Un médico homeópata rodeado de miedo
Es amarillo afuera
ay dios
es amarillo
como un pájaro seco
hiriente y desplumado
como qué
doloroso.
Idea Vilariño
Es posible que muchos ciudadanos tengan la sensación de que estamos viviendo una película. Una película de miedo. Pensemos en aquella que más terror nos causó en algún momento y comparemos con lo que ha sucedido y sigue sucediendo en nuestro entorno.
El miedo es una de las emociones básicas1 (figura 1), respuesta a una amenaza o peligro inminente, que desde el punto de vista evolutivo es útil y protege nuestra supervivencia.
Podemos considerar al miedo como una perturbación del ánimo por un mal que realmente amenaza o que se finge en la imaginación. Y en la actualidad se cumplen ambas premisas: es real porque el virus COVID-19 es una amenaza y es también imaginado por los diferentes escenarios futuros que producen miedo.
¿Quién tiene miedo? O quizás podemos preguntarnos lo contrario: ¿quién no lo tiene?
Tienen miedo y es razonable que lo tengan las personas enfermas, sus familiares y los familiares de los fallecidos, las personas con problemas crónicos de salud, aquellas que están solas sin redes de apoyo social y las que sufren de problemas de salud mental previos.
Y muy posiblemente tienen miedo los trabajadores, los abuelos, los padres, los profesionales sanitarios, policías, bomberos y transportistas. Los repartidores, las cajeras de supermercados, los carniceros, los pescaderos, los panaderos. Todo el mundo tiene miedo. Miedo al contagio, a la enfermedad, a la ruina.
Produce daño elevando de forma crónica las hormonas del estrés y favoreciendo la aparición de enfermedades cardiovasculares, neoplasias y daño psíquico.
Los seres humanos tenemos un excelente sistema de respuesta ante una amenaza súbita, pero este sistema (nuestro eje hipotálamo-hipofisario-suprarrenal) se desconcierta ante su persistencia. El miedo disminuye la inmunidad e incrementa el cortisol.
No son pocas las circunstancias que nos llevan al miedo. Puede que haya algunas más. Conocerlas es el primer paso para poder llevar a cabo una reflexión y no dejarnos arrastrar por el pánico y la cólera.
Vivimos en una situación de riesgo, con la posibilidad continua de que ocurra una desgracia o contratiempo; nos sentimos amenazados por las acciones y las palabras que desde el telediario de forma cotidiana nos intentan infundir miedo; y pensamos que estamos en peligro, porque corremos riesgo de perder la vida o la hacienda.
Se palpa en el ambiente una cierta aprensión porque la enfermedad y los enfermos (como sucede en las epidemias) son peligrosos y repugnantes para los que están sanos. Y nos pintan en las calles un permanente estado de alarma con evidentes señales que nos advierten del peligro: guantes, mascarilla, policías e incluso el ejército.
Pero sobre todo hay un temor en el aire que respiramos lleno de recelo, de la sospecha de que nos pueda ocurrir algo malo, que ha llegado a infundir terror o pavor (miedo intensísimo) ante la presencia abrupta de un mal conocido como coronavirus pero sin tratamiento eficaz conocido en aquellos más vulnerables.
Algunas personas acuden a urgencias de los hospitales, al centro de salud o nos llaman por teléfono con angustia o con pánico, y existe una lógica preocupación de que este pánico llegue a ser colectivo y descontrolado o se transforme en el horror como todo miedo intenso provocado por una catástrofe.
En las llamadas telefónicas de cada mañana aparecen la ansiedad y la somatización como reflejo de la hipocondría, ese miedo patológico a las enfermedades cuando el protagonista de todas las novelas y películas es la enfermedad. La angustia y el miedo son las dos caras de la misma moneda, porque aunque el miedo tiene un objeto específico y la angustia no (es miedo sin objeto, siempre en busca de un motivo) ambos son extenuantes. Nos dejan agotados, sin fuerzas.
El día que pudimos hablar por teléfono sentí a través del hilo conductor que nos unía el alivio y la emoción de compartir vivencias.
Fue para ella una alegre sorpresa comprobar que por fin conectaba con su médico y después de interesarse por mi salud, pudo poner en orden la lista de preguntas y dudas que tenía preparadas para mí.
Se encontraba mucho mejor, físicamente bastante recuperada, pero quedaban dos cicatrices: la de la traqueotomía que días después en la consulta de enfermería podría comprobar por mí mismo y aquella más profunda que no se ve, la herida del alma que deja pesadillas de muerte y de irrealidad. “He sentido estar muerta”, me repetía.
Hablamos cara a cara con las mascarillas puestas en la consulta de enfermería después de la cura y me confesó que era una superviviente.
María es una mujer fuerte pero había sufrido mucho en aquel naufragio en medio de una tormenta llena de cables y de vías, agarrada a la vida por tubos que le permitieron respirar y cuidada por personas que se dejaban su humanidad y profesionalidad en cada turno de trabajo.
Comentamos las posibilidades porque la cicatriz está retraída, le molesta y no ha cerrado totalmente. Propongo el empleo de homeopatía (Causticum, Arnica) pero no debemos olvidar que persisten “heridas” por cicatrizar en el cuerpo y el alma que me hacen pensar en la necesidad de Staphysagria, que prescribo una semana después cuando las curas y la medicación homeopática han conseguido que la herida de la traqueotomía haya mejorado y, de pronto, descubrimos la causa de la tirantez, un punto que persiste que el otorrino hábilmente ha sabido retirar.
Cuando estamos hablando, hay un momento en que casi toco su brazo por la necesidad de contacto físico con ella, pero recuerdo las normas y me disculpo, aunque en el fondo lo que me pide el cuerpo es un abrazo.
Algo parecido sucedió en el hospital tal y como me cuenta, cuando una doctora se cambió de nuevo y se puso el EPI (equipo de protección individual) para poder tomar su mano en un momento especialmente emotivo para ambas.
María es ahora una mujer en pleno proceso de recuperación del síndrome post cuidados intensivos4 y seguro que tendrá a su disposición profesionales que le ayudarán a recorrer ese camino. Pero en ella persiste la sensación de amenaza perdurable a pesar de que el peligro haya pasado, como sucede en los pacientes con trastorno de estrés postraumático (Arnica, Aconitum).
Hace tiempo que soy el médico de cabecera de su madre, una mujer de carácter, casi nonagenaria, y nuestra relación previa estaba centrada sobre todo en su cuidado.
En las próximas semanas y meses la que precisará ayuda en la terapia será ella, porque el hilo de la vida se siente tan frágil por las noches cuando has estado a punto de morir que es bueno compartir el terror que sentimos.
Ahora se encuentra en estado de alarma, sensible a las señales que le advierten del peligro. Salir a la calle y acudir al trabajo le parecen actividades peligrosas.
Hace meses que habíamos trabajado juntos un complejo proceso de duelo tras el fallecimiento de su madre (una mujer fuerte que parecía invulnerable a sus ojos) en una localidad lejana y con una difícil relación con sus hermanos, especialmente el menor.
Ahora, aparecen síntomas de ansiedad cuyo desencadenante es el miedo al contagio de la enfermedad viral, acompañado de los ahora tan frecuentes problemas conyugales (confinamiento en un piso muy pequeño con su pareja), laborales (la conducta de su jefe), familiares (relación con sus hermanos y duelo no completamente superado) y de carácter (imposibilidad para decir no cuando es preciso).
Hablamos de su forma de ser, de su papel en la familia como hijo obediente que no daba problemas a sus padres y poco dado a las discusiones, y de la vida.
En estos momentos su docilidad constituye para él un problema cuando las instrucciones que recibe de su jefe son a su juicio caprichosas y sin lógica, por lo que siente irritabilidad y enfado en casa e incluso, aunque menos intenso, en el trabajo.
Valoramos las posibles estrategias a seguir: psicoterapia de apoyo y técnicas cognitivo-conductuales, biblioterapia, homeopatía (Lycopodium) y si es preciso, dosis bajas de ansiolíticos.
Con la ventaja del vínculo establecido por el conocimiento mutuo, le propongo (dando por sentado su dificultad) la posible utilidad terapéutica del perdón con ejemplos del modo de llevarlo a cabo.
Después de un silencio telefónico suelta un ¡uf! que expresa el grado de dificultad que conlleva.
Bibliografía
ay dios
es amarillo
como un pájaro seco
hiriente y desplumado
como qué
doloroso.
Idea Vilariño
Es posible que muchos ciudadanos tengan la sensación de que estamos viviendo una película. Una película de miedo. Pensemos en aquella que más terror nos causó en algún momento y comparemos con lo que ha sucedido y sigue sucediendo en nuestro entorno.
El miedo es una de las emociones básicas1 (figura 1), respuesta a una amenaza o peligro inminente, que desde el punto de vista evolutivo es útil y protege nuestra supervivencia.
Podemos considerar al miedo como una perturbación del ánimo por un mal que realmente amenaza o que se finge en la imaginación. Y en la actualidad se cumplen ambas premisas: es real porque el virus COVID-19 es una amenaza y es también imaginado por los diferentes escenarios futuros que producen miedo.
¿Quién tiene miedo? O quizás podemos preguntarnos lo contrario: ¿quién no lo tiene?
Tienen miedo y es razonable que lo tengan las personas enfermas, sus familiares y los familiares de los fallecidos, las personas con problemas crónicos de salud, aquellas que están solas sin redes de apoyo social y las que sufren de problemas de salud mental previos.
Y muy posiblemente tienen miedo los trabajadores, los abuelos, los padres, los profesionales sanitarios, policías, bomberos y transportistas. Los repartidores, las cajeras de supermercados, los carniceros, los pescaderos, los panaderos. Todo el mundo tiene miedo. Miedo al contagio, a la enfermedad, a la ruina.
El miedo mata
Parece lógico tener miedo ante la pandemia. Y también identificarlo y conocer sus causas para poder neutralizarlo porque el miedo mata2.Produce daño elevando de forma crónica las hormonas del estrés y favoreciendo la aparición de enfermedades cardiovasculares, neoplasias y daño psíquico.
Los seres humanos tenemos un excelente sistema de respuesta ante una amenaza súbita, pero este sistema (nuestro eje hipotálamo-hipofisario-suprarrenal) se desconcierta ante su persistencia. El miedo disminuye la inmunidad e incrementa el cortisol.
Desencadenantes del miedo
Si analizamos las posibles causas del miedo encontramos una lista muy larga3; entre ellas pueden estar la soledad, tan frecuente en nuestra sociedad occidental y que se multiplicó con el confinamiento; la barbarie que ha supuesto esta situación que nos han pintado como bélica y que a las personas ancianas les puede recordar a tiempos pasados; la catástrofe que estamos viviendo desde el punto de vista social, familiar, sanitario y económico; el chantaje que podemos sentir en muchas de las actuaciones de los poderes públicos; la crueldad que ha supuesto no poder enterrar a nuestros muertos y despedirnos de ellos; el daño físico, psíquico y moral que sufren tantas personas y que se siente nada más encender el televisor; el imprevisto que nos llegó con esta pandemia que no nos creíamos; los desastres que vemos y escuchamos a nuestro alrededor; lo desconocido de la enfermedad y de su cura, así como del tiempo necesario de confinamiento; la desdicha que se cierne sobre nosotros; la desgracia de enfermar y morir por algo que podía haber sido evitable; el encarnizamiento de los medios de comunicación y los poderosos con el resto de los ciudadanos; el ensañamiento que algunos pueden percibir; la ferocidad del virus con tantos conciudadanos; lo fortuito que sigue pareciendo después de meses; el horror de la lista de los muertos en cada periódico y noticiario; lo ignoto, incierto e inesperado de la enfermedad; la inseguridad que genera en expertos y profanos; el infortunio que se ha cebado con las víctimas mortales, sus familias, los enfermos y los más vulnerables; lo inhumano en la situaciones de hospitalización, solo mitigada por la excelente labor de los profesionales; la intimidación que podemos sentir todos los días por políticos, militares e incluso técnicos; la mala suerte que se ha cebado precisamente con nosotros; la maldad que algunos sospechan y se palpa en el ambiente; la maldición de que un ser superior o el extranjero nos ha traído; la perversidad que se lee en algunos rostros; lo raro que parece todo lo que está sucediendo; lo repentino de este virus que nos dejó indefensos; lo secreto que unos dicen que puede venir de China o de Rusia o de Estados Unidos, o de un laboratorio; lo súbito que comienza la enfermedad y sobre todo que empeora y nos lleva al hospital o a cuidados intensivos; lo terrible que es seguir tal y como estamos; y la violencia, la violencia especialmente en las redes sociales y en los grupos de WhatsApp que nos quema lentamente el alma y nos bloquea para pensar soluciones positivas, altruistas y efectivas.No son pocas las circunstancias que nos llevan al miedo. Puede que haya algunas más. Conocerlas es el primer paso para poder llevar a cabo una reflexión y no dejarnos arrastrar por el pánico y la cólera.
Las múltiples caras del miedo
El miedo es una compleja emoción poliédrica porque tiene muchas caras3, reflejos de sus diferentes intensidades. Y en el contexto de la pandemia de un modo u otro aparecen estas diferentes caras (figura 2).Vivimos en una situación de riesgo, con la posibilidad continua de que ocurra una desgracia o contratiempo; nos sentimos amenazados por las acciones y las palabras que desde el telediario de forma cotidiana nos intentan infundir miedo; y pensamos que estamos en peligro, porque corremos riesgo de perder la vida o la hacienda.
Se palpa en el ambiente una cierta aprensión porque la enfermedad y los enfermos (como sucede en las epidemias) son peligrosos y repugnantes para los que están sanos. Y nos pintan en las calles un permanente estado de alarma con evidentes señales que nos advierten del peligro: guantes, mascarilla, policías e incluso el ejército.
Pero sobre todo hay un temor en el aire que respiramos lleno de recelo, de la sospecha de que nos pueda ocurrir algo malo, que ha llegado a infundir terror o pavor (miedo intensísimo) ante la presencia abrupta de un mal conocido como coronavirus pero sin tratamiento eficaz conocido en aquellos más vulnerables.
Algunas personas acuden a urgencias de los hospitales, al centro de salud o nos llaman por teléfono con angustia o con pánico, y existe una lógica preocupación de que este pánico llegue a ser colectivo y descontrolado o se transforme en el horror como todo miedo intenso provocado por una catástrofe.
En las llamadas telefónicas de cada mañana aparecen la ansiedad y la somatización como reflejo de la hipocondría, ese miedo patológico a las enfermedades cuando el protagonista de todas las novelas y películas es la enfermedad. La angustia y el miedo son las dos caras de la misma moneda, porque aunque el miedo tiene un objeto específico y la angustia no (es miedo sin objeto, siempre en busca de un motivo) ambos son extenuantes. Nos dejan agotados, sin fuerzas.
Cuando has estado a punto de morir
Me quedé sin saber de ella cuando cuatro días después el virus también se apoderó de mí, pero nada más regresar a la consulta supe que había estado en cuidados intensivos.El día que pudimos hablar por teléfono sentí a través del hilo conductor que nos unía el alivio y la emoción de compartir vivencias.
Fue para ella una alegre sorpresa comprobar que por fin conectaba con su médico y después de interesarse por mi salud, pudo poner en orden la lista de preguntas y dudas que tenía preparadas para mí.
Se encontraba mucho mejor, físicamente bastante recuperada, pero quedaban dos cicatrices: la de la traqueotomía que días después en la consulta de enfermería podría comprobar por mí mismo y aquella más profunda que no se ve, la herida del alma que deja pesadillas de muerte y de irrealidad. “He sentido estar muerta”, me repetía.
Hablamos cara a cara con las mascarillas puestas en la consulta de enfermería después de la cura y me confesó que era una superviviente.
María es una mujer fuerte pero había sufrido mucho en aquel naufragio en medio de una tormenta llena de cables y de vías, agarrada a la vida por tubos que le permitieron respirar y cuidada por personas que se dejaban su humanidad y profesionalidad en cada turno de trabajo.
Comentamos las posibilidades porque la cicatriz está retraída, le molesta y no ha cerrado totalmente. Propongo el empleo de homeopatía (Causticum, Arnica) pero no debemos olvidar que persisten “heridas” por cicatrizar en el cuerpo y el alma que me hacen pensar en la necesidad de Staphysagria, que prescribo una semana después cuando las curas y la medicación homeopática han conseguido que la herida de la traqueotomía haya mejorado y, de pronto, descubrimos la causa de la tirantez, un punto que persiste que el otorrino hábilmente ha sabido retirar.
Cuando estamos hablando, hay un momento en que casi toco su brazo por la necesidad de contacto físico con ella, pero recuerdo las normas y me disculpo, aunque en el fondo lo que me pide el cuerpo es un abrazo.
Algo parecido sucedió en el hospital tal y como me cuenta, cuando una doctora se cambió de nuevo y se puso el EPI (equipo de protección individual) para poder tomar su mano en un momento especialmente emotivo para ambas.
María es ahora una mujer en pleno proceso de recuperación del síndrome post cuidados intensivos4 y seguro que tendrá a su disposición profesionales que le ayudarán a recorrer ese camino. Pero en ella persiste la sensación de amenaza perdurable a pesar de que el peligro haya pasado, como sucede en los pacientes con trastorno de estrés postraumático (Arnica, Aconitum).
Hace tiempo que soy el médico de cabecera de su madre, una mujer de carácter, casi nonagenaria, y nuestra relación previa estaba centrada sobre todo en su cuidado.
En las próximas semanas y meses la que precisará ayuda en la terapia será ella, porque el hilo de la vida se siente tan frágil por las noches cuando has estado a punto de morir que es bueno compartir el terror que sentimos.
La aparición del peligro inicia un modelo narrativo
David ha hablado conmigo después de la solicitud de su pareja, que mostró su preocupación por su estado de salud y la relación entre ambos.Ahora se encuentra en estado de alarma, sensible a las señales que le advierten del peligro. Salir a la calle y acudir al trabajo le parecen actividades peligrosas.
Hace meses que habíamos trabajado juntos un complejo proceso de duelo tras el fallecimiento de su madre (una mujer fuerte que parecía invulnerable a sus ojos) en una localidad lejana y con una difícil relación con sus hermanos, especialmente el menor.
Ahora, aparecen síntomas de ansiedad cuyo desencadenante es el miedo al contagio de la enfermedad viral, acompañado de los ahora tan frecuentes problemas conyugales (confinamiento en un piso muy pequeño con su pareja), laborales (la conducta de su jefe), familiares (relación con sus hermanos y duelo no completamente superado) y de carácter (imposibilidad para decir no cuando es preciso).
Hablamos de su forma de ser, de su papel en la familia como hijo obediente que no daba problemas a sus padres y poco dado a las discusiones, y de la vida.
En estos momentos su docilidad constituye para él un problema cuando las instrucciones que recibe de su jefe son a su juicio caprichosas y sin lógica, por lo que siente irritabilidad y enfado en casa e incluso, aunque menos intenso, en el trabajo.
Valoramos las posibles estrategias a seguir: psicoterapia de apoyo y técnicas cognitivo-conductuales, biblioterapia, homeopatía (Lycopodium) y si es preciso, dosis bajas de ansiolíticos.
Con la ventaja del vínculo establecido por el conocimiento mutuo, le propongo (dando por sentado su dificultad) la posible utilidad terapéutica del perdón con ejemplos del modo de llevarlo a cabo.
Después de un silencio telefónico suelta un ¡uf! que expresa el grado de dificultad que conlleva.
Bibliografía
- https://www.youtube.com/watch?v=CTCgyT4t1QY
- Frazzetto G. Cómo sentimos. Sobre lo que la neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones. Anagrama. Barcelona. 2014
- Marina JA, López Penas M. diccionario de los sentimientos. Anagrama. Barcelona. 199.
- https://proyectohuci.com/es/nace-el-grupo-itaca/
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