¡Insúltame hasta que sangre!
Madame, yo no sé nada: yo soy periodista"
G.K.Chesterton
eldiario.es
Hay días en los que en este oficio hay que tener ganas. Hoy
tengo ganas. Les avanzo que, como otros muchos, soy periodista casi de
nacimiento, y que aún me sorprendo y me deleito y me emociono cuando veo
esa palabra escrita bajo mi nombre. Era un sueño que cumplí hace ya más
de 30 años y que intento honrar cada día. Por eso vengo llorada de
casa, porque empecé a soñar hacer esto cuando los números de Cuadernos para el Diálogo
que ojeaba de niña tenían problemas con la censura; cuando mi padre
traía los libros de Ruedo Ibérico escondidos en el forro de la maleta
desde París y cuando veía a los mayores discutir sobre las lecturas
entre líneas que era preciso hacer de lo que se había podido imprimir en
un diario. Tuve la fortuna de coger la pluma y el micrófono cuando todo
eso era ya sólo historia, pero historia que es memoria porque, como es
sabido, el olvido puede llevarte siempre al retorno eterno.
Más de una vez he escrito que Podemos era un partido que tenía
desde sus orígenes problemas en su relación con la prensa -por su forma
de concebir nuestro trabajo- y también con el feminismo. Ninguno de los
dos ha sido resuelto de una forma que a mí me satisfaga, pero eso es
otra historia. Lo que no puedo pasar por alto, aun a sabiendas del
linchamiento que sucederá a estas líneas, es la afirmación del
vicepresidente del Gobierno sobre la normalidad democrática del insulto.
Si a esto le unen que he tenido la fortuna de que su alumna Dina
Bousselham me dé una lección de periodismo en las redes sociales, sin
ser periodista, y que he constatado que ambos presentan parecido
problema respecto a la interpretación de cuál es el papel democrático de
la prensa, entenderán que tengo que venir a ello aunque me insulten.
A mí que me insulten me importa lo justo, o sea, más bien poco.
El insulto es externo, ajeno a mí, no altera mi sustancia y, por tanto,
no afecta a mis valores o a mi forma de estar en el mundo. Aun así, el
insulto es un injusto y cuando se realiza con publicidad salta las
barreras de la alteridad y me convierte en un objeto alejado de lo
humano para quien así me hostiga. El insulto no puede ser democrático y,
de hecho, no lo es. No es mi función democrática recibir insultos y
hasta es muy discutible que yo sea una figura pública en el mismo
sentido que lo es un político, representante del pueblo, dado que yo no
represento a nadie y mi notoriedad sólo se deriva del puro y mero
ejercicio de mi actividad profesional, que no puede hacerse desde el
anonimato.
Yo, señor vicepresidente, soy una currela como tantos. Con mi
trabajo ayudo a vehicular un derecho constitucional de los ciudadanos y,
a la vez, contribuyo a que se forme una opinión pública informada capaz
de tomar sus propias decisiones. Es por ese motivo, por ser
depositarios de tan graves responsabilidades sociales, por lo que la
propia Carta Magna nos dota de instrumentos y protecciones que no
disfrutan otras profesiones como son la cláusula de conciencia y el
secreto profesional. En esta profesión hay gente muy honesta y crápulas y
vendidos, como en todas, pero no son todos los periodistas los que
encarnan la grandeza de la tarea democrática que tenemos encomendada,
sólo aquellos que se mantienen a la altura. Nuestro papel social supera
con creces a la poca importancia que como individuos tenemos cada uno en
el río de la historia. Por eso un político democrático debe respeto
institucional a lo que representamos.
La mejor ley de prensa es la que no existe, y lo hemos repetido
hasta la saciedad, pero también que nuestra libertad, que corre pareja a
la de los ciudadanos como sujetos del derecho a la información, debe
tener como límites las leyes y sólo las leyes. Sí, señor vicepresidente,
hay quienes se llaman periodistas y cubren de oprobio a la profesión
pero también hay instrumentos para ponerles límites. Básicamente el
favor o desfavor del público y el derecho civil y el penal. Cuestión
diferente es que las leyes y los jueces de este país, a base de
interpretar de forma absurda los límites, nos hayan abocado a una
situación en la que el honor no existe -¡en el país en el que valía más
la honra que los barcos!- y en el que, por tanto, el insulto y la
injuria sean tan difíciles de atajar que algunos han llegado a pensar
que hay que "normalizarlas". No, no hay que normalizar lo que no
contribuye a un sano debate democrático sino que hay que combatirlo.
Ahora que está en el gobierno, por tanto, y dado que es un tema que nos
inquieta a todos, quizá sea mejor pensar en cómo mejorar la situación y
volver a fijar los límites de un sano debate público.
No es que no sepa que muchos periodistas se han puesto la
camiseta de sus equipos hasta olvidar que a esta cancha no se sale a
recibir aplausos sino a sudar cada día por mantener el tipo. Nadie dijo
que esto fuera fácil. No lo es. Tampoco se me escapa que siempre ha
habido periodistas que no sólo han cumplido su tarea de vigilar al poder
sino que la han excedido pretendiendo hacer y deshacer poderes. El
Watergate aún embriaga más que la absenta. No ignoro que se ha hecho
juego sucio contra usted y su partido. Sobre el caso concreto, escribiré
más amplio, porque lo cierto es que no hay ni un personaje de esa
tragicomedia que es el Caso Dina que esté limpio de culpa para tirar la
primera piedra, ni uno, aunque la gravedad de los fallos no sea
equiparable.
La diferencia sustancial estriba en que bastante difícil es
mantenerse en las normas de esta profesión -que yo tuve la fortuna de
mamar de los mejores- contra las empresas, los poderes económicos, el
poder político soterrado, la precariedad o nuestras propias miserias
personales, como para consagrar desde el Gobierno la acción del juez de
la horca. Cuando un político, que tiene detrás un partido y una
militancia, sus seguidores y sus votantes, critica en las redes sociales
a un periodista concreto, está señalándolo para que sea pasto de un
acoso, a veces perfectamente organizado, y para que le quede claro a sus
empleadores a quién molesta y a quién no. Lo puedo explicar con
profusión, me lo hacen casi a diario desde un partido de ultraderecha.
No, un político no puede señalar periodistas, un diputado no
puede apuntar con el dedo a periodistas, un vicepresidente del Gobierno
no puede librar batallas personales contra periodistas concretos. Eso a
ustedes que forman parte de uno o dos poderes no les deja inermes. En
primer lugar todos sabemos que podría haberse dirigido personalmente
tanto al medio como al periodista para hacerle llegar sus quejas. Si la
información ofrecida no es veraz, pueden acogerse al derecho de
rectificación establecido por ley. Si se vulnera el derecho a la igual
de armas electorales, pueden acudir a la Junta Electoral. Acumulan tanto
poder que no les es preciso rebajarse a insultar periodistas. Tampoco
les interesa. Si los políticos que son y han sido aguantan las críticas
chirriando los dientes y con una sonrisa es tanto porque saben que
resulta peor medicina el no hacerlo como por la aplicación de firmes
convicciones democráticas. Por una cosa o por otra, no nos fustigue,
señor vicepresidente, pensemos lo que pensemos, hagamos el periodismo
que hagamos, no estamos dispuestos a convertirnos en el saco de arena de
nadie. Ninguno.
Sí, señor vicepresidente, hay periodistas y políticos y hasta
jueces que están usando descaradamente sólo una parte de la realidad del
Caso Dina para intentar sacarle del Gobierno. Eso es cierto. Tanto como
que no debió rozar el fraude procesal una vez que supo, por sus
asesores legales, que las filtraciones podían ser internas. Hay que
acabar con las cloacas, desde luego, pero no enfangándonos, no sé si me
explico.
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