Y Dios se liberó por fin de los obispos
Publicada el 19/07/2020 a las 06:00
Actualizada el 19/07/2020 a las 11:38
Poco después de estrenar Celia en los infiernos, con 60 años a las espaldas y una larguísima andadura literaria, Benito Pérez Galdós confesó uno de los ejes de su literatura: la cuestión religiosa.
“Lo concerniente al puro ideal religioso–escribe-, es digno del mayor
respeto; por lo que atañe al clericalismo, que es un partido político
inspirado en brutales egoísmos y en el ansia de dominación sobre las
conciencias y aún más sobre los estómagos, no podemos menos de
manifestar todos nuestros odios con tan ruin secta”.
La literatura española está llena de reflexiones como esta. El laicismo es una voluntad de respeto a las conciencias religiosas. Es precisamente ese respeto el que obliga a tomar postura contra una Iglesia que quiere desbordar el ámbito de las conciencias individuales, imponerse como credo de Estado con desprecio a los otros sentimientos religiosos para convertir a su Dios en un mercader de poderes políticos y económicos. El Galdós que admiró a Nazarín por su amor cristiano fue el mismo que denunció los mezquinos juegos represivos y avariciosos de la Iglesia en Doña perfecta, Electra o en Casandra. Cuando Casandra mató a Doña Juana, una marquesa dominada por el odio y por las órdenes religiosas, Galdós lanzó una famosa llamada a la esperanza: “He matado a la hidra que asolaba la tierra”.
Galdós apostó por la República después de que los sucesivos gobiernos de la Restauración se mostraran incapaces de aprobar una ley que limitase el poder invasivo de las órdenes religiosas. Hoy no son las órdenes un problema para la democracia española, son otros los poderes que pueden provocar con sus privilegios una desarticulación social, pero no deja de ser emocionante para un lector de Galdós que España haya celebrado por fin con carácter laico un funeral de Estado en honor de las víctimas de la pandemia.
Yo me alegro, sobre todo, por Dios y por los cristianos que han hecho de su fe un acto solidario de amor a la vida. Quien no siente amor por la vida, no puede entender el dolor y el misterio que hay en la muerte. Al verse libre de obispos, de señorones que se suben al púlpito para despreciar a las mujeres y a los homosexuales, o que se bajan del púlpito con el deseo económico de apoyar a los que debilitan la sanidad pública para convertirla en un negocio, Dios se habrá sentido feliz, alegre de compartir sus sentimientos con personas que tienen en su conciencia diversas religiones o una voluntad de parecerse más al amor de Cristo entre los pobres que a los guerreros entre las prebendas, las propiedades y la evasión de impuestos.
Dios, al compartir el dolor colectivo, habrá recordado el sufrimiento de la gente que vive con el agua al cuello, a las parroquias de los suburbios, a los sacerdotes que cuidan inmigrantes o buscan alimentos para ayudar a los castigados por la miseria. Y habrá sido respetuoso con los que no necesitamos la palabra Dios o religión para comprometernos con la voluntad de la tierra “que da sus frutos para todos”.
Así acabó Federico García Lorca su “Grito hacia Roma”. El Papa Pío XI y Mussolini habían firmado el pacto de Letrán, la santa Sede asumía la política belicista del fascismo y se colocaba al lado del poder más turbio. El poeta subió al edificio más alto de Nueva York y lanzó una maldición contra el clericalismo oficial en nombre de Cristo, de los seres humillados, los deseos perseguidos, los pobres amenazados por las inundaciones y los negros maltratados por el racismo. Gritó Amor, Paz, y recogió la antorcha de Galdós para rebelarse contra la hidra.
Que Dios se haya liberado de los obispos en un funeral español de Estado es un acontecimiento decisivo. Esto sí que es una Nueva Normalidad.
La literatura española está llena de reflexiones como esta. El laicismo es una voluntad de respeto a las conciencias religiosas. Es precisamente ese respeto el que obliga a tomar postura contra una Iglesia que quiere desbordar el ámbito de las conciencias individuales, imponerse como credo de Estado con desprecio a los otros sentimientos religiosos para convertir a su Dios en un mercader de poderes políticos y económicos. El Galdós que admiró a Nazarín por su amor cristiano fue el mismo que denunció los mezquinos juegos represivos y avariciosos de la Iglesia en Doña perfecta, Electra o en Casandra. Cuando Casandra mató a Doña Juana, una marquesa dominada por el odio y por las órdenes religiosas, Galdós lanzó una famosa llamada a la esperanza: “He matado a la hidra que asolaba la tierra”.
Galdós apostó por la República después de que los sucesivos gobiernos de la Restauración se mostraran incapaces de aprobar una ley que limitase el poder invasivo de las órdenes religiosas. Hoy no son las órdenes un problema para la democracia española, son otros los poderes que pueden provocar con sus privilegios una desarticulación social, pero no deja de ser emocionante para un lector de Galdós que España haya celebrado por fin con carácter laico un funeral de Estado en honor de las víctimas de la pandemia.
Yo me alegro, sobre todo, por Dios y por los cristianos que han hecho de su fe un acto solidario de amor a la vida. Quien no siente amor por la vida, no puede entender el dolor y el misterio que hay en la muerte. Al verse libre de obispos, de señorones que se suben al púlpito para despreciar a las mujeres y a los homosexuales, o que se bajan del púlpito con el deseo económico de apoyar a los que debilitan la sanidad pública para convertirla en un negocio, Dios se habrá sentido feliz, alegre de compartir sus sentimientos con personas que tienen en su conciencia diversas religiones o una voluntad de parecerse más al amor de Cristo entre los pobres que a los guerreros entre las prebendas, las propiedades y la evasión de impuestos.
Dios, al compartir el dolor colectivo, habrá recordado el sufrimiento de la gente que vive con el agua al cuello, a las parroquias de los suburbios, a los sacerdotes que cuidan inmigrantes o buscan alimentos para ayudar a los castigados por la miseria. Y habrá sido respetuoso con los que no necesitamos la palabra Dios o religión para comprometernos con la voluntad de la tierra “que da sus frutos para todos”.
Así acabó Federico García Lorca su “Grito hacia Roma”. El Papa Pío XI y Mussolini habían firmado el pacto de Letrán, la santa Sede asumía la política belicista del fascismo y se colocaba al lado del poder más turbio. El poeta subió al edificio más alto de Nueva York y lanzó una maldición contra el clericalismo oficial en nombre de Cristo, de los seres humillados, los deseos perseguidos, los pobres amenazados por las inundaciones y los negros maltratados por el racismo. Gritó Amor, Paz, y recogió la antorcha de Galdós para rebelarse contra la hidra.
Que Dios se haya liberado de los obispos en un funeral español de Estado es un acontecimiento decisivo. Esto sí que es una Nueva Normalidad.
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