jueves, 10 de noviembre de 2016

La sensatez de la histeria. Victoria de Donald Trump

La sensatez de la histeria. Victoria de Donald Trump

Escribo estas palabras delante de un cadáver caliente, el de un orden de cosas que se pensaba infalible e intocable, pero que forzando su desmesura y egoísmo hasta límites absurdos ha detonado una bomba en sus cimientos. Donald Trump ha sido elegido presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Los monstruos no se crean en un día y este es el producto de todos los que creyeron que se puede construir un mundo de exclusiones vadeando el conflicto indefinidamente.
La noche comenzó en lo que se presumía una jornada sin sorpresas. Los tertulianos jugaban a la adivinanza electoral con sus gráficos, su big data y sus pantallas táctiles. Con la suficiencia habitual ocultaban sus posiciones tras los números, confundiendo aritmética con periodismo, procedimiento con democracia, pensando -creyendo quizá- que existe alguna asepsia en lo que hacen, arrugar la realidad hasta hacerla coincidir con sus necesidades. No eran ni las cuatro cuando la anomalía pasó a tomar cuerpo de normalidad.
Estas elecciones eran de partida una derrota para el sistema político norteamericano. ¿Trump y Clinton eran todo lo mejor que podía ofrecer como opción? Lo peor de estos candidatos no es que lo que dijeran de ellos mismos fuera mentira, sino que todo lo que decían de su oponente era verdad. De un lado Clinton, profesional de esa política que dice representar a los que votan, pero que sólo vela por los que tienen el dinero suficiente para financiar campañas. Mandarinato demócrata, lobo con piel de cordero, que a nadie se le olvide a qué partido pertenece Frank Underwood. Del otro Donald Trump, ultranacionalista, codicioso, xenófobo y hortera. El hincha radical pretendiendo dirigir a su equipo de fútbol, acojonando a la junta directiva.
No hubo medio de comunicación que no le ridiculizara, que no escribiera editoriales hostiles contra él, no desde la trinchera del inmigrante, del homosexual o el pobre, sino desde esa comodidad de profesional asentado de clase media al que le va lo suficientemente bien para no arriesgarse con ningún cambio. Esa fue la primera victoria de Trump, atacar a un sistema de medios que en su sobreactuación ha revelado su parcialidad. El Vanity Fair se preguntaba si estaba loco a nivel clínico, porque les era más fácil tachar al resultado de demente que a un sistema entero del cual forman parte tanto como él.
La segunda victoria de Trump fue, siendo un multimillonario, concitar la desconfianza de los de su clase. Y presumir de ello. Los ricos saben que las políticas de Trump no serán un peligro para sus fortunas de forma directa, pero sí temen que un elemento que es una destilación tan pura de su sociedad no pueda, por eso mismo, representarla. Las cosas siempre se hicieron de otra forma y los que residen en los Hamptons nunca deben encarnar el poder, porque lo tienen, porque para eso ya está Washington. Trump será inestabilidad, pero sobre todo ha sido un díscolo rupturista del espectáculo.
Su tercera victoria fue aprovecharse de una idiosincrasia de la política norteamericana, hoy ya exportada a medio mundo, que es la del absoluto vacío de ideas, del debate infinito sobre la nada, del fin aparente de las ideologías. El discurso de Trump fue sencillo: la culpa de la crisis la tienen los políticos y la burocracia, porque son inútiles e inefectivos, y él, exitoso hombre de negocios, es el que sabrá gestionar la situación. Sí, es una sucia y vulgar mentira, pero es la sucia y vulgar mentira que todos vienen repitiendo sin cesar desde 1991.
La cuarta victoria de Trump fue la de saber vivir entre paradojas. Como la de que llevando el patriotismo hasta lo paródico -recuerden el episodio con el águila- era capaz de denunciar certezas que todo el mundo veía en su vida cotidiana como el ruinoso estado de las infraestructuras públicas, para a continuación proponer que la solución era más mercado y menos estado, sin sonrojarse. Volver a hacer a América grande, su lema de campaña, suponía una crítica implícita, en un país donde cuestionar su grandeza está penado para un político con la excomunión pública.
Su última victoria, antes de la de hoy, es posiblemente la más oscura, pero no por ello la menos efectiva, la de enfrentar a los que tienen poco con los que no tienen nada. El odio al inmigrante no es diferente al odio al judío, y esto ya no es una exageración histórica. Trump ha explotado miserablemente la miseria moral del latino que se sabe ya a salvo y que da la espalda al que cruza la frontera, del obrero industrial del cinturón del óxido al que le resulta más fácil culpar al mexicano por su paro que a eso llamado globalización, el miedo del ciudadano medio al musulmán, ya como categoría terrorista. La gente es tanto oportunidad como abismo, pero es más abismo cuando cargan con años de mentiras sobre sus espaldas. Ninguna de ellas se la inventó Trump.
El día que cayó Lehman Brothers se acabó una época, hoy comienza otra. Entre medias, ocho años de un desastre que sólo ha hecho patente un abismo que se inició mucho antes, en ese momento en que se decidió volver a desatar al capitalismo de sus controles, de sus riendas con la realidad. Trump, Le Pen o el Brexit son la reconfiguración de sociedades que han reaccionado de la peor manera posible a un caos presentado como orden por demasiado tiempo, son el miedo a la mentira y la mentira del miedo, toda la sensatez que se permite la histeria.

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