El fracaso de Podemos y la insuficiencia de la “hegemonía”
- "Dado su continuo declive, puede
ya afirmarse con cierta confianza que Podemos ha fallado hasta ahora,
en términos generales, en su misión histórica"
- "Tanto la crisis económica como la emergencia del coronavirus han confirmado los ‘límites de la hegemonía neoliberal’"
- "El
declive de Podemos revela una lección importante: si el progresismo ha
de tener oportunidad para crear cambio social duradero, deberá ir más
allá de la hegemonía"
Gerardo Muñoz y Alberto Moreiras
Las
recientes elecciones regionales en Galicia y en el País Vasco han
confirmado que el apoyo político a Unidas Podemos se ha desplomado. Como
ha sugerido Jorge Lago, un cofundador y ahora exmiembro del partido, Unidas Podemos está ahora en una posición similar, y potencialmente peor, que la que tuvo Izquierda Unida (IU) antes de 2014,
es decir, en los márgenes más bien remotos del sistema político, con
votantes relativamente fieles, pero reducidos. En la medida en que
Unidas Podemos ha absorbido a Izquierda Unida, este resultado es
terriblemente pobre: seis años después de la fundación del partido, no
se ve ningún progreso en términos de un compromiso social general por el
cambio del sistema político y económico. Como sabemos, el partido fue
formado tras el movimiento de los indignados (2011-12) con la idea de
enfrentar y realizar una transformación radical del sistema político
instalado tras la transición española a la democracia en 1978. Hubo un
momento, en 2014, cuando pudieron proclamarse de manera entusiasta
principal partido nacional en términos de intención declarada de voto,
pero, dado su continuo declive, puede ya afirmarse con cierta
confianza que Podemos (el nombre original del partido) ha fallado hasta
ahora, en términos generales, en su misión histórica. No hay
ninguna alegría en decir esto. Aunque es verdad que Unidas Podemos
gobierna hoy en coalición con un más poderoso Partido Socialista, y que
el secretario del partido, Pablo Iglesias, es Vicepresidente del
Gobierno y Ministro de Derechos Sociales en la Moncloa, es difícil
sostener, como testifican las elecciones regionales y la enorme pérdida
de votos en ambas regiones autónomas, que hayan aprovechado de manera
exitosa su posición dentro del gobierno. De cierta manera, Iglesias
todavía encarna la posición de un pequeño Rex [qui] regnat et non gubernat.
¿Cómo puede explicarse la espectacular caída de Podemos? En los años
venideros, tanto politólogos como historiadores debatirán acerca de las
causas y factores que contribuyeron a su fallida apuesta política, pero
nos gustaría plantear que su declive no solo se debe a sus problemas
específicos de liderazgo, al curso de los acontecimientos históricos, o a
la profundización de la fragmentación social y la desorientación de la
sociedad – todos estos son, por cierto, factores secundarios. Pero hay
algo más: su trabajo teórico-político de base fue inadecuado desde el
comienzo. El fracaso de Podemos es también un fracaso de la teoría.
Habilitándose
a sí mismo como un partido populista que surgía de las olas de protesta
social contra la austeridad y la precarización del 15M, Podemos mantuvo
que la teoría de la hegemonía, tal como fue conceptualizada por
pensadores políticos como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe,
junto con la teoría del populismo que Laclau propuso a inicios de los
años 2000, que incorporaba la teoría de la hegemonía, era el mejor y
único modelo para traducir las demandas sociales radicales en una
transformación del statu quo
político. Incluso pensaban que la hegemonía, en cuanto teorizada por
Laclau y Mouffe, ofrecía un camino hacia un nuevo sentido común, capaz
de recuperar el compromiso con la democracia que había sido abandonado
por las élites institucionales, incluyendo a los socialistas. Nunca
pensaron en condiciones españolas específicas, donde las complejidades
de la vida política estaban destinadas a hacer de su teoría, a pesar de
su genialidad original, un corsé inutilizable. Como sostiene Lago, el
Podemos original tenía un diseño claro (aunque, desgraciadamente,
demasiado claro) para construir una contra-mayoría capaz de reunir
especificidades territoriales dentro de un proyecto nacional-popular.
Pero nunca dudaron de que su marco teórico pudiera guiarlos hacia una
realización concreta: lo dieron por hecho a través de sus slogans
auto-celebratorios sobre híper-liderazgos mediáticos y la construcción
equivalencial de “el pueblo”.
La hipótesis de la hegemonía,
predicada sobre la unidad popular y dependiente de la unión de las
demandas populares bajo un mando autorizado y frente a un antagonismo
radical contra la casta
reinante, fue usada tan efectiva como torpemente para neutralizar
conflictos y disensos dentro del partido, mientras que, al mismo tiempo,
se dejaba de lado la construcción de instituciones y una organización
de bases sólida y plural. Estaban por la democracia, pero era un tipo de
democracia particular. Las cadenas equivalenciales de Laclau y Mouffe
terminaron siendo las cadenas de los que querían servir bajo el yugo de
Iglesias (o, alternativamente, bajo el de Íñigo Errejón, el segundo al
mando). Dejando de lado el doloroso (y, para muchos, imperdonable) error
de rehusar facilitar un Gobierno socialista después de las elecciones
de 2015, el cénit de tal errancia política se vio durante el segundo
congreso del partido en Vista Alegre, en la primavera de 2017, donde los
principios imperativos de “unidad” y “consenso” decretados por Pablo Iglesias obstruyeron toda posibilidad de reformas internas, como las propuestas por Íñigo Errejón,
quien de manera tímida y excesivamente respetuosa abogó por el
pluralismo en el partido, la permeabilidad institucional y una
transversalidad social inclusiva. Después de 2017, Podemos perdió su
compromiso (y quizá incluso su capacidad) para emprender el proceso
necesario de “aprendizaje lento” y atención cuidadosa a la realidad, que
filósofos políticos como José Luis Villacañas
estaban recomendando – optando por una visión política enraizada en
liderazgo vertical, autoritarismo interno y alianzas políticas precarias
(y precariamente oportunistas) en las regiones autónomas que se
desmoronaron, en todas partes, con el tiempo.
Mientras Errejón, el segundo líder más importante en ese momento, y su errejonismo tuvo el potencial de reformar Podemos,
su posición política minoritaria actual también habla de las
deficiencias del principio de la hegemonía que todavía enmarca, de
manera obstinada y contra toda evidencia, su práctica política. Errejón
tuvo al menos dos oportunidades para alejarse del modelo hegemónico de
Podemos: primero en el Congreso de Vista Alegre de 2017, cuando fue
sólidamente vencido por el ala de partido de Iglesias, y luego en 2019,
al crear una plataforma política en alianza con el Partido Verde Español
(EQUO), Más Madrid, que terminó perdiendo el Gobierno de Madrid ante el
Partido Popular (PP). Desde entonces, el errejonismo en cierto modo también ha abandonado una visión nacional, favoreciendo en su lugar una retórica ecológica en conjunción con aliados nacionalistas territoriales que también generó crisis interna. El hecho de que el errejonismo
eligiera una estrategia “de búnker” no habla solamente de la falta de
estrategia institucional heredada de Podemos: también hace explícita una
posición defensiva basada, en última instancia, en ideales abstractos
de orden, popularismo, y soberanías regionales, como si su destino fuera
el de preservarse a sí mismos como ejército de reserva de una izquierda
futura. Si para Unidas Podemos la hegemonía, en aplicación caída de la
teoría general de Laclau, trabaja como un aparato para nombrar y luego
representar la fidelidad al liderazgo central, el mismo principio de la
hegemonía sirve al errejonismo
como una respuesta política cazalotodo para una recomposición de la
izquierda en tiempos más democráticos y bajo mejores condiciones. Pero
no sucederá, o no para ellos. En un escenario social cada vez más
fragmentado, la clausura teórica de la hegemonía que da forma a la
praxis política de este grupo progresista termina siendo una parálisis.
Los límites de la teorización general de Laclau al nivel de la política
efectiva han operado como grilletes y anteojeras que han destruido en
gran medida la fuerza política inicial de Podemos y no pueden hacer
mucho por restaurar Más Madrid o el errejonismo a ningún lugar particularmente prometedor.
Por
años hemos sugerido que es necesario pensar más allá de la hegemonía.
La teoría de la hegemonía, si bien es una descripción brillante de la
construcción política en general, es también un principio
inadecuado e insuficiente para la construcción social en el camino de
una democratización basada en la igualdad. Como la periodista Lucía Méndez
nos ha recordado recientemente, la noción de posthegemonía (en
particular en la versión de Jon Beasley-Murray) era más cercana en
algunos aspectos importantes al espíritu inicial de Podemos, los
vinculados de manera más orgánica con el movimiento del 15M, pero fue
rápidamente abandonada a favor de una así llamada latinoamericanización
de la política española, esto es, a favor de una apuesta por una
construcción popular-nacional que es el principal referente para la
teoría del populismo de Ernesto Laclau. Hay también un giro concomitante
y quizá en última instancia más profundo hacia un gramscismo
pedagógico, que tiene el mérito de reconocer algunas limitaciones de la
teoría reductiva de Laclau y Mouffe, pero que se mueve hacia una especie
de larga marcha de la historia que probablemente no tiene aplicación
política inmediata. El énfasis en producción de think-tanks
para la formación de militantes (la “autodisciplina” gramsciana del
trabajador que se prepara para el despliegue de la ley histórica) es
otro aspecto de un componente pedagógico en la nueva cultura política
que parece obsoleto y, en última instancia, contra-productivo.
De todas maneras, para que todos estos diseños tengan una oportunidad política real, debe adoptarse un nuevo marco operacional al margen del dogmatismo hegemónico,
en particular si existe interés en evitar los errores de los últimos
años, que pueden haberse vuelto ya, paradójicamente, demasiado cómodos
para muchos. Una operacionalización posthegemónica
de la práctica democrática no constituye ni doctrina política ni ningún
nuevo concepto civilizacional. Debe usarse como un indicador de la
práctica política que busca favorecer la producción del disenso y la
subsecuente negociación del conflicto, en vistas a una simbolización
igualitaria, en una sociedad rápidamente fragmentada que no es ni será
dependiente de principios hegemónicos, ni querrá serlo, para conseguir
cohesión social. Lejos de ser una condición de creación de “el pueblo”,
ese horror unificador es precisamente lo que el pueblo no quiere, y ya
ha rechazado, para cualquiera que tenga oídos para oír.
Para concluir, Lago está en lo correcto al declarar que tanto la crisis económica como la emergencia del coronavirus han confirmado los “límites de la hegemonía neoliberal”. Debemos también extender esta tesis a la inadecuación del concepto mismo de hegemonía,
que ha probado ser incapaz, una y otra vez, de enmendar las fracturas
de la democracia más allá de la mera conquista temporal y la
administración fortuita del poder estatal, como hemos visto en la
experiencia de varios gobiernos latinoamericanos de la marea rosa. La
teoría de la hegemonía, en las manos de algunos autoproclamados
intelectuales orgánicos, cuando es usada como el modelo preferido para
la práctica política, no puede hacer mucho más que servir de palanca
para una clase metropolitana políticamente involucrada y teóricamente
adoctrinada. El declive de Podemos revela una lección
importante: si el progresismo ha de tener oportunidad para crear cambio
social duradero, deberá ir más allá de la hegemonía, que es un
concepto que en última instancia pertenece a la gramática de la política
militante del siglo veinte, pero que no es apropiado para navegar la
naturaleza heterogénea de las muy complejas sociedades contemporáneas.
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