El sermón: La gran mentira de los valores europeos
Miguel RieraComo es sabido, los europeos atesoramos grandes valores. Frente a civilizaciones desalmadas, o fracasadas, o ignoradas, los europeos hemos construido la nuestra basándonos en valores humanísticos, que se han traducido en nuestros tiempos en una defensa acérrima de los derechos humanos a nivel universal, y en la cooperación y el acuerdo por encima de la dominación y el conflicto.
La nuestra, sabido es, es una tradición que hunde sus raíces en la Grecia clásica y llega a nuestros días no ya incólume, sino mejorando en cada salto cualitativo de los muchos que hemos dado hasta hoy. Ahí es nada contemplar esa cadena que arranca en Platón y Aristóteles y continúa con Séneca, Dante, Rousseau, Goethe, Bertrand Russell, Einstein… por citar a unos pocos. Somos, definitivamente, una cultura superior….Pero, parece que algo falla en el relato que supone a los europeos unos valores superiores. Sobre todo si contemplamos la indiferencia de los poderes públicos y privados ante el drama que se desarrolla cotidianamente en la Gran Fosa Mediteránea.
Miles y miles de muertos nos recuerdan con su silencio que los valores hay que demostrarlos, y que los gobernantes europeos son, simplemente, impávidos guardianes de cementerio, gélidos témpanos bien alimentados, que temen quizás el vociferío de parte del pueblo europeo, aterrorizado este a su vez porque la “invasión” de foráneos pueda acabar subvertiendo sus “valores” y su forma de vivir. ¡Ah, la cristiandad se siente amenazada! Menuda estupidez.
Digamos que, ante el macabro espectáculo que este mar nuestro ofrece, unas pocas buenas gentes hacen lo que pueden ante la tragedia; otros miran hacia otro lado, tal vez conmovidos puntualmente por la imagen del cadáver de un niño depositado en la arena o la mirada desesperada de quien teme ahogarse; y la mayoría opta por suspirar y resignarse a lo que está sucediendo, como si esos millares de víctimas estuvieran sometidos a un destino inapelable. Sin remedio. Y hay que tener muy endurecido el corazón para no sentirlo herido no ya viendo, sino simplemente sabiendo lo que está pasando. Y todos lo sabemos.
Así pues, parece que Europa está perdiendo sus valores. Pero… ¿alguna vez existieron?
Retrocedamos en el tiempo. No mucho, porque en el medioevo lo corriente –y moralmente justificado, incluso por las diversas religiones– era la conquista, es decir, liquidar a alguien –o esclavizarlo– para robar sus posesiones, por miserables que estas fueran. No, dejemos esa época oscura y viajemos a la luz: la Revolución Francesa. Igualdad, libertad, fraternidad… hermosas palabras que recorrieron Europa. Pero que duraron poco: Napoleón, el dictador ilustrado, acabó con ellas en un plis plas, imponiendo los nuevos valores a cañonazos por toda Europa. Ya se sabe: para algunos, la guerra es el mejor método para ganar la paz. Y la fraternidad no es buena para los negocios.
Y casi empalmando en el tiempo, los cultos y educados europeos, supuestamente orgullosos de sus valores, descubrimos que quedaba aún mucho mundo que conquistar, y nos dimos a ello con entusiasmo. Los ibéricos seguimos explotando las colonias. Los atildados británicos se hicieron con la India, además de participar en el reparto de África, un reparto que incluso tuvo un momento pintoresco: cuando el rey Leopoldo de Bélgica se adjudicó el Congo a título personal, como si fuera una pequeña finca a las afueras de Bruselas. No hubo genocidio (que sí lo hubo en la conquista del Oeste norteamericano) porque hacía falta mano de obra autóctona para cavar en las minas. Por cierto, la esclavitud persistió en América (y en España y sus colonias) hasta la segunda mitad del siglo XIX. ¿Dónde estaban por aquel entonces esos valores que nos confieren superioridad moral ante otros pueblos?
Además, con el paso del tiempo no parece que las cosas mejoraron: ahí está la primera guerra mundial, con las masas europeas marchando alegres al frente, a matarse entre ellos, tal vez creyendo cada uno en sus valores, dejando al menos 10 millones de muertos y más de 20 millones de heridos. Y, en nombre de valores europeos (arios, según Hitler) los nazis inventaron las cámaras de gas para exterminar como insectos molestos a judíos europeos, comunistas y gitanos, y provocaron una nueva guerra que dejó entre 60 y 70 millones de muertos. Aquí, en España, además de embarcarnos en una sangrienta guerra civil, tenemos el deshonor de ser el segundo país del mundo –tran Camboya– en número de desaparecidos. Y no podemos olvidar el racismo en Occidente, presente durante tantos años, siglo XX incluido, en Estados Unidos y Sudáfrica, y latente en muchos otros países.
Claro está que los tiempos han cambiado, y ahora mismo los europeos –e incluyo aquí a los estadounidenses, esos hijos de la cultura europea– proclamamos en voz alta nuestra defensa de la paz y los derechos humanos. Somos pacíficos, tolerantes, compensivos. Contribuimos, quien más, quién menos, a sostener a alguna ONG. ¡Ah, sí, nosotros somos diferentes! ¡Diferentes! Por eso destruimos Iraq, bombardeamos Serbia, arrasamos Libia y ahorita mismo casi hemos conseguido la extinción de Siria. Un éxito tras otro.
Esa es nuestra historia. La verdadera. Dejémonos de pamplinas.
En definitiva, y para acabar: que los famosos valores europeos son una mandanga, una gran mentira, un cuento chino que solo sirve para darnos autobombo, mientras los cadáveres siguen alfombrando el mar. Y sin que nadie ponga fin a este asesinato colectivo.
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Totalmente de acuerdo, Miguel Riera, con tu descripción exacta de lo que ha habido y de lo que hay. Ya llevamos, por desgracia mucho tiempo cayendo en la cuenta del panorama actual y de sus antecedentes históricos y económicos. Y ahora, ¿qué sugieres que hagamos los europeos en semejante tesitura? ¿se te ocurre algo que aportar para que esto cambie o lo dejamos cómo está para tener tema de conversación y vender libros y revistas sobre el tema de la hecatombe, que se venden como rosquillas?
A ver, ¿te parecería bien que en este estado lamentable nos montemos un eurosuicidio colectivo, contigo como animador del evento, dirigiendo multitudes con un megáfono? O por ejemplo, qué tal organizar viajes guiados en autobús hasta París para tirarse en grupo o en plan suelto, a elegir, desde la Tour Eiffel, desde Nôtre Dame, o desde los puentes del Sena?
A ver, ¿te parecería bien que en este estado lamentable nos montemos un eurosuicidio colectivo, contigo como animador del evento, dirigiendo multitudes con un megáfono? O por ejemplo, qué tal organizar viajes guiados en autobús hasta París para tirarse en grupo o en plan suelto, a elegir, desde la Tour Eiffel, desde Nôtre Dame, o desde los puentes del Sena?
Tampoco estaría mal montar cruceros solidarios en plan penitentiagite para coincidir con los refugiados y una vez en el lugar adecuado, lanzarse por la borda sin chalecos salvavidas para ahogarse junto a ellos y que así la terrible fosa mediterránea, haciendo justicia, se trague a los causantes del horror y a sus víctimas, matando todos los pájaros del mismo golpe de mar. También se puede probar a escalar el Everest de millón en millón de habitantes y a mitad de la subida cortar las cuerdas o sin ir más lejos encargar a Florentino Pérez y a su Castor que hagan fraking a lo bestia las 24 horas por todo el Continente hasta que a base de terremotos a la italiana, se parta a cachitos y se hunda la peña en los mismisímos infiernos, por mala y perversa... no sé, ¿te molan las terapias heavies en ese plan o se te ocurren más iniciativas?
Es cierto, Europa no tiene perdón. Sobre todo, porque ni siquiera parece que sea consciente del hilo que une la castástrofe humanitaria que padecen los desplazados y masacrados con las causas que la han provocado. No está nada mal dar un gran escarmiento a tanto cinismo y a tanta crueldad egoísta. Eso lo pensaba, al parecer, también Bin Laden -si es que existió y no fue un ciborg de la CIA. Hasta empezando por gente como tú y como yo, que en vez de estar ahora mismo recogiendo náufragos y llevándolos a casa para darles lo que necesitan, estamos escribiendo sobre ellos para ponerlo en Twitter. Nos debería dar vergüenza, ¿verdad?, bueno, no sé, tal vez tú sí estés ahora mismo en el agua de la costa libia salvando náufragos sin parar y luego, ya en seco escribes tu artículo para el Viejo Topo, pero, por desgracia, no es mi caso, que estoy la mar de cómoda y confortable escribiendo sobre las desgracias del prójimo.
Echar pestes es tan normal como echar heces. Luego hay que lavarse bien y no quedarse atrapados en el retrete durante el resto de la jornada. Es bueno salir del cuarto de baño y dejar de mirarse al espejo y de recrearse en el tufo del sumidero. La vida sigue. Y podemos hacer que sea para bien o no. Sobre todo si de verdad nos importa que se solucionen los problemas más que hacerles apología, una vez vistos, denunciados y analizados y más que traídos y llevados. Miseria y cutrez sobran por todas partes. Ideas que no sean incienso para el ego y pasta para el bolsillo, faltan en la misma proporción en que sobra lo otro.
Lo cierto es que cuando condenas a Europa en mogollón, estás siendo tan ciego como injusto con millones de europeos que no responden a tu descripción. No sólo porque no son miembros de ONGs, sino porque son capaces de abandonar el Ipad y el Instagram, por horas y por días, para meterse hasta arriba en los barrizales de los campos de refugiados, sin apoyo económico alguno, sino con su propio dinero ahorrado para ese viaje y ese menester. Porque hay muchísima gente que cada mañana se levantan para ponerse al servicio de los que van llegando sin nada, sin ropa, sin comida, sin referencias ni papeles, sin siquiera saber una sola palabra de español. Y entre todos y con el dinero que aportan los impuestos y las donaciones de los rácanos y miserables a los que sólo les importa el fútbol y el bar, van sacando a los presos de los CIEs, montando pisos de acogida, atendiendo consultas médicas de urgencia y de seguimiento, cuestiones administrativas que hagan posible el reconocimiento de los derechos, acompañando en todo, siendo, por encima de todo, hermanos que quieren a sus hermanos, más allá de prejuicios, de comidas de tarro o de humores cambiantes. Es más, la lista de espera de los voluntarios es, ppor desgracia, mucho más larga que la de los refugiados que van llegando con cuentagotas. Menos mal, que por otro lado van llegando migrantes de otros países que no están en guerra pero sí en pura miseria, como los nuestros en Alemania o en Suecia, con estudios terminados, profesiones sin empleo, y llenan el hueco.
Además hay un feedback constante y humanísimo entre los que llegan y los que reciben, que cambia la vida de los individuos de ambos sectores. Hay ya hasta pueblos enteros como el de Riace en la Campania italiana que viven gracias a que los han repoblado y dado una nueva vida los inmigrantes. Si hay futuro para la familia migrante y para Europa, va por ahí.
Está cada día más claro que quien trabaja y conoce de cerca a los inmigrantes, recupera la esperanza o la adquiere, porque hay peña que ya trae inoculado la pereza y la abulia del nihilismo en los genes y al contacto con esos supervivientes agradecidos a la vida a pesar de todo, llenos de impulso vital, de ganas de vivir, que no han perdido la alegría, cambian y se despiertan del amargo sopor del egoísmo, que como los calamares, defendiéndose de la luz ,van escupiendo tinta para que todo se vea negro por donde pasan.
La enfermedad de Europa ya la conocemos por la historia que estudiamos y por la memoria de lo que hemos vivido, además sólo hay que mirar las noticias para ver el pronóstico gravísimo del paciente, ahora ya no se necesitan cronistas que añadan al basurero el replay podrido de ayer, sino activistas de la vida y de la fraternidad que hagan posible el hoy. Y mañana ya veremos si lo que se va construyendo da también para el futuro. De poco sirve a la hora de la urgencia, reñir al enfermo por sus malos hábitos sanitarios. Eso sólo sirve para cuando hay soluciones disponibles y no hay prisa. Ahora sólo hay bloqueo, miedo, desamparo e incapacidad de reacción política, pero hay una extraordinaria reacción social, precisamente por empatía. Con frecuencia suele resultar que las cosas no son lo que parecen y que sólo se ve la corteza de la realidad, no la miga que lleva por dentro.
Ahora, no sé por qué, me acuerdo de repente de una vieja canción: "Libertad, libertad, sin ira, libertad, guárdate tu miedo y tu ira, porque hay libertad sin ira, libertad, y si no la hay, sin duda la habrá."
No podemos elegir el tiempo ni el lugar ni la cultura en que nacemos, tampoco las circunstancias y situaciones que hemos de afrontar, pero, precisamente la libertad consiste en que sí podemos elegir el modo y el talante con qué vivirlas. En eso los refugiados nos pueden dar un master.
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