Flores
Santiago Rico Alba
7/7/2020 Público-CTX
Creo que solo se deben fotografiar niños y flores y por la misma razón: porque no duran nada. De todo, en cualquier caso, hay que hacer pocas fotos porque incluso lo que merece ser fotografiado es inalcanzable para la fotografía; y porque la propia singularidad de cada instante y cada cuerpo es banalizada por su repetición sin límites. Yo a mis niños los fotografié poco o nada por una especie de puritanismo iconoclasta o inconofóbico, pero hoy me enternezco dolorosamente cada vez que veo una de sus imágenes del pasado. En cambio, a punto de cumplir los sesenta años, me he puesto a fotografiar flores; todo un catálogo de las que han florecido en el curso de esta primavera privilegiada, en la que el confinamiento me ha atornillado al espacio o, mejor dicho, a un hábitat abarcable con la mirada y con los pies. He descubierto maravillado que es necesario esperar el florecimiento para distinguir entre “las malas hierbas”. No las hay, malas hierbas, y además son todas diferentes, pero su diferencia solo puede percibirse (a menos que se sea botánico) cuando estallan, de un día para otro y como en concertada sucesión, en pétalos de colores. ¿Quién iba a decir que el cardo, el hinojo, el trébol, la arbeja, el cantueso, la jara, la escabiosa, el papirote, llevaban dentro ese malva, ese blanco, ese azul, ese amarillo vital –que parecen haber retenido por timidez todo el año y sueltan de golpe, a borbotones, como lo contrario exactamente de un disparo o una detonación?
Pero no quería hablar de flores sino de pájaros. Demasiado ambicioso, llevo dos días queriendo fotografiar uno, siempre el mismo, que se posa en sucesivos saltos a lo largo de mi camino. La primera vez fue hace tres días. Se posó en un roble, a pocos pasos de mí, un pájaro de cola negra en abanico, pecho gris y crestecita azulada, al que llamé con el primer nombre que acudió a mi cabeza: pinzón. Creí haberlo atrapado con mi cámara pero, para mi sorpresa, por más que exploré luego la imagen –entre las ramas– había desaparecido. No lo conseguí ayer ni tampoco hoy y, cada vez que vuelvo sin esa foto, siento un gozo enorme, el orgullo de un triunfo superior. Encuentro un triunfo superior, sí, en la frustración de no triunfar con mi artefacto. Como en realidad siempre he odiado la fotografía, como me parece que la fotografía se ha apoderado y suplantado los cuerpos, como vivimos en un mundo en el que solo alcanza rango existencial lo que ha quedado capturado en una imagen, me emociona descubrir un mundo que no posa, que no se deja atrapar y que, si llega a caer ahí, será precisamente por eso: porque ha caído, como en una celada o en una trampa de cazador, pero sin ningún exhibicionismo por su parte. La naturaleza no se deja fotografiar. Los humanos ansían ser cazados.
Pido perdón a las flores, que no pueden volar, por haberlas cazado. Y por haberlas cazado, además, sin ningún esfuerzo. ¿O sí? ¿O no? ¿No requieren acaso el esfuerzo de la espera y la atención? ¿No es la cámara, así usada, con prudencia casi cicatera, un ancla de la espera, un asidero de la atención? ¿No es un gancho que obliga a pararse y mirar? Las flores, por lo demás, también vuelan y por eso necesitan paciencia; se mueven bastante deprisa en el tiempo; y si nacen de un día para otro, en pocos días más ya han salido del mundo, que es la trampa más grande y más frágil y la más común. No cacemos; sigamos con la mirada los niños, las flores y los pájaros que nunca podremos retener.
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