una cierto status
quo político en el tiempo, que la propia ciudadanía rechaza? ¿O es que
ese valor, vagamente definido e jurídicamente indeterminado de la
“estabilidad” está por encima de lo que decidan democráticamente los
ciudadanos?
Las falacias que hemos enumerado son una
pequeña lista de las más numerosas que se emplean para defender la
Monarquía, sea de forma explícita, o simplemente a efectos prácticos:
posponiendo plantear el debate para un futuro que curiosamente nunca
llega, negando su importancia o desdeñando las alternativas. Quizás lo
más importante de todo no es centrarse en los argumentos que nos remiten
al pasado, en ganarle el pasado a los defensores de una institución
que, por su propia naturaleza, más cómoda está cuanto más hablamos de
tiempos medievales. No parece lo más útil caer en las trampas de quienes
intentan asociar un procedimiento democrático de elección del jefe de
Estado con el caos y la muerte (fíjense en el siniestro énfasis en las fechas que hace Pérez-Maura citando a Pemán).
Lo mejor es simplemente enfatizar que en el presente, y sobre todo en
el futuro, existe una contraposición entre democracia y monarquía.
Porque cuanto más de lo primero, menos de lo segundo, y viceversa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario