TOPOEXPRESS
¿Cómo me hice socialista?
Me ha pedido el editor que le escriba algún relato de mi conversión al socialismo, y creo que el hacerlo tal vez sea de utilidad, si mis lectores me consideran como arquetipo de ciertos grupos; a pesar de todo, no resulta fácil hacerlo con claridad, brevedad y certeza.
Lo intentaré, sin embargo. Pero antes quiero aclarar lo que entiendo por socialista, pues me han dicho que esa palabra ya no expresa de forma cierta y definida lo que expresaba hace diez años. Bien; lo que entiendo por socialismo es un estado de la sociedad en que no haya ni ricos ni pobres, ni dueños ni esclavos, ni ociosos ni oprimidos, ni intelectuales de mente enferma ni trabajadores de espíritu decaído; en una palabra, en la que todos los hombres vivan en igualdad de condiciones, se ocupen de sus asuntos sin desperdiciar nada, y con la convicción plena de que dañar a uno significa dañar a todos…. Para mí el socialismo es la realización de la palabra comunidad.Ahora bien, esta visión del socialismo que ahora mantengo y que espero morir manteniendo, es la misma con la que empecé; no he pasado por ningún otro periodo, a no ser que así se denomine un breve periodo de radicalismo político, durante el cual veía mi ideal con bastante claridad, pero no tenía ninguna esperanza de llevarlo a cabo. Aquello terminó algunos meses antes de entrar en la que entonces era Federación Democrática, e ingresé en ese grupo porque allí vi una posibilidad de realizar mi ideal. Si me preguntáis si tenía mucha o poca esperanza, si pensaba que nosotros, los socialistas, durante nuestra vida y con nuestro trabajo lo llevaríamos a cabo, o cuando se efectuaría algún cambio en la sociedad, debo contestar que no lo sé.
Tan solo puedo decir que no medía mi esperanza, ni la alegría que entonces me proporcionaba. Por otra parte, cuando tomé aquella decisión no tenía ni idea de las cuestiones económicas; ni siquiera había abierto los libros de Adam Smith, ni oído hablar de Ricardo ni de Karl Marx. Aunque parezca raro, había leído algo de Mill, a saber, las páginas póstumas en que ataca el socialismo de estilo fourierista. Sus argumentos están planteados en esas páginas de forma clara y honrada, hasta donde puede, y el resultado, por lo que a mí se refiere, fue que me convenció de que el socialismo era un cambio necesario y que era posible efectuarlo en nuestros propios días. Aquellas páginas dieron el toque final a mi conversión al socialismo. Bien, habiéndome inscrito en una asociación socialista (porque la Federación pronto se hizo decididamente socialista) puse cierto empeño en tratar de aprender el aspecto económico del socialismo, e incluso arremetí con Marx, aunque deba confesar que, si bien disfruté completamente de la parte histórica de El Capital, sufrí autenticas agonías de confusión mental al leer la parte puramente económica de ese gran libro. De todas formas, leí lo que pude y espero que alguna información me haya quedado de esa lectura; me ha quedado más, creo, de las frecuentes conversaciones con amigos, como Bax, Hyndman y Scheu, y de la animación de las asambleas que realizábamos en aquellos tiempos, en las cuales también participé yo. El último toque a toda la educación socialista que he podido absorber, me lo proporcionaron con posterioridad algunos amigos anarquistas; de ellos aprendí, muy a pesar de sus intenciones, que el anarquismo era imposible, del mismo modo como había aprendido de Mill, pese a su intención, que el socialismo era necesario.
Pero al narrar cómo me hice socialista en la práctica, ahora me doy cuenta de que he empezado por la mitad, ya que desde mi posición de hombre acomodado que no sufre las desgracias que a cada paso oprimen al trabajador, me parece que nunca me habría dejado arrastrar hacia el aspecto práctico del asunto, si un ideal no me hubiera obligado a buscarlo. Puesto que la política por amor a la política -es decir, considerándola como el medio necesario, aunque engorroso y desagradable, de lograr un fin- nunca me hubiera atraído. Ni aun cuando hubiese sido consciente de las injusticias de la sociedad establecida y de la opresión de los pobres, podría haber creído nunca en la posibilidad de una solución parcial de esas injusticias. En otras palabras, nunca podría haber sido tan tonto como para creer en los pobres felices y respetables.
Si, según he dicho, un ideal me obligó a buscar un socialismo en la práctica, ¿qué fue lo que me impulsó a concebir tal ideal? Aquí puedo repetir lo que dije líneas atrás de que yo era un arquetipo de cierta forma de pensar.
Antes de la aparición del socialismo moderno, casi todas las personas inteligentes estaban satisfechas con la civilización de este siglo, o declaraban estarlo. Repito: casi todos estaban realmente satisfechos y no veían ninguna otra labor sino la de perfeccionar esa civilización eliminando los vestigios ridículos de los tiempos bárbaros. Esta era la estructura mental liberal, propia de los hombres de la próspera clase media moderna, quienes, de hecho, en cuanto al progreso mecánico se refiere, no tenían nada que pedir, a poco que el socialismo les hubiera dejado tranquilos para disfrutar de su espléndida forma de vida.
Pero junto a los satisfechos había otros que no lo estaban y que sentían una vaga repulsa contra el triunfo de la civilización, aunque estaban reducidos al silencio por el poder ilimitado de la sociedad “whig”. Por último, había unos pocos en abierta rebeldía contra los susodichos “whigs”: unos pocos, digamos dos, Carlyle y Ruskin. El último, antes de mi etapa de socialismo militante, fue el maestro que me llevó al ideal antes citado, y mirando hacia atrás, no puedo dejar de pensar que hace veinte años, sin Ruskin, el mundo hubiera sido terriblemente aburrido. Por medio de él aprendí a dar forma a mi descontento, que debo decir no era de ningún modo incorrecto. Aparte del deseo de producir cosas bellas, la mayor pasión de mi vida ha sido y es el odio a la civilización moderna. ¿Qué diré sobre ello ahora, sobre mi esperanza de destrucción? ¿Qué diré sobre su sustitución por el socialismo?
¿Qué diré sobre su dominio y su desperdicio de la fuerza mecánica, su bienestar social tan pobre, los enemigos de la comunidad tan ricos, su extraordinaria organización… de una vida miserable? ¿Y de su desprecio hacia los placeres sencillos, de que todos podrían disfrutar si no estuvieran locos? ¿Y su vulgaridad ciega que ha destruido el arte, único solaz auténtico para el trabajo? Todo esto lo siento ahora igual que lo sentía entonces, pero entonces no sabía por qué. La esperanza de las épocas pasadas había desaparecido; las luchas de la humanidad durante tantos siglos no habían producido nada, excepto esta confusión sórdida, sin sentido, fea; me parecía que el futuro inmediato iba a intensificar todos los males actuales barriendo las últimas reminiscencias de los días en que la sordidez sombría de la civilización aun no se había cernido sobre el mundo.
Era, ciertamente, un panorama triste, y si puedo hablar de mí como individuo y no como prototipo, lo era mucho más para un hombre de mi posición, al que tenían tan sin cuidado la metafísica y la religión, como el análisis científico, pero con un amor profundo hacia la tierra y hacia la vida sobre ella, y apasionado también por la historia del pasado de la humanidad. ¡Pensad en ello! ¿Iba todo a acabar en una oficina sobre un montón de rescoldos, con el despacho estilo Podsnap a lo lejos, y un comité “whig” festejando con champán a los ricos y con margarina a los pobres en las proporciones justas para contentar a todos, aunque el placer de la vista hubiera desaparecido del mundo y el lugar de Homero lo ocupara Huxley? Sí, creedme, cuando en lo más íntimo me propuse adivinar el futuro, eso es lo que vi, y, en mi opinión, casi nadie parecería creer que valiera la pena luchar contra la destrucción de la civilización. De modo que así estaba yo, predispuesto a concluir mi vida con bastante pesimismo, si no hubiera vislumbrado la idea de que, entre toda esta civilización inmunda, la semilla de un gran cambio, lo que otros llaman Revolución Social, empezaba a germinar. El aspecto global de las cosas cambió para mí con ese descubrimiento y todo lo que entonces debí hacer para hacerme socialista fue amarrarme a un movimiento militante, lo cual, como dije antes, he intentado hacer tan bien como he podido.
En resumen, el estudio de la historia y el amor al arte me llevaron al odio hacia la civilización que, si las cosas se detuvieran en este momento, convertiría la historia en un absurdo inconsecuente y haría del arte una colección de curiosidades del pasado sin ninguna relación con la vida actual.
Pero la conciencia de la revolución que palpita en el interior de nuestra odiosa sociedad moderna impidió que yo, más afortunado que muchos en percepción artística, me convirtiera en un gruñón contra el progreso, de una parte, y de otra, que perdiera tiempo y energías en cualquiera de los numerosos esquemas por medio de los cuales los cuasi-artistas de la clase media esperaban que el arte se desarrollara, cuando a éste ya no le queda ninguna raíz. De este modo me hice un socialista militante.
Una o dos palabras para terminar. Tal vez digan algunos de nuestros amigos: ¿Qué tenemos que ver con esos asuntos históricos y artísticos? Por medio de la socialdemocracia queremos alcanzar una forma de vida decente, algún modo digno de vivir, y lo queremos enseguida. En realidad, todos aquellos que suelen pensar que el tema del arte y de su cultivo deben ir por delante del tenedor y del cuchillo (y hay algunos que lo proponen), no entienden lo que el arte significa ni que sus raíces necesitan de un terreno de vida próspera y tranquila. Sin embargo, se debe recordar que la civilización ha reducido al obrero a una existencia desnuda y desgraciada que apenas si sabe expresar el deseo de una vida mucho mejor que la que ahora, a la fuerza, soporta. Es misión del arte presentarle el auténtico ideal de una vida plena y razonable, una vida en la que la percepción y la creación de la belleza, el disfrute del placer auténtico existente, sea tan necesario al hombre como el pan de cada día, y en la que ningún hombre ni ningún grupo de hombres sean privados de ello, salvo por su propia oposición, que deberá ser resistida al máximo.
Texto escrito por William Morris en 1894.
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