
EFE
Ayer era el debate decisivo, y un rato antes de la hora H del día D me llamó un amigo: “Oye, ¿quedamos para ver juntos el debate más importante de la historia de la democracia en España?” No me lo pensé dos veces, que para eso estábamos ante un acontecimiento único, un momento que marcaría un antes y un después: “Claro, veníos a casa y vemos el debate del siglo”. Y aquí nos juntamos, con palomitas, vuvuzelas y pantalla gigante, para ser testigos de una noche histórica.
Nos sentamos dos horas antes para no perdernos detalle de cómo viajaban
en coche los candidatos, entraban en el edificio y recorrían pasillos.
Observamos boquiabiertos la peliculera “sala del tiempo”, mientras
comentábamos cómo habían pasado las horas previas los participantes.
-Dentro de unos años, cuando alguien nos pregunte: “¿dónde estabas tú
el 7-D?”, recordaremos que estábamos aquí, juntos –dijo uno, yo mismo.
-Silencio, que empieza el debate decisivo, histórico, crucial, del siglo, nunca visto.
Ahí estaban: cuatro jóvenes políticos, bien preparados, repasando la
situación de España, lanzando propuestas, intercambiando educadas
críticas, atendiendo preguntas agudas de dos periodistas… Un coñazo,
vaya.
La primera hora la aguantamos porque teníamos
un ojo en twitter, que siempre amortigua las decepciones por la vía
humorística. El morbo por la ausencia de Rajoy se diluyó en el primer
minuto, y la vicepresidenta, acartonadísima, desaprovechaba la
oportunidad de tener todos los focos sobre ella. Con una mueca en la
boca como de estar a punto de echarse a reír, a llorar o las dos cosas, a
ratos se la veía aburrida, mientras los otros tres hablaban entre ellos
para rascar en la bolsa común de votantes mediante los mismos
argumentos del debate anterior (Sánchez: “las dos derechas”; Rivera: “el
PP y el PSOE”; Iglesias: “cuando el PSOE gobierna…”), y se olvidaban de
la vicepresidenta en un rincón. Y como la única novedad era ella pues a
los otros tres los tenemos ya muy vistos, el debate no levantaba. Los
moderadores se empeñaban en hacer cuatro entrevistas simultáneas, y
hasta reñían por no contestar sus preguntas. De vez en cuando un agarrón
nos espabilaba, pero falsa alarma, era un amago.
Hubo que esperar al bloque sobre corrupción para ver los primeros
enganchones serios, y ahora sí los moderadores dejaron jugar, como si
les hubieran dado un toque por el pinganillo. Pero repetían regates que
ya hemos visto mil veces en tertulias, desde casa podíamos anticipar las
réplicas de unos y otros. Aun así, celebramos unos cuantos zascas
ingeniosos, pero cuando aquello parecía calentarse la moderadora lo
interrumpió para ir a una “sala del tiempo” que, a esas alturas de la
noche, ya nos parecía una chorrada.
Si el debate del
siglo parió un ratón, no culpemos a los cuatro participantes, que
estuvieron correctos, incluso brillantes a ratos. Tampoco a los
presentadores, que aunque abusaron de protagonismo, repartieron buenas
cartas para jugar. El problema son las expectativas locas que nos
alimentaron durante dos semanas, imitando (y sin intención irónica) las
previas de cualquier final futbolera. Las cursivas del primer párrafo
son literales de estos días.
No es que seamos
frívolos, al contrario: somos muy exigentes. Y por eso, si nos prometen
espectáculo, queremos espectáculo. No política, no propuestas y
críticas. Queremos pressing catch, que ya sabemos que es teatro pero divierte.
Y no, anoche no hubo espectáculo. Hubo, ni más ni menos, un debate
político. Seguramente a la altura de los de otros países europeos. Pero
compréndannos: después de años metiéndonos tertulia en vena, nos hemos
vuelto yonquis de la telepolítica, nos negamos a admitir que la
democracia sea una cosa aburrida, sin grandes emociones ni sobresaltos. Y
menos cuando nos han vendido entradas para un circo que no era tal.
Y si dentro de unos años alguien nos pregunta dónde estábamos el 7D, no se nos olvidará: sentados ante la tele.
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