Escribo
estas palabras delante de un cadáver caliente, el de un orden de cosas
que se pensaba infalible e intocable, pero que forzando su desmesura y
egoísmo hasta límites absurdos ha detonado una bomba en sus cimientos.
Donald Trump ha sido elegido presidente de los Estados Unidos de
Norteamérica. Los monstruos no se crean en un día y este es el producto
de todos los que creyeron que se puede construir un mundo de exclusiones
vadeando el conflicto indefinidamente.
La noche comenzó en lo que se presumía
una jornada sin sorpresas. Los tertulianos jugaban a la adivinanza
electoral con sus gráficos, su big data y sus pantallas
táctiles. Con la suficiencia habitual ocultaban sus posiciones tras los
números, confundiendo aritmética con periodismo, procedimiento con
democracia, pensando -creyendo quizá- que existe alguna asepsia en lo
que hacen, arrugar la realidad hasta hacerla coincidir con sus
necesidades. No eran ni las cuatro cuando la anomalía pasó a tomar cuerpo de normalidad.
Estas elecciones eran de partida una
derrota para el sistema político norteamericano. ¿Trump y Clinton eran
todo lo mejor que podía ofrecer como opción? Lo peor de estos candidatos
no es que lo que dijeran de ellos mismos fuera mentira, sino que todo
lo que decían de su oponente era verdad. De un lado Clinton, profesional de esa política
que dice representar a los que votan, pero que sólo vela por los que
tienen el dinero suficiente para financiar campañas. Mandarinato
demócrata, lobo con piel de cordero, que a nadie se le olvide a qué
partido pertenece Frank Underwood. Del otro Donald Trump, ultranacionalista, codicioso, xenófobo y hortera. El hincha radical pretendiendo dirigir a su equipo de fútbol, acojonando a la junta directiva.
No hubo medio de comunicación que no le
ridiculizara, que no escribiera editoriales hostiles contra él, no desde
la trinchera del inmigrante, del homosexual o el pobre, sino desde esa
comodidad de profesional asentado de clase media al que le va lo
suficientemente bien para no arriesgarse con ningún cambio. Esa fue la
primera victoria de Trump, atacar a un sistema de medios que en su
sobreactuación ha revelado su parcialidad. El Vanity Fair
se preguntaba si estaba loco a nivel clínico, porque les era más fácil
tachar al resultado de demente que a un sistema entero del cual forman
parte tanto como él.
La segunda victoria de Trump fue, siendo
un multimillonario, concitar la desconfianza de los de su clase. Y
presumir de ello. Los ricos saben que las políticas de Trump no serán un
peligro para sus fortunas de forma directa, pero sí temen que un
elemento que es una destilación tan pura de su sociedad no pueda, por
eso mismo, representarla. Las cosas siempre se hicieron de otra forma y
los que residen en los Hamptons nunca deben encarnar el poder, porque lo
tienen, porque para eso ya está Washington. Trump será inestabilidad,
pero sobre todo ha sido un díscolo rupturista del espectáculo.
Su tercera victoria fue aprovecharse de
una idiosincrasia de la política norteamericana, hoy ya exportada a
medio mundo, que es la del absoluto vacío de ideas, del debate infinito
sobre la nada, del fin aparente de las ideologías. El discurso de Trump
fue sencillo: la culpa de la crisis la tienen los políticos y la
burocracia, porque son inútiles e inefectivos, y él, exitoso hombre de
negocios, es el que sabrá gestionar la situación. Sí, es una sucia y
vulgar mentira, pero es la sucia y vulgar mentira que todos vienen
repitiendo sin cesar desde 1991.
La cuarta victoria de Trump fue la de saber vivir entre paradojas.
Como la de que llevando el patriotismo hasta lo paródico -recuerden el
episodio con el águila- era capaz de denunciar certezas que todo el
mundo veía en su vida cotidiana como el ruinoso estado de las
infraestructuras públicas, para a continuación proponer que la solución
era más mercado y menos estado, sin sonrojarse. Volver a hacer a América
grande, su lema de campaña, suponía una crítica implícita, en un país
donde cuestionar su grandeza está penado para un político con la
excomunión pública.
Su última victoria, antes de la de hoy,
es posiblemente la más oscura, pero no por ello la menos efectiva, la de
enfrentar a los que tienen poco con los que no tienen nada. El odio al
inmigrante no es diferente al odio al judío, y esto ya no es una
exageración histórica. Trump ha explotado miserablemente la miseria
moral del latino que se sabe ya a salvo y que da la espalda al que cruza
la frontera, del obrero industrial del cinturón del óxido al que le
resulta más fácil culpar al mexicano por su paro que a eso llamado
globalización, el miedo del ciudadano medio al musulmán, ya como
categoría terrorista. La gente es tanto oportunidad como abismo, pero es
más abismo cuando cargan con años de mentiras sobre sus espaldas.
Ninguna de ellas se la inventó Trump.
El día que cayó Lehman Brothers
se acabó una época, hoy comienza otra. Entre medias, ocho años de un
desastre que sólo ha hecho patente un abismo que se inició mucho antes,
en ese momento en que se decidió volver a desatar al capitalismo de sus
controles, de sus riendas con la realidad. Trump, Le Pen o el Brexit son
la reconfiguración de sociedades que han reaccionado de la peor manera
posible a un caos presentado como orden por demasiado tiempo, son el
miedo a la mentira y la mentira del miedo, toda la sensatez que se
permite la histeria.
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